Textos más largos de Javier de Viana etiquetados como Cuento | pág. 14

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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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Aves de Presa

Javier de Viana


Cuento


Julio Linarez era uno de esos hombres en los cuales el observador más experto no habría podido notar la rotunda contradicción existente entre su físico y su moral.

Frisaba los treinta; era de mediana estatura, bien formado, robusto; su rostro redondo, de un trigueño sonrosado, su boca de labios ni gruesos ni finos, su nariz regular, sus ojos grandes, negros, límpidos, si algo indicaban, era salud y bondad, alegría y franqueza.

Sin embargo, Julio Linarez tenía un alma que parecía hecha con el fango del estero, adobado con la mezcla de las ponzoñas de todos los reptiles que moran en la infecta obscuridad de los pajonales.

Su mirada era suave, su voz cálida, y armoniosa, su frase mesurada, sin atildamientos, sin humillaciones y sin soberbias.

Pero ya no engañaba a nadie en el pago, donde su artera perversidad era asaz conocida, bien que no se atreviesen a proclamarlo en público, por la doble razón de que se le temía y de que su habilidad supo ponerlo siempre a salvo de la pena. Sus fechorías dejaron rastro suficiente para el convencimiento, pero no para la prueba.

Era prudente, frío, calculador.

En la comarca, grandes y chicos, todos conocían la famosa escena con Ana María, la hija del rico hacendado Sandalio Pintos, en la noche de un gran baile dado en la estancia festejando el santo del patrón.

Ana María sentía por Julio aversión y miedo, lo cual no obstaba a que él la persiguiera con fría tenacidad. En la noche de la referencia, ni una sola vez la invitó a bailar, aparentando no preocuparse absolutamente de ella.

Sin embargo, ya cerca de la madrugada, en un momento en que Ana María, saliendo de la sala atravesaba el gran patio de la estancia, yendo hacia la cocina a dar órdenes para que sirvieran el chocolate, Julio le salió al paso y la detuvo.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 58 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En Nombre de Marta

Javier de Viana


Cuento


Caraciolo Villareal era un verdadero misterio que traía intrigado al pago.

¿A qué se debía aquella profunda taciturnidad, que nunca abandonaba a Caraciolo?...

Los que lo conocieron, diez años atrás, recordaban que era uno de los mozos más alegres del pago. Y como era muy rico, muy bueno, muy generoso, tenía tantos amigos como personas habitaban la comarca.

Sin embargo, de pronto, se aisló, dejó de concurrir a los bailes, a las yerras, a las carreras, a las pulperías, y aún dentro de su misma casa mostrábase inaccesible a las visitas.

De madrugada, daba sus órdenes al capataz, montaba a caballo y salía a vagar sin rumbo por el campo, no regresando, frecuentemente, hasta el obscurecer. Cenaba de prisa y se encerraba en su habitación.

Tras la muerte del padre, había quedado completamente solo en el inmenso caserón de la estancia.

Y cada vez su rostro era más sombrío, su voz más áspera, mayor su deseo de aislamiento.

¿Qué pasaba en el alma de aquel mozo? Riquísimo, dueño de inmensos dominios, Caraciolo era, a los treinta años, un hombre soberbio. Alto, fornido, con una hermosa estampa de criollo, de rostro varonil y bello, rodeado de prestigios personales por su valentía, su destreza campera y su bondad, ¿qué mal le atormentaba a sí?... ¿Enfermedad?... No; conservábase robusto, fuerte, lleno de energías.

¿Mal de amores?... Era la suposición general, pero nadie le conocía ninguna aventura amorosa.

Y era así, sin embargo.

Lindando con la Estancia de su padre estaba la Estancia del coronel Egidio Rojas, y ambas familias mantenían una amistad tradicional.

Caraciolo era hijo único; don Egidio sólo tenía una hija, Marta. La madre de Caraciolo y la madre de Marta, murieron con intervalo de pocos meses, cuando él tenía quince años y ella no había cumplido los diez. Criados juntos, un cariño infantil los unía.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 23 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Una Sola Flor

Javier de Viana


Cuento


Tras siete años de ausencia, Delio Malvar retornaba a su provincia.

Obtenido el diploma de médico, tuvo halagadoras ofertas para que se radicase y ejerciese en la capital: su puesto de interno en San Roque le aseguraba el pan; la decidida protección de sus maestros Meléndez y Güeno, —dos celebridades médicas,— le abría las puertas de un porvenir lisonjero.

Sin embargo el gusanillo de la nostalgia comenzó a roerle la entraña y no obraba sólo la nostalgia; había también el imperioso y bien humano deseo de presentarse triunfador en aquel pueblo donde creció en la pobreza, diariamente abofeteado por el desdén o por la compasión de los ricos ignaros.

Cuando el buque aferró, casi en mitad del río lo que Delio vió no fué la playa arenosa ni el alto murallón de defensa, ni los eucaliptos de la plazoleta Berón de Astrada, ni las barrancas gríseas, ni las peñas brunas, ni la península histórica; no advirtió ningún detalle: el «Turagüy» se le fué encima, entrándole de golpe, en un súbito reverdecimiento de todos los recuerdos juveniles guardados celosamente en un repliegue del alma durante la larga ausencia.

La primera semana pasada en el terruño fue de perpetua alegría para el joven médico.

¡Con cuánta satisfacción estrechábala mano de los amigos mareándolos a preguntas !... Todos y todo le interesaba; inquiría noticias hasta de las personas más insignificantes y de las cosas más vulgares, con una volubilidad y una vertiginosidad de chicueío.

—¿Y el negro Damían, el vendedor de chicharrones, vive todavía?...

—¿Se ha casado Ranchita Suárez?

—¿Siempre está igual el cementerio de La Cruz, con su iglesia sombría, sus muros en escombros, sus sepulcros abandonados y la negra, ruinosa tumba del héroe del Pago Largo, profanada por las gallinas y los perros?

Y continuaba así, interminablemente en una especie de prolijo inventario de sus recuerdos.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 23 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Horqueta en las Dos Orejas

Javier de Viana


Cuento


Para Andrés y Pablo.


El que construyó la Azotea del palo-a-pique debió ser un atormentado neurasténico: en las diez mil hectáreas, que entonces componían la heredad, no era posible hallar sitio menos apropiado para una población.

Alzábase la casa sobre un cerrillo pedregoso, casi rodeado, en curva estrecha, por un arroyo arbolado, que corría en el fondo; los vientos del sur, pasando sobre el bosque, azotaban furiosamente el cerro y la azotea que le servía de casquete; y los vientos del este, galopando en libertad por la cuchilla, iban a desparramar allí sus furias ladradoras.

El frente principal del edificio miraba al sur; el otro al oeste, como hecho expreso para que las humedades completasen la acción dañina de los vientos. Y por demás está decir que no había un sólo árbol. ¡Qué árbol iba a arraigar en aquel macizo granítico, donde fueron menester el barreno y la dinamita para abrir los cimientos!… De allí al paso real —único que existía en más de una legua de río— la distancia no era mayor de tres cuadras; pero de tal proclive y de tal modo erizado de guijarros y agrietado de zanjas, que para ir por leña al monte o por agua a la laguna, la carreta o la rastra debían ejecutar un rodeo de unos tres cuartos de legua por lo menos.

Sembrar, no se podía sembrar nada entre aquellas peñas donde la tierra, traída en las alas de un viento, se iba en alas de otro viento. Ni pasto nacía; apenas aquí y allá algunas maciegas de hierba larga, dura y rígida que hasta las chivas despreciaban.


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2 págs. / 4 minutos / 24 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Viaje del Perro

Javier de Viana


Cuento


Entre la estancia de La Quebrada y la pulpería del Árbol Solo, mediaba una distancia no menor de quince leguas, y, todavía, «de las que cacheteó el diablo», vale decir, de las que se estiran como acordeón.

Quince leguas ya no se pueden llamar un paseíto, y menos si han de hacerse en invierno, con los cañadones «hinchaos» y los esteros repletos; pero al olor de un baile, la mozada campera aventa la pereza y olvida obstáculos. Y la fiesta que ofrecía don Goyo, celebrando el casamiento de su hija Mariquita, prometía ser de las que valen «tarja».

En el atardecer de! sábado, Andrés, Dionisio y Sebastián habían atado a soga sus «reservas», no sin antes haberles «emparejado el tuso» y arreglado los vasos. Y en la madrugada del domingo, salieron dispuestos a trotear firme, a bien de alcanzar «los con cuero» del mediodía.

Vestían los trajes de diario. Entre cojinillos llevaban, bien doblados, el saco y el pantalón de parada; en las maletas, las demás prendas, sin olvidar el espejito, el frasco de «aceite de olor» y el de Agua Florida; a los tientos las botas charoladas: en la islita de sauces que había cerca de las casas se mudarían, previa toilette en la «cachimba».

Andrés y Dionisio, mocetones exuberantes de salud, iban acortando la jornada y neutralizando, las fatigas con pláticas chacotonas, enhebrando propósitos y tejiendo planes; pero Sebastián, el del alma de escarcha, trotaba apartado y en silencio, siempre metido dentro de sí.

Viejo no era Sebastián; aun no había redondeado las tres décadas. No era descuidado tampoco; más, su extremo desgano, dábale un desesperante aspecto de cosa usada. El cabello empezaba a encanecer prematuramente; la piel áspera de color basáltico, ensombrecida más aún por las cejas copiosas y el bigote recio, impedían lucir la belleza de los ojos inteligentes y buenos.


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2 págs. / 4 minutos / 30 visitas.

Publicado el 10 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

La Cadena

Javier de Viana


Cuento


El reloj de pared sonó las diez con una lenta y cascada voz de viejo.

A esa voz, don Manuel levantóse sobresaltado de la silla en que se había quedado dormido. Su vista vaga, indecisa, paseóse por el salón, desconociéndolo.

La vieja lámpara que pendía del techo, derrababa una luz amarillenta y triste sobre las anaquelerías atascadas de artículos diversos, sobre el hule descascarado que tapizaba el mostrador y sobre las botellas y los vasos alineados sobre el zinc del despacho de bebidas.

En lo alto de los muros blanqueados, proyectaban sombras raras los objetos suspendidos de las vigas del techo: frenos, tazas, cinchas, cazuelas, riendas y maneas, jarros y guitarras, una disparatada población de bric-a-brac.

Don Manuel observaba el lugar con creciente sorpresa. Miró la armazón de enfrente, la mayor, en cuyos estantes se apilaban las piezas de tela, las blancas cajas de cartón conteniendo festones y puntillas, las verdes cajas guardando medias y calcetines, todo parecióle extraño, desconocido.

Y sin embargo, todo allí, todo, en conjunto, y en detalles, le era familiar. Probablemente no existía en la casa un solo objeto que no hubiese pasado por sus manos; un solo artículo cuya colocación, calidad, precio de costo y de venta, ignorase, y eso que los había en cantidad respetable y en mescolanza original, dado que la casa era: «almacén, tienda y ferretería», con el aditamento de librería y farmacia, más el obligado apéndice de acopio de frutos del país: trigo, maíz, lana, cueros, cerda, aspas, etc., y la yapa de «agencia de correos y venta de papel sellado y timbres»; un «Louvre» o un «Bon Marché» en plena Pampa.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 43 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuando la Leña es Fuerte

Javier de Viana


Cuento


El puesto de don Epifanio estaba situado a quince cuadras del Arroyo Malo, que forma allí una hoz pronunciada.

Por el este, y casi desde encima de las casas, el parque de frondosos eucaliptos y el monte frutal que aquel resguarda de los vientos malos, se extienden hasta confundirse en el bosque, espeso y sucio que bordea el río. Ábrese allí la boca de una angostísima, tortuosa y escondida «picada», de muy pocos conocida. Aparte de ella no se encuentra otro vado hasta el Paso del Sauce, cinco leguas más abajo de su curso.

Al sur de las poblaciones, se extendían la huerta y la chacra, —un maizal de treinta hectáreas de extensión,— y que llegaba hasta la linde del estero, que en ese paraje, servía de vanguardia al bosque del arroyo. El pajonal era en aquel sitio, tupido como gramilla y con más de dos metros de altura. Hondos zanjones y pérfidas ciénagas dormían ocultas, como recelosos ofidios y en connivencia con ellos, dispuestos a tragarse al viajero que se aventurara temerariamente por allí.

El arroyo Malo no usurpa su nombre. Su cauce es en partes encajonado, de fondo peñascoso y de violento empuje.

Es malo, en verdad, aquel curso de agua, y reúne las tres condiciones esenciales e indispensables para ser eficazmente malo: la fuerza, la perfidia y el disimulo. Como todos lo creen insignificante, lo desprecian y él, taimado, a quien no puede estrangular con los músculos de su corriente formidable, lo sumerge y lo asfixia en el lodo pestilente del tremedal...

Como el puesto de don Epifanio estaba enclavado en aquel rincón sin tránsito, muy pocas personas conocían los secretos del arroyo en su conjunto. La margen opuesta servia de fondo a un inmenso potrero cubierto de esteros, espadaña y paja brava, donde los ganados no penetraban nunca, y las gentes menos.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 22 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Desagradecidos

Javier de Viana


Cuento


Lucía una soberbia mañana de otoño, de luminosidad enceguecedora, de un ambiente fresco, que alegraba el espíritu y despertaba energías: «un día como pa domingo»,—según la frase de Caraciolo.

La recorrida del campo fué un agradable paseo matinal, sin trabajo alguno: los alambrados se encontraban en perfecto estado: con las pasturas en flor, la hacienda estaba inmejorable y en las majadas aún no había dado comienzo la parición.

Sandalio, Felipe y Caraciolo retornaban a las casas, al tranquito, charlando, aspirando con fruición el aire puro, embalsamado con las yerbas olorosas que alfombraban las colinas.

Estando aún a cinco o seis cuadras del galpón, el negro Sandalio levantó la cabeza, olfateó con fruición y dijo:

—Estoy sintiendo el olor del asao... Vamos apurando un poco, porque ya saben que a ese señor si lo hacen esperar se pone todo fruncido.

Felipe haciendo pantalla con la mano y tras ligera observación exclamó:

—En la enramada hay dos caballos ensillados: y si no me equivoco, uno es el zaino del comisario Morales.

—¡Eh!...—exclamó Caraciolo con expresión de disgusto; pues, por lo general la visita de la policía nunca llevaba a los moradores de los ranchos otra cosa que incomodidades e inquietudes.

Llegaron. Felipe no se había equivocado: en el galpón, al lado del fogón, haciendo rueda al costillar que se doraba en el asador, estaban el comisario y el sargento, haciéndole honor al amargo que cebaba el viejo Leandro.

Al respetuoso saludo de los peones, el comisario respondió con amabilidad inusitada:

—¿Qué tal, juventú, como les va diendo?... ¿Rejuntando solsito pal invierno?... Sientensé no más, por mí, no hagan cumplimientos.

Y luego, dirigiéndose al viejo Pancho, el comisario continuó el relato interrumpido por la llegada de los peones.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cerrazón

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Carlos Travieso, fraternalmente.


Atardecer de Junio.

Fresco sin frío.

Un cielo barroso. Un sol con pereza,—como trashoguero tapado por la ceniza: no calienta, no alumbra, pero arde...

Las cosas se iban borrando con el polvo gris de la neblina, en virtud de cuya exageración andaluza, los postes de alambrados parecían eucaliptos, bosque sombrío el cardal misérrimo, avestruces las perdices que presurosamente corrían en busca del nido, y mastodontes las ñacas lecheras que ambulaban por el camino real buscando una hierba que triscar antes de echarse á dormir...

Quien ha visto una cerrazón campera sabrá que se asemeja á los celos. Lo agranda y lo deforma todo. Desorienta y desconcierta. Tiene caprichos y perfidias de mujer. La sombra oculta; la niebla engaña.

¡La cerrazón!

En la noche toldada, negra, sin una baliza estelar, solitario en la inmensidad del campo, el campero medita, olfatea, escucha, cierra los ojos inútiles en el caso.... y «rumbea».

Hay lógica, hay ciencia, en su decisión. En el diccionario de la lengua no existe el verbo «rumbiar», debido probablemente á que en la academia española no hay ningún gaucho; y es lástima.

Cuando las tinieblas caen como llovizna de cisco, y lo borran todo, el llano, la colina, el monte y el arroyo, la tapera y la estancia, el yuyal y la huerta; cuando el viajero sorprendido en la infinita soledad del despoblado no alcanza á ver ni las orejas del caballo que monta,—cuando no se ve ni lo que se conversa,—se despreocupa del terreno, pasa revista al mapa que lleva impreso en la mente, «toma rumbo»... y es raro que se pierda y no llegue á su destino.


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Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Puesta de Sol

Javier de Viana


Cuento


Sinforoso y Candelario, eran los dos peones más viejos de la Estancia. Debían ser zonzos los dos, porque ya empezaban a envejecer, en una vejez que atesoraba trabajos sin cuento, y seguían tan pobres como cuando, jóvenes ambos, entraron en el establecimiento para recojer la tropilla en las mañanas, encerrar en la tarde los terneros de lecheras y hacer mandados a toda hora.

Eran viejos ya, Candelario y Sinforoso.

Como sus existencias habían bostezado juntas, pegada una a la otra, se conocían de la cruz a la cola y no tenían nada que decirse. Sin embargo, todas las tardes, concluido el trabajo de aradores a que finalmente les habían destinado, se iban al galpón, avivaban el fuego, calentaban agua, verdeaban y charlaban.

¿Qué podrán decirse aquellos dos hombres? Nada. Pero hablaban, hablaban, diciendo «nada o, lo cual en ocasiones y para ciertas personas, resulta lo más difícil de decir. Ellos lo ejecutaban por hábito...


* * *


El galpón, largo de veinticinco metros, tenía al frente una arcada mirando al campo. Puerta no tenía. En el fondo se amontonaban los cueros de oveja y los cueros de vacuno, juntos con herramientas de labranza. Allá por el medio, el fogón. Junto al fogón, mateando, Sinforoso y Candelario, charlaban.

—Ta dura la tierra.

—A sigún ... pal bajo no'stá mala.

—Si no apuramo, va venir tarde la siembra.

—Pal cañadón va precisar tres fierros por qu’está plagao de abrojos.

—¿Y en el aito?... ¡La chinchilla d'asco!... ¿No está medio frión?. ..

—No, tuavía está güeno... ¡Pucha! ¡los bichos coloraos m'están comiendo!...

—Frieguesé con caña.

—Se m’acabao. Pue que mañana baya a la pulpería, ansina le doy tempranito un galope al pangaré, pa bajarle la panza. Ta medio pesao.

—Dejuro, de ocioso... Tengo ganas de firmarlo en la penca'e Palacios...


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 89 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

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