Tarde de otoño, cielo gris, ambiente tibio, fina,
intermitente garúa.
La peonada, sin trabajo, está reunida en el
galpón. Cuatro, rodeando un cajón que tiene
por carpeta una jerga, juegan al «solo», por fósforos.
El chico Terutero ceba y acarrea incansablemente
el amargo.
En otro grupo, el viejo Serafín, Santurio y
dos o tres peones más, iniciando cada uno relatos
que morían al nacer porque no interesaban
a nadie.
—Con este tiempo malo,—dijo el viejo—m'está
doliendo la «estilla» izquierda... Me la quebraron
de un balazo cuando la regolución del
finao López Jordán y...
Uno interrumpió:
—¡Ya lo sabemo!... ¡Puchero recocido, ese!...
Calló el viejo, cohibido, y Paulino intentó meter
baza:
—Ayer vide en la pulpería del gallego Rodríguez
un poncho atrigao, medio parecido al que
lleva el comesario, y m'estoy tentado de comprarlo
¿A que no saben con cuánto se apunta el
gallego?... Se deja cáir con...
—¿Y a los otros qué se los importa, si no los
vamo a tapar con él?—sofrenó Federico.
Algo alejado del grupo, Juan José tocaba un
estilo en la guitarra.
La mujer que a mí me quiera
Ha de ser con condición...
—La mujer que a vos te quiera,—interrumpió
Santurio,—ha de ser loca de remate.
—Ha de encontrarse cansada de andar con el
freno en la mano sin encontrar un mancarrón
qu'enfrenar...
—Vieja, flaca y desdentada...
—¡Y negra... noche l'espera!...
Juan José, impasible, continuó su canto:
A la china más bonita
del pago del Abrojal,
le puse ayer con mis labios
un amoroso bozal...
—Miente... nao... no vino tuavía...—dijo
maliciosamente el viejo Serafín.
Juan José, amoscado, apoyó la guitarra en el
muslo, y encarándose con los del grupo, interrogó:
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