Hermanos
Javier de Viana
Cuento
A Eduardo Acevedo Díaz.
Era en 1870, a principios de la guerra blanca encabezada por Timoteo Aparicio, lanceador famoso.
Policarpo y Donato anduvieron por mucho tiempo en medio de la soledad tan negra y silenciosa, que el primero, a instantes, creía estar inmóvil, dormido y soñando, haciéndose necesario un esfuerzo grande de voluntad para volver al hecho real.
Parecerá exageración y no lo es. Necesítase costumbre, hábito de muchos años, para no caer en este estado de semi inconciencia, tras una larga marcha a caballo; los músculos mordidos por la fatiga, el cerebro escarbado por el sueño.
Y unido a eso, la penosa impresión del medio ambiente: las tinieblas que la mirada no consigue sondar por más que se dilaten hasta el dolor las pupilas; por todas partes el silencio, el imponente silencio del campo, que nada turba: en la grande y muda soledad hostil, el alma se estremece y se contrae en dolorosa sensación de pequeñez, de aislamiento y de impotencia.
Dominado por la inmensidad que vencía las insistencias del amor propio, Policarpo interpeló a su acompañante.
—¡Donato! —exclamó.
—¡Chut! —respondió el negro; y como éste había sofrenado su caballo, se encontraron los dos viajeros uno junto a otro.
—¡Donato!—volvió a decir el mozo; y el interpelado respondió con voz autoritaria y petulante:
—Primeramente, has de saber que quien va juyendo nunca debe hablar juerte.
—¿Y acaso nosotros vamos huyendo?
—Dejuramento: tuito aquel que yeba peligro pu'ande va, va juyendo. Acomódate en el mate esta sabiduría, que a la fija no te enseñaron los dotores de la ciudá.
Policarpo no encontró réplica y reconociendo la lógica del filósofo simiesco, dijo:
—Bueno, ¿y qué?
Dominio público
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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.