Partición Extraña
Javier de Viana
Cuento
Con una voz que parecía tener el matiz de varias penas juntas, Alipio interrogó suplicando aún:
—¿De modo, tata, que v'a dejar no más que m'embarguen y me arreen la majadita?
—Así ha ’e ser, —respondió impasible el viejo, aquel viejo de cabeza y barbas patriarcales, de ojos serenos, de gran nariz curva; aquel viejo cuyo rostro hacía presentir un santo varón dispuesto siempre a tender la mano caritativa al prójimo afligido.
Él joven guardó silencio un momento, mientras buscaba en la maleza de su conturbado espíritu, una frase, un argumento capaz de conmover el corazón de su padre.
—Usté sabe que yo siempre he sido trabajador y juicioso y si me ha ido mal...
—Trabajar no es mérito; la cuestión es aprovechar el trabajo.
—¿Pero será posible, tata, que por dos mil pesos miserables me haga quedar en la calle, sin tener con qué darles la comida a mi mujer y a mis hijos, teniendo usted una gran fortuna?...
—Si la tengo es porque siempre supe rascarme p’adentro, dejando que cada uno pele el mondongo con la uña que tiene. Si me hubiese puesto a cuartear a tuitos los empantanaos que me han pedido ayuda, a la fecha estaría más pelao que corral de ovejas.
Prolongado silencio sucedió a esa frase del viejo. Alipio, agotado, aniquilado, hizo como el náufrago que, tras el postrer esfuerzo por vivir, por salvarse, se entrega resignándose, a la muerte.
Sin rencor, sin vehemencia, dijo:
—Güero: adiós, tata.
Y el viejo, con la misma impertubable tranquilidad:
—Adiós, hijo; que Dios te ayude, —respondió.
Cuando Alipio hubo partido, él avivó el fuego, y se puso a preparar la cena, una piltrafa negra, reseca, guisada con fariña y grasa mezclada con sebo; más sebo que grasa.
Dominio público
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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.