Patricio mezcló las cartas con arte, puso sobre la mesa el mazo y dijo con áspera, imperativa voz:
—¡Corten caballeros!... ¡Hay cien pesos de banca!...
Lo dijo con tal energía que osciló la luz de la vela, afanada de esparcir humildes claridades sobre el tapete verde.
Cortaron. El tallador volcó un tres y un rey.
—Copo el tres! —gritó uno de los jugadores; y con sus dedos,
temblorosos de emoción, movió la carta elegida, haciéndola formar un
ángulo recto con la que dejaba al banquero.
—Este esperó un instante, la mano sobre el naipe, la mirada sobre la mano.
Su contricante, impaciente, temiendo quizá la demora fuese calculada,
para distraer su atención, y «armar el pastel a gusto», tornó a decir:
—¡Copo!... ¡y dése güelta!...
El tallador sonreía.
—Me han dejao el ancho, —murmuró.— El finao mi padre —que Dios tenga
en su santa gloria,— me solía decir: «Si querés conservar salú, toma
solamente agua ’e manantial; si querés vivir tranquilo, sin quebraderos
de cabeza, no tengás nunca ni mujer ni caballo propio, y si querés ganar
al monte, apuntale siempre al rey, ¡qu’es el que tiene más panza, y la
panza es gobierno!... ¿Me doy güelta?...
—¡Dése güelta!...
—¡Allá vá!
Volcó el naipe que mostró una sota.
—¡El rey chico! —exclamó;— como quien dice, el sargento; detrás viene
el comisario... Vamos tironiando despacito que no se juega plata ’e
locos... Este es basto; no castiga a naides... ¡Espadas!... por ai me
gusta... ¡un mancarrón!... ¡Mala seña, compañero!: ¡lo vienen convidando
pa que dispare!...
—¡No sé lo qu’es eso! —replicó el otro picado. Y Patricio con sorna:
—Es verdá —dijo;— aquí no estamos en las guerrillas.
—¿Y en las guerrillas, qué?
—¡Nada! que hay más campo para disparar.
—¡Le albierto que si es pa insulto!...
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