Es verano.
Los corderos de la parición de primavera están gordos y fuertes.
No hay pestes en las haciendas, y faltas de presas fáciles y del
gratuito festín de las carroñas, las rapaces, hambrientas, experimentan
la exacerbación de sus instintos criminales, de su desprecio por la vida
ajena.
Las fieras del aire, como las que rampan en la tierra, sólo son compasivas cuando están ahitas.
Se entropillan los lobos y se mancomunan los hombres para devorar una
pieza que no se atreven a atacar individualmente, y se reparten el
botín con fingida fraternidad.
Porque cuando el hambre atenacea las visceras, lobos y hombres
olvidan los vínculos familiares, y el más fuerte masacra al más débil
sin ningún género de misericordia...
Es verano.
Estío benigno. No se han recalado las aguas. Los arroyos y los
canalizos conservan aún suficiente caudal para saciar las sedes de los
ganados y permitir la supervivencia de los peces, los carpinchos y las
nutrias.
En los esteros, los aperiases y los sapos guapean todavía.
Pero las rapaces sufren. Ellos son los agiotistas humanos, cuando las calamidades castigan la tierra...
En la cumbre de un cerrillo está posada un águila.
El hambre, madre del odio, le hace rojear los ojos.
A cincuenta, metros de distancia, una banda de caranchos, acecha, observa, espera el momento oportuno para llevarle la carga.
Están silenciosos los caranchos.
No insultan ni denigran al enemigo que se han propuesto ultimar.
Después de la batalla, si salen triunfadores en aquella suprema lucha
por la vida, en que no hay más remedio que matar para no morir, podrán
jactarse de la victoria.
Los hombres, en general, primero insultan, después matan y dan los insultos como justificativos del crimen.
Los caranchos no obran así.
Los gauchos tampoco.
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