Textos más antiguos de Javier de Viana etiquetados como Cuento | pág. 19

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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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Las Dos Ramas de una Horqueta

Javier de Viana


Cuento


El indiecito Dalmiro dijo:

—El mate está labáo, el agua está fría, s’está apagando el juego, y don Eulalio entuavía por contarnos el cuento prometido.

—Es que no encuentro muchacho.

—¡No va encontrar usté qu’es capaz den encontrar en una noche escura un arija perdida entre el pasto!...

—De un tiempo no digo; pero aura, m’está dentrando la cerrazón en la memoria.

—Con el sol de la voluntá no hay cerrazón que no se redita.

—Es que hasta la voluntá maulea cuando el carro ’e la vida está muy recargao de años.

—¡Mañas, no más, don Eulalio!...

¡Si usté por cada año que carga, tira dos en la orilla del camino!

—Don Eulalio, —afirmó Marcelo,— es mesmamente como las higueras: a la caída ’e cada invierno parece que se han secao, y al puntiar la primavera reverdecen y retoñan.

—Y las brevas son más lindas cuanti más añares tienen.

Sonrió el viejo, halagado en su vanidad, y contestó de este modo:

—Dan higos mejores, pero dan más menos.

El indiecito Dalmacio, el único que se permitía irreverencias con el patriarca de la estancia, exclamó:

—¡Dejesé de amolar! A usté le gusta que le rueguen como a niña bonita!... Está mentando vejeces y entuavía la semana pasada se l'enhorquetó al redomón rabicano de Mauricio y lo hizo sentar en los garrones a tironazos!...

—El poder de la esperencía, muchacho, nada más qu’el poder de la esperencia...

—Si; y pu'el poder de la esperencia cualquier día v'a salir encontrando novia y volviéndose a casar... Y, a propósito, don Eulalio... ¿por qué no nos cuenta como jué su casorio?... D’eso si ha ’e acordar.

—Dijuro. ¡Disgraciao el hombre que se olvida de eso y de la madre!

—Güeno, dejesé de chairar y corte.


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Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Crítica Autorizada

Javier de Viana


Cuento


¡Noche de incomparable alegría! Una alegría silenciosa a fuer de intensa.

Los aplausos prodigados por el público durante toda la representación y la delirante ovación que subsiguió a la lenta caída del telón en el último acto, hicieron que doña Ruperta y su sobrina Julieta lloraran a lágrima viva, en el paroxismo de la emoción.

Una emoción que no era producida por las intensas situaciones del drama, sino por el entusiasmo de los espectadores, por la embriaguez del triunfo. La buena señora necesitó emplear grandes energías para dominar el vehemente deseo de erguirse en el palco y gritarle a la multitud:

—¡El autor de esa maravilla es mi hijo, mi hijo Baltasar!...»

Y a la pequeña Julieta se le llenaban los ojos de lágrimas y la emoción echábale un nudo en la garganta, pensando de cuántos esfuerzos y abnegaciones habría menester, para hacerse digna de su glorioso prometido.

Don Fidelio, halagado en su vanidad de padre, tosía de cuando en cuando para mantener digna compostura.

Al regreso a casa, todos hablaban al mismo tiempo comentando la victoriosa jornada.

Baltasar no habría seguramente, de dedicarse a fabricar comedias haciendo de ello una profesión.

Él era rico; faltábale un año para recibir su diploma de abogado: un brillante porvenir le esperaba; pero aquel éxito completo obtenido ante un auditorio selecto era la consagración de los talentos de Baltasar, la evidencia de que, simple «virtuoso» era capaz de producir obras de arte más bellas y emocionantes que las de nuestros profesionales del teatro.

Más tarde, las horas de ocio que le dejaran la atención de su bufete, las agitaciones políticas y los deberes sociales, escribiría otras obras, dándose de tiempo en tiempo la satisfacción de un baño de luz de gloria. Y ante las felicitaciones de los amigos, sonreiría desdeñosamente y respondería parodiando a Eugenio Cambacéres:


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Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Vuelta del Cuervo

Javier de Viana


Cuento


Lo que más rabia le daba al comisario Gutiérrez era la perruna humildad de Goyo ante las afrentas con que de continuo lo castigaba en su implacable persecución.

La primera vez que exteriorizó su antipatía hacia el mozo, fué en las carreras grandes de Punto Fijo. Cuando el comisario vió que Goyo sacaba un cuchillo para comer la sandía que acababa de comprar a una quitardera, atropelló furioso y casi derribándolo con el encuentro del caballo, vociferó:

—¿Con qué permiso venís armao al camino, gaucho insolente?... ¡A ver, a ver! —gritó dirigiéndose a los milicos que le habían seguido:— ¡desarmen a ese canalla!...

Los policianos, que al echar pié a tierra ya llevaban desenvainados los «corvos-», le aplicaron varios planazos, para evidenciar el poder de la autoridad, nada más, porque el culpable se sometió sin asomo de resistencia.

—¡Protestá, si te parece! —rugió el comisario.

—¡Si no protesto, acato!...

—¡Y si no, no acatés!... —Luego, al sargento: —¡Arrenló pa la comisaría; y qu’ el escribiente le cobre la multa!...

Goyo no chistó.

Otra vez, el comisario llegó sigilosamente, a eso de media noche, a los ranchos de ña Menegilda, donde una media docena de mozos y mozas del pago, habían organizado un «bailongo». Eran jóvenes, eran alegres como el canto de las «primas» de las guitarras. Y, como de costumbre, en casos análogos, Goyo era el héroe y el niño mimado de la fiesta.

Lindo muchacho, guitarrero, cantor y bailarín sin rival, dicharachero, atrevido sin groserías, sabía divertir y por eso lo adoraban y lo buscaban.

Cuando Gutiérrez penetró en la sala, su faz adusta, su mirada torva, su sonrisa amarga, fué como una helada intempestiva caída sobre la alegre floración del jardín: todos se amustiaron de súbito.


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Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Cuestión de Carnadas

Javier de Viana


Cuento


La barranca, cortada a pique. Diez metros más abajo, el río, ancho, silencioso, argentado por pródigo baño de luz lunar. A tres metros del borde de la barranca, la selva; la selva alta, apiñada, hirsuta y agresiva.

Es pasada media noche. Casi absoluto silencio. En su sitio habitual, sentado al borde del barranco, colgando las piernas sobre el río, «pitando» de continuo, y con frecuencia echando mano al porrón de ginebra, don Liborio —el pescador famoso— esperaba pacientemente que los dorados, surubíes o pacús, se decidieran a morder en alguno de los tres anzuelos de los tres aparejos, horas hacía, sumergidos en la linfa.

Noche serena, de mucha luna y con las aguas en violento repunte, no era nada propicia para la pesca. Un axioma. Pero don Liborio no se impacientaba. Profesional, sabía que el éxito de la pesca estriba en la paciencia. Hay peces vivos y peces zonzos. Empeñarse en atrapar los primeros es perder el tiempo. Carece esperar, hacerse el zonzo y con esa táctica siempre cae de zonzo algún vivo.

Cuando, de pronto, crujieron las ramas, denunciando que alguien avanzaba por la estrecha vereda que conducía al playo pesquero, don Liborio no se dignó volver la cabeza: de pumas, ya ni rastros quedaban en la comarca; malevos, algunos; contrabandistas, muchos; pero todos amigos: él era como cueva de ñacurutú, campo neutral, donde solían albergarse, fraternalmente, peludos y lechuzas, aperiases y culebras.

Recién se dignó volver la cabeza cuando una voz conocida dijo a su espalda:

—Güeña noche, don Liborio...

—Dios te guarde, hijo... ¡Ah! ¿Sos vos Ulogio?...

—Yo mesmo.

—¿Y qué venís'hacer a esta hora, en la costa’el rio?...

—A pescar, no más.

—Yo creiba —replicó maliciosamente el viejo— que vos sólo pescabas en el pueblo, pescado con polleras ...

Y él, compungido:


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Publicado el 6 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Pa Ser Hay que Ser

Javier de Viana


Cuento


Se acercaba el invierno, y Próspero Mendieta, que llevaba ya muy cargada la maleta de los años, púsose a imaginar en qué estancia confortable encontraría apacible asilo su pereza innata.

No presentaba fácil solución el problema. La mayor parte de los establecimientos de la comarca, actualmente propiedad de gringos o agringaos, ya no ofrecían a los gauchos vagabundos la tradicional hospitalidad de antaño.

Entre las pocas estancias de corte y usanza antiguas que subsistían, estaba la de Yerbalito; pero su propietario, João Maneco Leivas de Figueredo, era un viejo brasileño famoso en todo el pago por su egoísmo y su tacañería sin ejemplo.

Sin embargo, fué por el que se decidió Próspero Mendieta. Hombre de recursos —como que de ellos había vivido toda su vida, obligado por su natural aversión al trabajo,— había combinado un plan digno del adversario que proponíase atacar. Una vez más dispúsose a sacarle jugo a su fama de gaucho bravo, peleador sin asco, de esos que «ande quiera bolean la pierna y la corren con el que enfrenen, porque no tienen el cuero pa negocio ni el puñal pa cortar tientos.»

Seguro del éxito de su plan, aceptó tranquilamente, el nada cordial recibimiento, pues tras un seco «bájese», lo hicieron pasar al galpón, excusando la habitual frase de cortesía paisana:

—¿No gusta desensillar?

Los diez o doce peones —en su mayoría negros y mulatos— que rodeaban el fogón, acogieron con mal semblante al forastero que iba a restarles una parte de la nunca abundante merienda.

Pero él apenas probó la pejoada de charque rancio y porotos apolillados. Violentando su proverbial verbosidad, se limitó a responder brevemente a las escasas palabras que se le dirigieron durante el almuerzo. Al final, como el capataz lo interrogara:

—¿Va de paso?

—No —respondió con cierto aire de misterio— Vine hast’acá no más.


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Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Castigo de una Injusticia

Javier de Viana


Cuento


El viejo Lucindo Borges estaba sobando un maneador recién cortado, y estaba con rabia porque a causa de la humedad de la tarde tormentosa, no «prendía» el cebo y la «mordaza» resbalaba sin trabajo útil.

Sentíase cansado; pero, si dejaba sin «enderezar» el cuero fresco, era dar por perdido un maneador lindísimo, de anca de novillo sin desperdicio de fuego de marca y se resignó a seguir haciendo fuerza. Era un viejo morrudo Lucindo Borges, y no le habría tenido miedo a nadie en ningún trabajo de aguante, si no fuese por la maldita enfermedad que desde chiquilín lo acosaba: la haraganería.

Pero no era culpa suya: parece que su padre fué lo mismo, o peor, pues se contaba que cuando quería carnear una oveja, hacia arrear la majada por el chiquilín de la peona y desfilar frente al galpón donde se lo pasaba todo el día tomando mate. Y sin levantarse del banco, rifle en mano, volteaba de un balazo el capón que calculaba de buenas carnes.

Lucindo no era tan haragán. Para carnear, él mismo montaba a caballo, iba al campo, movía la majada, y si no encontraba un animal en estado, no tenía inconveniente en andar media legua, voltear un alambrado medianero y enlazar un capón en la majada del vecino.

Ya eso es trabajo; y luego el trabajo de esconder el cuero y evitar las impertinentes averiguaciones de la policía...

No, él no era un haragán. Y la prueba es que estaba bañado de sudor, sobando el maneador rebelde, cuando se le acercó su mujer, quien de rato estaba parada junto al palenque, observando el campo, y le dijo:

—Pu’el alto verde viene gente y parece polecía.

Lucindo fue hasta la puerta del galpón, púsose de visera la mano.

—Es polecía, —confirmó.— Viene el ovejo’el comesario nuevo y el tordillo el sargento Pérez...

—¿Y pa qué vendrán?

—Pa qui querés que venga la polecía a casa’e pobres: p’hacer daño... Mirá... vo’estás enferma...


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Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Entre Camaradas

Javier de Viana


Cuento


Isidro Gómez, robusto, fornido, sanguíneo.

Pascual Lamarca, alto, flaco, fuerte también, con sus músculos acecinados y sus nervios como torzales.

En un atardecer glacial. A intervalos remolinea, silbando finito, una brisa burlona, cuyo único objeto parece ser levantar traidoramente las haldas del poncho del viajero, facilitando el ataque de la pertinaz llovizna con sus dardos de hielo.

Isidro y Pascual regresan del campo, donde han permanecido desde el amanecer, trabajando sin tregua en la reconstrucción de un lienzo de alambrado.

Isidro es violento y habla sin cesar, accionando con energía, sin importársele de que el viento y la lluvia le mordieran las carnes.

Pascual, temblando de frío, manteníase quieto, escondido dentro del poncho como un peludo en su cáscara y correspondía menguadamente a la verbalidad de su camarada.

Hablaba Isidro:

—Salen diciendo que la culpa es mía, que tengo mal genio, que siempre ando buscando pretestos pa corcobiar y que en un dos por tres y sin motivo gano el campo y disparo arrancando macachines... ¡Y tuito eso es mentira!...

—Dejuro.

—Vos que me conocés dende gurí, podés sartificar sí yo soy güeno u no soy güeno...

—Santifico.

—Y qu’ella es más mala que un alacrán.

—Espérate, che. Por primero, sabé que los alacranes no son malos; cuando los hacen rabiar se encrespan y si pueden pinchan; pero no hacen nada y es sólo el miedo de los bichos grandes el que les da importancia.

—Son venenosos...

—Como los mosquitos... Convencete, hay muchos maulas que pasan por guapos porque la cara les guarda el cuerpo y nadie se ha atrevido a atarles a una carrera formal.

Güeno, era un decir, para por comparancia, porque mala es mala; si no es alacrana es tigra.

—Yo no vide, pero dicen.


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Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Se Seca la Glicina

Javier de Viana


Cuento


Gasas violetas van invadiendo el cielo que tachona el valle. Espésanse en la hondonada la sombra y el silencio, mientras en lo alto de la gradería rocosa de la montaña, flotan aún, en vaho de argento, las últimas luces del sol muriente, marginando la ancha culebra del río, cuyo brillo, al igual de las nieves solemnes de las cumbres, desafía las sombras más densas de las noches más lóbregas.

En medio de ese silencio y de esa quietud, Eva avanza lentamente por el valle, arreando su majadita de chivas.

Sin par tristeza ensombrece el rostro de la linda paisana. Sus ojos parecen más grandes, más negros, más profundos, destacándose en la palidez de la piel como dos «salamancas» gemelas abiertas sobre los riscos nevados.

Mientras con la vara de jarilla acaricia, —más que castiga,— a los chivatos retozones, la criolla canta. Canta con ritmo funerario una canción de angustia que se pierde sin eco en el sosiego del valle soñoliento...


Si alguna vez en tu pecho,
¡ay! ¡ay! ¡ay!...
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño,
pero nunca se lo digas!...
Engáñalo como a un niño,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
pero nunca se lo digas!...


Y era cual medrosa imploración de un niño sorprendido por la noche en desconocida vereda de la montaña; imploración ténue y tristísima, pues que se sabe la ineficacia del ruego y la imposibilidad del auxilio...


Mi amor’se muere de frío...
¡ay¡ ¡ay! ¡ay!...
porque tu pecho de roca
no le quiere dar asilo...
Porque tu pecho de roca,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
no le quiere dar asilo! ...


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Publicado el 8 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Inocencia de Candelario

Javier de Viana


Cuento


Conducido a presencia del juez de instrucción, Candelario mostróse tranquilo, casi jovial, como quien está plenamente convencido de su inocencia y seguro de ser absuelto.

Con palabra fluida y sin menor titubeo respondió al interrogatorio:

—Que yo le tenia mucha rabia al finao, no lo niego... ¿pa qué lo viá negar?... Yo sé que no se debe hablar mal de un dijunto, pero la verdá hay que decirla, y Baldomero, como chancho, era chancho y medio...

—¡Guarde forma! —amonestó severamente el juez.

—¿Que guarde qué? ...

—¡Que hable con respeto!

—¡Ah! disculpe, señor juez ... Yo quería decir que era muy puerco. Pa cargar una taba era como mandado hacer, y agarrando el naipe, yo li asiguro, señor juez, que ni usté mesmo es capaz de armar un pastel tan bien como lo hacia el finao! ...

—¿Y usted cree que yo hago pasteles? —interrogó sonriendo el magistrado.

—Es un por decir...

—Bueno, siga explicando cómo lo asesinó a Baldomero Velázquez.

Candelario se puso de pie, y haciendo grandes aspavientos negó:

—¡Asesinarlo yo!... ¡Ave María Purísima!...

Yo nunca juí asesino, don juez... se lo juro por la memoria ’e mi padre, que Dios conserve en su gloria.

—¿En la gloria, su padre?

—¡Dejuramente!... ¡Si era un santo!

—¿Y por santo lo fusilaron?

—¡Una equivocación, don juez! ¡Una equivocación machaza... Es verdá que el finao tata mató una noche, mientras dormían, al patrón, a la patrona y a un muchachito mamón...

—¿Y lo hizo por santo?

—¡No, don juez!... Lo qui’ai es que el dijunto tata era sonámbulo, sabe, y aquella noche se levantó soñando que una banda ’e bandidos había asaltao la casa y corrió en defensa de los patrones.

—¡Y los mató!

—¡Equivocao, dejuro, por culpa el sonambulismo... ¡Pobrecito tata!...


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Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Injusticia de un Justo

Javier de Viana


Cuento


Durante tres días, Servando Jupes había viajado serena, tranquilamente, a trote metódico que le rendía quince leguas por jornada, sin cansancio para él ni para su rosillo.

Por el contrario, nunca como en el transcurso de esos tres días sintióse, física y moralmente, mejor: desaparecidos sus crueles dolores en la espalda y muy raros los desgarradores accesos de tos, y ausente la fiebre, hasta entonces inevitable y atroz compañero de lecho.

Su alma disfrutaba de igual bienestar. No pensaba. Cuando de improvisto resolvió aquel viaje de regreso al pago, a los veintiún años justos, ni un día más ni un día menos de la partida, no hubo en su cerebro la trama de ningún razonamiento que explicara su decisión; preparó las maletas, ensilló el caballo y partió, de la misma manera inconsciente con que se sacan los avíos, se arma, se enciende y se fuma un cigarrillo.

Una razón y una causa, y un objeto hay siempre, es claro; pero no teniendo conciencia de ellos, no hay esperanza, y no habiendo esperanza no hay duda y no habiendo duda no hay pena.

Él emprendió el viaje sin saber por qué ni para qué; y en lo largo de las cuarenta y cinco leguas andadas no lo fastidió el mangangá de ningún recuerdo, ni de ninguna aspiración de futuro. El mayor encanto de los viajes está en eso, en que mientras el cuerpo se traslada, cambiando de regiones, el alma permanece inmóvil, adormecida en el tibio nido de un paréntesis.

Pero si se pudiera vivir siempre esa vida estátitica, la vida seria linda; y nadie ha pensado seguramente en que la vida sea linda. «Parirás con dolor tu hijo...» y el libro no dice, porque era innecesario decirlo: «Y trasmitirás con tu sangre a tus hijos el dolor de tu parto; y malaventurados quienes no tengan fortaleza para soportar el dolor».


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3 págs. / 5 minutos / 43 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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