Textos más cortos de Javier de Viana etiquetados como Cuento | pág. 23

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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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La Bondad del Coronel

Javier de Viana


Cuento


Después de una marcha ininterrumpida de catorce horas, la división había hecho alto, al caer la noche, en la margen izquierda del Espinillo, un arroyuelo que defendía sus aguas fangosas estancadas con un espeso velo de caraguatas y sandíes.

La división se componía de unos ochocientos caballos y de cerca de doscientos hombres. Estos últimos se descomponían así: un coronel, cien comandantes, treinta capitanes, cincuenta tenientes. Lo demás era tropa, porque no habían mayores, ni subtenientes, ni sargentos, ni cabos.

Los jefes y la oficialidad eran buenos; pero la tropa dejaba mucho que desear. Estaba constituida, en su mayoría, por los peones del coronel y los jefes del estado mayor, por el contingente recogido a la cruzada del pueblo: un telegrafista, cinco maestros de escuela, dos periodistas, un literato, un médico, tres abogados y varios otros bultos igualmente inútiles.

En un día de pelea no serviría para nada porque por su ignorancia, siempre iba mal montado, no sabía cortar un alambrado ni rumbear con tino. Defectos graves, porque según lo había manifestado el coronel:

—«La consina era juir».

Y para huir, la división Japú tenía adquirido justísimo renombre.

El jefe, el coronel Valenciano, solía decir:

—A mí podrán redomarme, pero pa que me voltee un hombre, carece que las tercerolas del enemigo escupan muy lejos.

Y luego agregaba:

—El primer deber de un jefe es cuidar la vida a su gente y no hacerla matar al ñudo. Hay que peliar, yo no digo, pero buscando ventaja. El corajudo a quien lo dejan seco de un tiro ¿qué es?... Una osamenta lo mesmo que el maula al que lo balean porque no supo disparar a tiempo.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 20 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Los Débiles

Javier de Viana


Cuento


Las negras agujas del viejo reloj marcaban las nueve de la noche y la campana las contaba con voz lenta y pausada.

Marcelina, que agobiada por las doce horas de incesante trajín se había quedado dormida sobre el banquillo junto al hogar, despertó sobresaltada.

Y en ese mismo momento abrióse la puerta de calle y penetró Servando, con el sombrero echado a la nuca, el busto erguido y taconeando recio. Esa actitud, unida a la brillantez de los ojos y el arrebolado del rostro bastó a Marcelina para convencerse de que su esposo había castigado fuerte en el café.

Bien que apenada, como siempre en casos análogos, por desgracia frecuentes, halló consuelo notando que en vez del habitual gesto adusto y atormentado, la fisonomía de Servando expresaba contento y jovialidad.

—¡Qué tarde!—dijo sin reproche,—la sopa estará fría y el asado seco.

—¡No importa, viejita! respondió él, abrazándola y besándola efusivamente. Me demoré en el bar por complacer a los muchachos, más bien dicho, por satisfacer a Paulino Salvatierra... ¿sabés?... el hijo del ricacho mendocino don Tiburcio Salvatierra... Hacía tiempo que no nos veíamos y...

—Espera un momento, que voy a servir la sopa.

A su regreso, Servando, sin hacer caso de la comida, prosiguió:

—Empezamos a charlar, recordando aventuras de muchachos, y entre cocktail y cocktail, entramos en el terreno de las confidencias. El me contó que había recibido la parte de la madre,—¡un Tupungato de moneda!... y que se iba a pasar cuatro o cinco años en Europa.—«El viejo,—me dijo,—quería que abriese estudio, pero a mí me repugna el papel sellado, y además, hermano, este Buenos Aires se está poniendo más aburridor que La Plata...» Y eso es verdad, ¿sabés?... Hoy no hay en todo Buenos Aires un sitio donde divertirse...

—Tomá la sopa que se enfría,—insinuó Marcelina.

El empujó el plato diciendo:


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3 págs. / 6 minutos / 37 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Como un Tiento á Otro Tiento

Javier de Viana


Cuento


A Carlos M. Pacheco.


Ladislao Melgarejo, fué uno de esos hombres-cosas, cuya existencia transcurre á merced del mundo exterior: un tronco que la corriente del arroyo arrastra y deposita en cualquier parte, una hoja seca que el viento levanta y transporta á su capricho.

No se crea por eso que Ladislao fuese un insensible, deprovisto de anhelos, obedeciendo indiferente á fuerzas extrañas, á la manera del perro que sigue al amo á donde va el amo, porque para él, tanto da ir á un lado ó á otro. Al contrario, pecaba más bien de impresionable y si de continuo sacrificaba sus preferencias, era por causa de una anemia volutiva innata.

De carácter pacífico al extremo, le obligaron á ser soldado y como tal, hizo toda la campaña del Paraguay donde cumplió con su deber, exponiendo diariamente la vida, sin un desfallecimiento, sin una rebelión y también sin una jactancia. Su comportamiento heroico no le enorgullecía; no le encontraba mérito porque no era obra suya, ni le interesaba: iba porque lo obligaban á ir y cumplía á conciencia su trabajo, obedeciendo al jefe, su Patrón en aquel momento, como había obedecido á sus patrones anteriores, como obedecería á sus patrones futuros, acatando las órdenes con la sumisión impuesta por su alma de peón. Cuando pasaba de sol á sombra hachando ñandubays, en las selvas de Montiel y cuando hacía fuego en los esteros paraguayos, el caso era el mismo. Así como volteaba árboles, sin preocuparse de lo que con ellos haría el patrón, así volteaba hombres después con igual indiferencia: siempre trabajaba por cuenta ajena.

Cuando terminó la guerra y lo licenciaron, sin ofrecerle recompensa alguna, encontró aquello muy natural, tan natural como marcharse de una estancia después de concluida la esquila ó abandonar el bosque una vez cortados los postes convenidos.


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3 págs. / 6 minutos / 27 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Aura

Javier de Viana


Cuento


Al amigo e ingeniero José Serrate.


En medio del bosquecillo de paraísos, que crecía en el ángulo formado por el cerco de la chacra y al que daba entrada al potrerito del lavadero, Serapio, después de haber abierto cuatro hoyos á punta de pala, ensayaba plantar el primer horcón

No se daba prisa; nunca tenía prisa Serapio. Tranquilamente colocó el palo en el hoyo, y comenzó á mirarlo, á moverlo, «buscándole la vuelta». Cuando estuvo conforme, lo sujetó con ambas manos y empezó á voltear con el pie la tierra extraída.

—Así va güeno—dijo.

Largó el coronilla, ya firme, y cogiendo la pala, echó sobre el agujero la tierra que restaba. Apisonó. Ratificó la posición del horcón.

—Ta güeno—tornó á decir.

Sacó los avíos, armó un cigarrillo, encendió y tomó otro horcón para plantarlo en el hoyó vecino.

En ese instante apareció Eufrasia, que venía del lavadero con un gran atado de ropas sobre la cabeza. Lo dejó caer, se arregló las mechas, se puso en jarras, y, observando la construcción de Serapio, que no existía á medio día, cuando salió para el arroyo—dijo:

—¡Hué!..¿Estás poblando?

—Así parece, che—respondió el mozo sin mirarla preocupado con su labor.

—Casa chica, parece.

—Es pa los chanchos.

Y ella, riendo:

—Vas á estar bien ahí adentro.

—Sí; en tu compaña.

La china hizo un gesto despreciativo, recogió el atado de ropas, y exclamó con desprecio:

—¡Andá que te lamban!...

Y á pasos menudos y rápidos se encaminó á las casas, zarandeándose y sin dignarse mirar atrás.

El mozo continuó su tarea y sóio cuando ya ella estaba lejos, entrando al guardapatio, levantó la cabeza y se puso á contemplarla.

—Tuavía, no—exclamó, volviendo tranquilamente á su trabajo.


* * *


Cuatro meses después daba principio la esquila


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3 págs. / 6 minutos / 42 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Estancia de Don Tiburcio

Javier de Viana


Cuento


El auto avanzaba velozmente por la hermosa carretera bordeada de altos y ramosos eucaliptus, que en partes formaban finas cejas del camino y en partes se espesaban en tupidos bosques.

De trecho en trecho abríanse como puertas en la arboleda, permitiendo observar hacia la izquierda, los grandes rectángulos verdes cubiertos de alfalfa, de cebada y de hortalizas; los hornos ladrilleros, los plantíos de frutales, las alegres casitas blancas, de techo de hierro y amparadas por acacias y paraísos. En otros sitios los arados mecánicos roturaban, desmenuzándola, la tierra negra y gorda. Todo, hasta los prolijos cercos de alambre tejido que limitan los pequeños predios, pregona el avance del trabajo civilizado.

A la derecha vense bosquecillos de jóvenes pinares, regeneradores del suelo, encargados de detener el avance de las estériles arenas del mar... Más hacia el sur, los médanos, ya casi vencidos, adustos, muestran sus lomos bayos sobre los cuales reverbera el intenso sol otoñal; y más allá todavía, brilla, como un espejo etrusco, la inmensa lámina azul de acero del río-mar...

El auto vuela, entre nubes de polvo, por la nueva carretera, y aquí se ve un chalet moderno, rodeado de jardines, y luego un tambo modelo, y después una huerta y más lejos una fábrica, cuya negra humaza desaparece en la diafanidad de la atmósfera apenas salida de la garganta de las chimeneas; y en seguida otras tierras labrantías y más eucaliptos y más pinos, y de lejos en lejos, como único testimonio del pasado semibárbaro, uno que otro añoso ombú, milagrosamente respetado por un resto de piedad nativa.

El amigo que nos conduce a su auto,—un santanderino acriollado,—me dice,—descuidando el volante para dibujar en el aire un gran gesto entusiasta:

—¡Esto es progreso! ¡Esto es grandeza!... ¡Esto es hermosura!

Mi compañero, Lucho, contrae los labios en mueca desdeñosa y responde:


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3 págs. / 6 minutos / 56 visitas.

Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Hija del Chacarero

Javier de Viana


Cuento


Rojeaban apenas las barras del día cuando don Cipriano terminó de uncir los bueyes de la última yunta.

Después sorbió con calma el amargo que le «acarreaba» Palmira y al devolverle la calabaza, díjole con voz saturada de cariño:

—Gracias m'hijita.

—¿Ya va marchar, tata?—interrogó la joven.

—Sí; el tirón es largo, el camino está pesao y los güeyes flaquerones. Hasta la güelta m'hijita... y no olvide mis recomendaciones.

La besó, montó a caballo, tocó con la picada los pertigueros, y la pesada carreta echó a rodar lentamente por la tierra plana, reblandecida con las recientes lluvias.

Palmira, recostada a un poste del palenque, la estuvo observando hasta que se perdió de vista, Ocultándose detrás de un copioso monte de álamos.

El rostro de la paisanita, expresaba honda pena, bajo la garra de una situación anímica que se reproducía, siempre igual, cada vez que el padre emprendía un viaje.

Ella adoraba al buen viejo, que era, puede decirse, toda su familia, pues su tía Martina, paralítica, casi ciega, semi idiota, podía considerarse como un muerto insepulto.

Ella adoraba al buen viejo y remordíale horriblemente la conciencia, valerse de su ilimitada confianza para engañarlo.

Empero, si grande era su cariño al autor de sus días, no le iba en zaga el que profesaba a Marcos Obregón, el gauchito ladino y zalamero, que supo cautivarla con las redes de sus galanos mentires. La primera vez que habló a su padre de aquel amor, el viejo respondióle categóricamente:

—¡Cualesquiera menos ese! Lo conozco como a mis güeyes. Es un vago, jugador, vicioso y pendenciero que te habría de hacer muy desgraciada!

—¡Yo lo quiero, tata!—gimió Palmira; pero don Cipriano respondió inflexible:


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Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Lucha a Muerte

Javier de Viana


Cuento


Don Adriano Aguilar supo tener una estancia sobre el Arroyo del Medio, en las inmediaciones de San Nicolás.

Era una estancia chiquita, enhorquedada entre dos colosales heredades, cada una de las cuales sumaba leguas y contenían hacienda como pasto. Una de ellas, la de don Cayetano Saldías, llámase «Los Cinco Ombúes»; la otra, «Los Tres Ombúes». Don Adriano, que sólo poseía un ejemplar del árbol símbolo, bautizó modestamente su propiedad: «El Ombú».

Era uno solo; pero ninguno de los otros ocho lo aventajaba en corpulencia y arrogancia.

El viejo paisano experimentaba intenso cariño y grande orgullo por el coloso guardián de su rancho. En la dilatada llanura, donde las escasas poblaciones estaban tan distantes las unas de las otras que «no se veían las caras», el «ombú de don Adriano» era obligada señal de referencia para el viajero desconocedor del pago que indagaba la ubicación de una propiedad.

—«Siga derecho pu'este camino, y como a cosa 'e dos leguas va ver el ombú de don Adriano; déjelo a la izquierda, agarre una senda que gambetea entre un cardal y que lo va llevar hasta la mesma glorieta de la pulpería de don Pepino...»

—«¿L'azotea 'e los Laras?... Corte p'abajo, costee el esteral que llaman de los aperiases, y enderece pa la zurda, dejando a la derecha el ombú de don Adriano...»

—«¿Pancho Silva?... Pasando el ombú de don Adriano, ya va ver los ranchos, pegados al arroyo».

Y así sin término.


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Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Como en el Tiempo de Antes

Javier de Viana


Cuento


Al gran amigo Fulgencio Pinaseo.


El techo celeste estaba como la bóveda de un horno calentado con leña de coronilla.

En el ardor de fragua de aquella siesta excepcional, hasta el aire tenía pereza de moverse.

En medio del firmamento, el sol era como una inmensa mano de hierro enrojecido, pesando sobre todo lo terrestre.

Era colosal el silencio, porque los fuelles pulmonares, alimentados por lenta corriente sanguínea, no podían efectuar su tarea de oxigenación sino mediante el casi absoluto reposo de todos los órganos.

La naturaleza entera dormía sin un susurro, la naturaleza toda respiraba apenas, sin movimiento visible, sin ruido perceptible.

En la estancia de los Eucaliptos, los peones, tirados sobre cojinillos, medio desnudos, soportaban el flechazo de los tábanos por no mover una mano; y en sus bocas abiertas, para facilitar la entrada y salida del aire sin ningún esfuerzo, solían meterse, curioseando, las moscas.

El calor, derritiendo la grasa de los maneadores, había aflojado el «ñudo», y el cuarto de oveja cayó desde la cumbrera hasta tocar el suelo del galpón... «Malaquías»—el perro viejo y artero, más ladrón que una urraca;—«Malaquías», que estaba sin comer desde la víspera, olfateó la carne, levantó la cabeza, y volvió á bajarla, sin ánimo para levantarse, arrancar un trozo y mascarla.

El gato barcino soñaba sobre una bolsa de cerda, cuando una rata le pasó atrevidamente por delante. Abrió un ojo; la raya de la pupila se dilató en círculo; pusiéronsele erécticas las orejas y las uñas... y volvió á entornar los ojos, á envainar las agujas unginales, y á hacerse un ovillo, entregándose al sueño..


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3 págs. / 6 minutos / 30 visitas.

Publicado el 25 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Peona

Javier de Viana


Cuento


Era un 25 de Mayo, la cosecha había sido buena, las autoridades no habían cometido muchas barbaridades y el resplandor de la gloria patria coincidía con el de un sol glorioso.

La calle principal estaba radiosa, festonada con arcos de madera y alambre, pintados de blanco y azul y adornados con gallardetes y guirnaldas tejidas con ramas de sauce y hojas de palma.

La municipalidad, deseosa de desmentir con hechos la afirmación calumniosa del periódico oposicionista de que no hacía nada en pro de la comuna, organizó, mediante una suscripción popular, los festejos, que consistirían en corrida de sortijas, fuegos artificiales y baile en el salón de la intendencia con entrada libre para todos los mozos que contribuyeran con diez pesos para el ambigú, fueran o no situacionistas.

Sobre la acera frente a la municipalidad se había construido una gradería, desde donde las más distinguidas familias del pueblo, contemplarían las carreras de sortijas en la tarde y la quema de los fuegos en la noche.

Entre esas familias privilegiadas, hallábase, en primera fila, la de don Cayetano Gambibella, excolono y en la actualidad dueño de treinta mil hectáreas de campo, dos almacenes y otros ítems.

Don Cayetano estaba, ese día, con su esposa, con sus seis hijas y con la sirvienta Balbina, quien tuvo la ligada porque el niño Genaro, el Benjamín, no quería ir a ninguna parte sin Balbina.

Balbina era una china vejancona, que debía estar ensillando los cuarenta.

El cuerpo era recio todavía; ñandubayescas las piernas y los muslos y los brazos; pero ya floja de senos, ajado el rostro, descoloridos los labios, que debieron ser brasas, y amortiguado el brillo cálido de sus enormes ojos negros, guardados por la espesa cerca de las cejas y por la doble hilera de largas y renegridas pestañas.


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3 págs. / 6 minutos / 24 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Collera Rota

Javier de Viana


Cuento


En dos horas de recorrida por el campo, Corvalán no había hecho otra cosa que dejar trancurrir el tiempo vagando sin objeto, como un sonámbulo.

Al pasar por la linde del bañado, su rosillo dio una espantada violenta. Corvalán advirtió que la causa era una oveja muerta, semioculta entre las pajas, sin recordar, sin embargo, su deber de apearse y sacarle el cuero.

—Si vas mañana pu'el pastizal grande, fíjate si ha parido la bragada mocha, y la tráis pa descalostrarla, porque la patrona se queja de que las tamberas tienen los terneros muy grandes y cuasi no dan leche,—habíale dicho el patrón la víspera.

Y él pasó junto a la bragada mocha, sin advertir si estaba o no parida, sin recordar la recomendación del patrón.

Sus ojos no veín nada en medio de la radiosa luz del mediodía estival. Todo su esfuerzo concretábase a escudriñar las densas tinieblas que llenaban su alma.

Un portillo, abierto en el alambrado medianero, no le llamó la atención; ni tampoco la manada de yeguas ajenas que habían penetrado por allí y devoraban las pasturas reservadas para el próximo inverne de novillos.

Al regreso, a poca distancia de las casas, un tero se agitó colérico entre las manos de su caballo. Se detuvo, miró al suelo y desmontó para recoger en el pañuelo la nidada que el lindo pájaro defendía valientemente.

Fué un acto inconsciente. Él sabía que para su mujer ninguna golosina era más apacible que los huevos de tero; y bien que en ese instante estuviera muy lejos de su espíritu el deseo de serle agradable, se impuso la molestia, por fuerza del hábito, sin darse cuenta de lo que hacía.

De nuevo a caballo, embarazado con el paquete y recordando recientes agravios, tuvo tentaciones de arrojarlo al suelo.

—¡Ni güevos de chimango merece!—exclamó con violencia.

Se detuvo, sin embargo.


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3 págs. / 6 minutos / 23 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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