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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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Realidades Amargas

Javier de Viana


Cuento


El viejo Nicéforo no profesaba simpatía ninguna por la escuela. ¡Oh, ninguna!

Su espíritu rutinario, arraigado al suelo con tentáculos de ombú, negábase a aceptar la utilidad de aquello que nunca necesitaron los antiguos para vivir bien y honestamente.

Las personas «sabidas» que él conoció, fueron los procuradores, los jueces y los pulperos, y de todos ellos tuvo siempre el concepto de que eran «árboles espinosos a quien nadie podía acercarse sin salir pinchao».

Pero, aparte de eso, la experiencia en carne propia justificaba su rencor. En efecto, de sus tres hijas, la menor, Sofía, se crió en el pueblo con la patrona del campo, misia Sofía, su madrina.

Cuando, cumplidos doce años, regresó al rancho paterno, estaba convertida en una «señorita».

Orgullosa de su superioridad, trataba desdeñosamente a sus hermanas; estomagábanle las rudas ocupaciones a que ellas se consagraban con valentía y llenaba sus ocios mofándose de sus ignorancias, de su hablar «campuso», de sus desgarbos, de sus timideces.

Resistióse formalmente a ordeñar, lavar y cocinar, alegando su desconocimiento de tales quehaceres viles que echan a perder las manos. Y ella cuidaba con extrema coquetería sus pequeñas y regordetas manos de criolla.

Su único comedimiento era para hacer dulces y golosinas, las cuales, a fuerza de complicadas, repugnaban las más veces a las hermanas y, con mayor razón al hermano Pedro y a don Nicéforo.

—¡Salí con esas misturanzas que parecen remedios de botica! —rechazaba el último.— A mí dame mazamorra con leche, arroz con leche, zapallo con leche, pero no me vengas con esas pueblerías de engrudos perfumados!

—¡Claro, a lo gaucho no más!

—¿Y qué?... ¿Somos manates nosotros?

—Vos no, pero yo sí.


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Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Prosiando

Javier de Viana


Cuento


A Bernardo Maupeu.


Como cueva de peludo era el potrero. Serpeante senda, tan angosta que las zarzas castigaban ambos flancos del caballo, y tan bajamente techada por el entrecruzamiento de las ramazones que debía el jinete mantenerse todo el tiempo echado sobre las crines; larguísima y obscura senda, en parte cortada por canalizos, en sitios obstruida por troncos atravesados, conducía al playo liso, limpio y verde, donde los matreros reposaban en absoluta seguridad.

Afuera, en el campo libre debía estar sobrando luz todavía, porque aún no habían vuelto las palomas de su excursión a los rastrojos, ni cantado la calandria la oración de silencio; pero allí, en el potril diminuto, enmurallado por árboles de veinte metros de altura y con más ramas que hijos tiene un matrimonio pobre, amulatábase el cielo y podía darse por ido el día.

Al pie de un vivaró que se alzaba a manera de torrejón sobre la chusma montaraz, el viejo don Tiburcio y el imberbe Saturno cimarroneaban y proseaban a la espera de los compañeros que salieron al mediodía en busca de carne.

Las circunstancias, el sitio, la hora, todo era propicio a la meditación, a pasar revista al pretérito, desgajando, descascarando, poniendo al descubierto el "cerno" del palo, lo que resiste, lo que perdura, lo que deslinda y orienta.

Decía el viejo:

—Asina es j'el destino 'e los hombre... Pero yo siempre he creído qu'el destino no es un bicho ciego que sacude palo p'acá y p'allá, sin carcular ni eligir, voltiando lo mesmo al inocente y al indino... No; qué querés: no creo. El destino no marca asina no más, al puro ñudo, sino que cuando tira una lechiguana pa un lao y desparrama la yel pal otro, razón no le ha de faltar p'hacerlo.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por Ver a la Novia

Javier de Viana


Cuento


Rojeaba el naciente y se presentaba, una de esas serenas, encantadoras mañanas de otoño. El mozo recogió de la soga al overo, que estaba “alivianándose” desde tres días atrás, lo rasqueteó y cepilló prolijamente, le emparejó el tuzo, le arregló los vasos, limpiando con maestría el “candado”, y empezó a ensillar con las prendas de lujo. Entre los dos “cojinillos” de piel de alpaca, colocó el chiripá y la camiseta de merino negro, primorosamente bordados. Y apuntaba el sol, cuando montó a caballo y emprendió trote, internándose en la desolada soledad de la llanura pampeana. No existían caminos, no se columbraba un árbol ni una vivienda humana. Al acercarse el mediodía desmontó al reparo de un ombú caritativo. Desensilló, fué a darle agua al flete, en un manantial vecino, le bañó el lomo y lo ató a soga, utilizando la daga como estaca. “Churrasqueó” la lengua fiambre que llevaba, tendió el poncho bajo las frondas del ombú, y se dispuso a dormir una hora de siesta... Y a la hora justa tornó a ensillar, montó y prosiguió el viaje. Ni reloj ni brújula necesitaba: la altura del sol dábale la medida del tiempo, y bastaba su tino para orientarlo en el verde mar de la llanura... Al obscurecer, llegaba a la estancia, donde había casorio y baile y donde habría de encontrarse con su prometida. Desensilló, largó el overo, que se revolcó, dando sin dificultad “la vuelta entera”; merendó y toda una noche de “gatos”, “cuecas” y “pericones”, no lograron fatigar sus piernas de centauro...

“Parece que ha troteado fuerte” —observa uno; y él responde:

“No; treinta leguas no más; a gatitas ha sudao el overo...”


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Por un Papelito

Javier de Viana


Cuento


Que aquello pasaba así, hacía tanto tiempo, tanto tiempo, que nadie era capaz de fijar fecha.

Desde tiempo inmemorial, fuese verano, fuese invierno, así rabiase el cielo, echando rayos, vientos y truenos, así viejo sátiro, envolviese en tules de oro, de ópalo y de cobalto, en suave caricia en beso afelpado a la Sierra, la amante fuerte y fecunda; siempre había sido lo mismo en la Estancia de «Los Árboles» donde, cumple al veraz cronista decirlo, jamás hubo árbol alguno.

Mucho antes de aclarar, levantábase el capataz, iba al galpón, hacia fuego, llenaba de agua la pava, y en tanto entraba en ebullición, ensartaba el asado, un gran asado siempre.

Luego iban cayendo los peones y el patrón, cual si hubiese recibido previo aviso, presentábase cuando ya estaba a punto el medio capón, cuya mayor parte iba a parar a su vientre poderoso.

Hombre feliz, don Gaspar. Reía siempre y no se enojaba ni cuando estaba enojado.

Muy grande, alto, ancho, obeso, rubicundo, el exceso de salud lo hacía excesivamente bueno y jovial.

Y con todo eso de una regularidad absoluta en el cumplimiento de sus deberes de patrón.

El capataz y los peones lo sabían perfectamente y sabiéndolo, causóles honda extrañeza aquel día en que don Gaspar apareció en el galpón cuando el sol había alumbrado plenamente el cielo.

Y más cxtrañeza aún advirtiendo que sólo comió un par de costillas y dijo «gracias» al segundo amargo.

Contra su costumbre inveterada no dió orden ninguna, montó a caballo y salió, —también contra su costumbre,— sin solicitar acompañamiento de ningún peón.

—Me parece que al patrón le ha picao alguna mosca mala —observó uno de ellos.

Severa y sentenciosamente, el capataz dijo:

—El patrón tiene derecho a hacerse picar aunque sea p'un tábano!

Nadie replicó.


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Por un Olvido

Javier de Viana


Cuento


A Enrique Queirolo.


Invierno aborrecido aquel!... Era un llover que parecía que el cielo se hubiese agujereado por todas partes; y los vientos medio como locos, remolineaban, corriendo de aquí para allá, chiflaban con rabia y tan pronto se agachaban, arrastrándose por el suelo, barriendo el campo, y cacheteando bárbaramente a los árboles, como subían al cielo, llevándose por delante a los pájaros que se inclinaban, como buque que se va a pique.

—Y el frío!... ¡Virgen santísima!... El frío andaba suelto, mordiendo carnes con ferocidad de perro cimarrón.

A todo esto el sol, el único que podía sujetar un poco a aquellos tres bandidos,—la lluvia, el viento y el frío,—asomaba un poco la cabeza, miraba con un ojo solo, y se mandaba mudar en seguida, sin lástima, no digo por los hombres, pero al menos por los árboles y por los pobres corderitos recién nacidos.

¡Qué invierno canalla!

Recuerdo una vez, estaba anocheciendo y Paulino Suárez había desuñido junto al paso real de las Mulas. El arroyo estaba hondo, y si caía un chaparrón, el paso atrancado y un par de días de demora, pagando pastoreo en campo más pelado que badana.

Paulino Suárez, es claro, estaba con un humor de perro viejo acosado por la sabandija.

—¡Echa más leña, gurí!—de rezongó al muchacho que, arrollado junto al fogón, temblaba de frío lo mismo que cachila al pie de una masiega.—Y todavía no se había enderezado el chico, cuando ya el padre gritaba:

—¡Pero sopla el juego, haragán! ¿No ves que m'está augando el humo'?...

En eso se oyó a lo lejos el prolongado y triste rechinar de una carreta. El viejo prestó el oído y dijo:

—Son las carretas del pardo Serapio. ¡Siempre cachaciento el pardo!...


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por Tierra de Arachanes

Javier de Viana


Cuento


En el crepúsculo


Un amplio ademán, un silbido en el aire, un golpe en el agua y heme aquí pescando...

¡Pescar!... No existe en la vida aburrimiento más entretenido. Alguien definió al pescador: «un aparato que empieza en un anzuelo y concluye en un zonzo». Y aunque así fuese ¿quién más feliz que los zonzos?... Creer —como los tres infusorios de Baritina,— que el mundo es la gota de agua donde moran; que más allá no hay espacio; que ellos son los reyes de la creación, señores de todo y a todo superiores; mirarse a sí mismo con la admiración de un bolonio de tierra adentro contemplando el mar; no sentir en el alma la formicación de anhelos que piden alas y espacio; no tener un organismo dolorosamente sensible a las impresiones sutiles, y, sobre todo, no llevar bajo la bóveda craneana una abominable máquina de ideas... ¿qué suerte mejor?...


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Publicado el 14 de diciembre de 2022 por Edu Robsy.

Por Robar Sandías

Javier de Viana


Cuento


En el cielo, casi uniformemente encenizado, la luna plena, casi sin cambiar de sitio, parecía en vertiginosa carrera, mostrando ahora la triunfal perfección de su disco de argento, y empalideciendo en seguida y hasta borrando su silueta, según las gradaciones del gris de las nubes.

El día fué sofocante; pero en las primeras horas de la noche, una brisa del sur empujando la tormenta había producido una temperatura agradable.

La peonada de la estancia, terminada la cena, formó círculo para cimarronear afuera frente a la gran puerta del galpón.

Y según hábito inveterado, el viejo don Armodio «tallaba», narrando sucesos en parte verídicos, en parte embusteros—más embuste que verdad—producto de lo que había visto y oído en cerca de ochenta años de existencia y de lo que sea capaz de crear su fantasía vigorosa aún.

—Pa curioso, el caso'e Bruno Menchaca.

—¿Y cómo jué lo de Bruno Menchaca?...

—¿Lo de Bruno Menchaca?... Ah, m'hijitos, jué un caso clavao pa probar qu'el amor es un cañuto con un aujero solo y que una vez que uno se ha metido adentro no puede salir porque no puede darse güelta...

—Sucedió d'esta laya.. Ustedes deben recordar, por las mentas, a don Sinforoso Segura, estanciero ricacho del rincón de Echerique. ¿Recuerdan?... Güeno; era muy rico y más duro que un ñandubay y más espinoso que un tala. Era arisco como tararira y roncador como bagre pintado. En dos por tres lo achataba a uno de un tiro o le bajaba las tripas de una puñalada, un poco valido de qu'era de buen coraje y mucho de que contaba con moneda p'hacerle perder el rumbo a la polecía y el olfato a la justicia...

Juan Cienfuentes interrumpió:

—Con tantos cojinillos v'a recargarse el caballo.

—Y se va dentrar el sol sin correr la carrera—completó Laguna.


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Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por No Doblarse

Javier de Viana


Cuento


A mi amigo, el ilustre gobernador de Corrientes, Dr. Juan Ramón Vidal.


En lo más obscuro de lo más hondo del monte; en algo como una ampolla que formaba la selva,—una ampolla reventada al término de la senda de pumas que iba en caprichoso caracoleo, desde la vera pantanosa hasta la barranca que contiene el furor de la laguna;—en el medio de una glorieta cerrada y toldada por lapachos más viejos que Nembucú,—el bisabuelo de mi bisabuelo,—humeaban los tizones de un fogón recién apagado.

La mucha sombra que envolvía el diminuto potril, parecía aumentar el silencio de aquel sitio agreste y espinoso en que hasta las aves consideraban con respeto la majestad protectora de sus troncos envejecidos y endurecidos en lucha inmemorial con los pamperos que soplaban de arriba y las aguas que castigaban de abajo en las crecidas insolentes de otoño.

De un lado del fogón estaba Cantalicio, mordiendo la bombilla de lata del amargo, encontrado singularmente amargo aquella tarde.

En frente estaba Eloíso, con su cara apacible y serena, semejante al tronco seco de un ceibo viejo cuya copa continúa verdeando de hojas y rojeando de flores.

De pronto, Cantalicio, dijo:

—Hermano, ya m'encomienza á jeder la vida?...

Y Eloíso, apretando el cigarrillo entre sus labios color de camalote arrancado, contestó:

—Hum!...

—Estoy cansao;—continuó el del mate, tirando el mate sobre la yerba,—¿Pa qué hacerle botón á un lazo que no tiene presilla?... ¿No te parece?...

—¡Hum!

—Hasta aura, dispués del primer rajón dao en el poncho 'e la vida, fi cosiendo; pero aura se mi hace que y’ estoy como carona 'e negro: más tientos que cuero!... ¿No hayás?

—¡Hum!....

—¡Qué vida!... Condenado á peliar jaguaretés y vivir como vizcacha por haber muerto una perdiz... ¿No es triste?...


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3 págs. / 5 minutos / 33 visitas.

Publicado el 25 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por Matar la Cachila

Javier de Viana


Cuento


Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por la Petiza Lobuna

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Pedro Manini y Ríos.


Era un grande, un hermoso dominio—cerca de cien leguas de campo,—pero, muerto don David, liquidaba la testamentaría, pagadas las costas, el tasador, el agrimensor, el procurador, el abogado, á cada uno de los catorce hijos del brasileño ricacho, sólo le quedó un guiñapo de tierra; cinco ó seis leguas por cabeza, unas chacras como quien dice.

Se hubiesen considerado pobres con la herencia paterna; pero cada uno de ellos—machos y hembras—tenía su fortuna propia, constituida á base de matrimonios inteligentes. Los Souza, los Ribeiro y los Andrade, formaban una gran familia de estancieros millonarios. Casábanse siempre entre ellos desde tiempo inmemorial, y si la raza iba degenerando por el pernicioso efecto de la consanguinidad, en cambio acrecentábanse cada vez más las fortunas. Todos ellos eran extravagantes, desequilibrados, medio locos; pero todos conservaban incólume la virtud ancestral: la tacañería.

El viejo David, un filósofo analfabeto, como deben ser los verdaderos filósofos, un viejecito enclenque, giboso, exageradamente barbudo, solía decir:

—Os Souza, os Ribeiro y os Andrade, têm mais cornos que todos os fazendeiros da naçâo.

Y, según las estadísticas oficiales y la murmuración comarcana, no mentía.

Su hijo mayor, Hildebrando, viudo de su prima Liberata, había desertado la grande estancia que le aportó su mujer, y se había ido á poblar en el campo heredado del padre. Construyó un rancho bajo y panzudo, á la orilla misma del arroyo,—no para hacer más cómodo el baño, sino para facilitar el acarreo del agua,—y allí se instaló en compañía de una contraparente pobre.


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2 págs. / 3 minutos / 23 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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