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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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Facundo Imperial

Javier de Viana


Cuento


A Martiniano Leguizamón.


No es fábula, es una historia real y triste, acaecida en una época todavía cercana, bien que sepultada para siempre; es una historia vulgar, un crimen común, sin otra originalidad que el procedimiento empleado para realizarlo; trasunto de los tiempos bárbaros y avergonzadores del caudillismo analfabeto y sensual, repugnante episodio de despotismo cuartelero que ya sólo puede revivir en las creaciones evocadoras del arte.

I

En la campaña del litoral, en casa de un rico hacendado, al finalizar la esquila. A la tarde se ha merendado en el monte bajo amplio cenador silvestre formado por apretadas ramazones de sauces y guayabos; la alfombra era de trébol y gramilla; los adornos, tapices escarlatas de ceibos en flor, albos racimos de arrayán, guirnaldas de pasionarias y rubíes de arazá; la orquesta, cuatro guitarras que sabían gemir como calandrias cantando amores en el pórtico del nido al apagarse el sol; por únicos manjares, doradas lonjas del tradicional asado con cuero.

Por la noche se bailó en la sala de la estancia. Muchas parejas, mucho gaucho burdo, mucha criolla tímida; destacándose en el conjunto de rostros bronceados y de polleras almidonadas, Rosa, la morocha de ojos más negros, de labios más rojos, de cuerpo más airoso; entre los hombres, imponiéndose estaban Santiago Espinel, comandante, comisario y caudillo, y Facundo Imperial, joven, rico, buen mozo. Ambos cortejaban a Rosa: ambos se odiaban.

Espinel era bajo y grueso; tenía estrecha la frente y pequeños los ojos, roma la nariz, carnosos los labios, copiosa la barba.

Imperial era alto, delgado, garboso; linda la cabeza de rizada cabellera, enérgica la aguileña nariz, algo pálido el rostro y de un rubio obscuro la barba muy sedosa y muy brillante; los ojos color topacio, tenían la mirada suave, atterciopelada, de las razas que mueren.


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Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Filosofía

Javier de Viana


Cuento


—Nunca carece apurarse pa pensar las cosas, pero siempre hay que apurarse p'hacerlas, —explicaba el viejo Pancho.— Antes d'emprender un viaje se debe carcular bien el rumbo y dispués seguirlo sin dir pidiendo opiniones que con seguridá lo ostravean.

Y si hay que vandiar un arroyo crecido y que uno no conoce, por lo consiguiente, cavilar pu'ande ha de cáir y pu’ande v'abrir y cerrar los ojos: Dios y el güen tino lo han de sacar en ancas.

Dicen que “vale más rodiar que rodar”, pero yo creo que quien despunta un bañao por considerarlo fiero, o camina río abajo esperando encontrar paso mejor, o quien ladea una sierra temiendo espinar el caballo, no llega nunca o llega tarde a su destino.

—¿Y pa casarse? —preguntó irónicamente al narrador, celibatario irreductible, don Mateo.

—Pa casarse hay que pensar muchísimo. De día cuando se ve la novia y está cerca; de noche cuando está lejos y no ve... Pa casarse hay que pensar muchísimo, y...

—¿Y?...

—Y cuando se ha pensao muchísimo, sólo un bobeta se casa.


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Hija del Chacarero

Javier de Viana


Cuento


Rojeaban apenas las barras del día cuando don Cipriano terminó de uncir los bueyes de la última yunta.

Después sorbió con calma el amargo que le «acarreaba» Palmira y al devolverle la calabaza, díjole con voz saturada de cariño:

—Gracias m'hijita.

—¿Ya va marchar, tata?—interrogó la joven.

—Sí; el tirón es largo, el camino está pesao y los güeyes flaquerones. Hasta la güelta m'hijita... y no olvide mis recomendaciones.

La besó, montó a caballo, tocó con la picada los pertigueros, y la pesada carreta echó a rodar lentamente por la tierra plana, reblandecida con las recientes lluvias.

Palmira, recostada a un poste del palenque, la estuvo observando hasta que se perdió de vista, Ocultándose detrás de un copioso monte de álamos.

El rostro de la paisanita, expresaba honda pena, bajo la garra de una situación anímica que se reproducía, siempre igual, cada vez que el padre emprendía un viaje.

Ella adoraba al buen viejo, que era, puede decirse, toda su familia, pues su tía Martina, paralítica, casi ciega, semi idiota, podía considerarse como un muerto insepulto.

Ella adoraba al buen viejo y remordíale horriblemente la conciencia, valerse de su ilimitada confianza para engañarlo.

Empero, si grande era su cariño al autor de sus días, no le iba en zaga el que profesaba a Marcos Obregón, el gauchito ladino y zalamero, que supo cautivarla con las redes de sus galanos mentires. La primera vez que habló a su padre de aquel amor, el viejo respondióle categóricamente:

—¡Cualesquiera menos ese! Lo conozco como a mis güeyes. Es un vago, jugador, vicioso y pendenciero que te habría de hacer muy desgraciada!

—¡Yo lo quiero, tata!—gimió Palmira; pero don Cipriano respondió inflexible:


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Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Inocencia de Candelario

Javier de Viana


Cuento


Conducido a presencia del juez de instrucción, Candelario mostróse tranquilo, casi jovial, como quien está plenamente convencido de su inocencia y seguro de ser absuelto.

Con palabra fluida y sin menor titubeo respondió al interrogatorio:

—Que yo le tenia mucha rabia al finao, no lo niego... ¿pa qué lo viá negar?... Yo sé que no se debe hablar mal de un dijunto, pero la verdá hay que decirla, y Baldomero, como chancho, era chancho y medio...

—¡Guarde forma! —amonestó severamente el juez.

—¿Que guarde qué? ...

—¡Que hable con respeto!

—¡Ah! disculpe, señor juez ... Yo quería decir que era muy puerco. Pa cargar una taba era como mandado hacer, y agarrando el naipe, yo li asiguro, señor juez, que ni usté mesmo es capaz de armar un pastel tan bien como lo hacia el finao! ...

—¿Y usted cree que yo hago pasteles? —interrogó sonriendo el magistrado.

—Es un por decir...

—Bueno, siga explicando cómo lo asesinó a Baldomero Velázquez.

Candelario se puso de pie, y haciendo grandes aspavientos negó:

—¡Asesinarlo yo!... ¡Ave María Purísima!...

Yo nunca juí asesino, don juez... se lo juro por la memoria ’e mi padre, que Dios conserve en su gloria.

—¿En la gloria, su padre?

—¡Dejuramente!... ¡Si era un santo!

—¿Y por santo lo fusilaron?

—¡Una equivocación, don juez! ¡Una equivocación machaza... Es verdá que el finao tata mató una noche, mientras dormían, al patrón, a la patrona y a un muchachito mamón...

—¿Y lo hizo por santo?

—¡No, don juez!... Lo qui’ai es que el dijunto tata era sonámbulo, sabe, y aquella noche se levantó soñando que una banda ’e bandidos había asaltao la casa y corrió en defensa de los patrones.

—¡Y los mató!

—¡Equivocao, dejuro, por culpa el sonambulismo... ¡Pobrecito tata!...


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Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Las Dos Ramas de una Horqueta

Javier de Viana


Cuento


El indiecito Dalmiro dijo:

—El mate está labáo, el agua está fría, s’está apagando el juego, y don Eulalio entuavía por contarnos el cuento prometido.

—Es que no encuentro muchacho.

—¡No va encontrar usté qu’es capaz den encontrar en una noche escura un arija perdida entre el pasto!...

—De un tiempo no digo; pero aura, m’está dentrando la cerrazón en la memoria.

—Con el sol de la voluntá no hay cerrazón que no se redita.

—Es que hasta la voluntá maulea cuando el carro ’e la vida está muy recargao de años.

—¡Mañas, no más, don Eulalio!...

¡Si usté por cada año que carga, tira dos en la orilla del camino!

—Don Eulalio, —afirmó Marcelo,— es mesmamente como las higueras: a la caída ’e cada invierno parece que se han secao, y al puntiar la primavera reverdecen y retoñan.

—Y las brevas son más lindas cuanti más añares tienen.

Sonrió el viejo, halagado en su vanidad, y contestó de este modo:

—Dan higos mejores, pero dan más menos.

El indiecito Dalmacio, el único que se permitía irreverencias con el patriarca de la estancia, exclamó:

—¡Dejesé de amolar! A usté le gusta que le rueguen como a niña bonita!... Está mentando vejeces y entuavía la semana pasada se l'enhorquetó al redomón rabicano de Mauricio y lo hizo sentar en los garrones a tironazos!...

—El poder de la esperencía, muchacho, nada más qu’el poder de la esperencia...

—Si; y pu'el poder de la esperencia cualquier día v'a salir encontrando novia y volviéndose a casar... Y, a propósito, don Eulalio... ¿por qué no nos cuenta como jué su casorio?... D’eso si ha ’e acordar.

—Dijuro. ¡Disgraciao el hombre que se olvida de eso y de la madre!

—Güeno, dejesé de chairar y corte.


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Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Por Matar la Cachila

Javier de Viana


Cuento


Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Altivez

Javier de Viana


Cuento


Manuel Rodríguez era uno de aquellos “godos” que, adustos por temperamento, se habían inflado de orgullo, un orgullo creciente, que se iba hacia la soberbia y la insolencia, a medida que amontonábanse las onzas de oro en sus botijos.

Su boliche, —un ranchejo de cebato y paja, perdido en un valle excavado en la sierra fronteriza, fué transformándose en tan rápido progreso, que al término de un decenio era una imponente fábrica de cal y canto; inexpugnable fortaleza, contra la cual las más famosas pandillas de bandoleros sentíanse impotentes y pasaban de largo...

O llegaban para traficar con el altanero comerciante, quien los recibía detrás de la formidable reja de la glorieta, rodeado por una guardia de negros esclavos armados hasta los dientes.

Altanero y despreciativo, obsequiaba con vasos de caña y ginebra a su canallesca parroquia; contrabandistas, cuatreros, ladrones y asesinos. Con su valioso concurso y el agotamiento de vecinos necesitados había realizado don Manuel Rodríguez su considerable fortuna.

Egoísta por temperamento, corazón árido, conciencia maleable, no le conmovía ningún dolor ajeno, no era capaz de un servicio que no le fuese usurariamente recompensado.

Y aconteció, entre muchísimas incidencias semejantes, la de Constancio Olivera, capataz de tropa, avecindado en la comarca, quien, encontrándose enfermo, le solicitó el préstamo de veinte patacones.

Respondió el indigno:

—Dígale a Constancio que la plata se cuida con la plata; que me mande los ocho tordillos de su tropilla y le mandaré los veinte patacones.

—Es un caso de necesidá...

—¡Razón de más! En caso de necesidad no hay que medir el sacrificio. Dígale que con la tropilla me ha de enviar también la petiza madrina...

Olivera rechazó la oferta indignado...

Transcurrieron varios años.


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1 pág. / 3 minutos / 28 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Cómo se Hace un Caudillo

Javier de Viana


Cuento


Rajaba el sol.

Una pereza enorme invadía la comarca. Las florecitas, que al beso del rocío habían levantado alegremente las cabecitas multicolores, reposaban sobre el suelo, marchitas y tristes, sin brillo en las corolas, sin fuerza en los tallos.

Los pastos, amarillos, secos, daban la impresión de una fauces atormentadas por la sed.

Las haciendas, aplastadas por la canícula, permanecían quietas, incapaces de ningún esfuerzo, ni aun para pacer.

En el cielo, caldeado como un horno, no volaba un sólo pájaro.

En los lagunejos de las cañadas, las tarariras dormían flotando a flor de agua, sin hacer caso de las mojarritas, que semejando esquilas de plata, les saltaban por encima.

El techo de paja del gran edificio de la pulpería, parecía pronto a arder; parecía que estaba ardiendo ya, pues estaba ardiendo ya, pues brotaba de él un tenue vapor azul.

A su alrededor, los coposos eucaliptus dejaban pender, mustias, lánguidas, las ramas flageladas por el sol. Y entre las ramas, en el interior de los nidos enormes, se sofocaban, abierto el pico y esponjadas las plumas, los caranchos y las cotorras.

Eran más de las cuatro de la tarde, pero la temperatura se mantenía hirviente como a medio día. Una pereza colosal invadía el campo, y a esa hora, Regino era uno de los poquísimos hombres que trabajaban.

Con la cabeza cubierta por un gran chambergo sin forma, en mangas de camisa, unas bombachas de dril y los pies calzados con «tamangos», Regino iba siguiendo perezosamente el surco que, con no menor pereza, iban abriendo los dos bueyes barcinos, que atormentados por las moscas y los tábanos, avanzaban somnolientos, babeando, el hocico casi rozando el suelo.

Al concluir una melga, Regino se detuvo. Los bueyes agacharon aún más las cabezas en una actitud de suprema resignación.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Consejo de Guerra Extraño

Javier de Viana


Cuento


A F. Brito del Pino (hijo).


De esto hace ya largo tiempo.

El ejército contaba entonces con pocos jefes que no pertencieran al clásico tipo de los "militarotes".

Por regla general eran bruscos, groseros, nada sociables. Forzosamente habían de ser así, pues habiendo crecido y envejecido en continuo guerrear, primero por la independencia, después por la libertad, les faltó tiempo para cursar estudios y frecuentar salones.

Eran unos bárbaros.

A esta categoría, y de los más definidos, pertenecía el comandante Lucio Salvatierra; paisanote aindiado, petizo, rechoncho, gruñón, de cuya edad sólo se sabía que era "viejazo". Él mismo la ignoraba, como ignoraba el lugar de su nacimiento, bien que le constara ser "de allá, pu'el este", según su expresión. Se le suponía correntino, por la estampa; pero él protestaba, alegando las razones convincentes de que no lloraba para hablar, ni sabía nadar.

El caso es que, después de muchísimos años de pelear con blancos en el interior y con indios en la frontera, tenía ganado su descanso; y el gobierno de la nación se lo concedió, nombrándole jefe de la guarnición de Martín García.

Salvatierra aceptó el puesto sin entusiasmo; y luego, cuando hubo tomado posesión de su dominio, su mal humor estalló en juramentos y amenazas.

La "isla sublime" de Alberdi; la encantadora reina del Plata que soñara Sarmiento para capital de los futuros Estados Unidos de la América del Sud, se le antojó al gaucho una cancha ridícula para sus hábitos de centauro. Aquel peñasco estéril, clavado en mitad del río inmenso y donde no era posible "galopiar tres cuadras" le ponía fuera de sí. El gobierno se había burlado de él; o quizá, temiéndole, creyéndolo comprometido en alguna conspiración, lo enterraba allí junto con los presidiarios que debía custodiar, en compañía de los bandoleros que constituían la guarnición.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Don Bruno el Perverso

Javier de Viana


Cuento


A Otto Miguel Cione.


Si por hombre bueno se entiende aquel que ríe siempre, que divierte á los demás con sus decires, que perdona ofensas y renuncia derechos, que infamado, tiene lástima por el infamador, que robado, prefiere perder su bien á abrirle la cárcel al ladrón; al que siente lástimas, compasiones y misericordias; al que, frente á la falta ó al delito, busca atenuantes en vez de agravantes... don Bruno Sepulveda no era un hombre bueno.

Todo lo contrario. Era estúpidamente honrado y recto; tenía un carácter absurdamente inflexible, y no existían para él sino hombres honrados y hombres pillos, hombres trabajadores y hombres haraganes. Para aquel á quien juzgaba dotado de las dos cualidades primarias de honestidad y laboriosidad, su bolsa estaba siempre abierta, por grandes ó por pequeñas sumas. Abría y reabría créditos y en ocasiones tomaba el grueso lápiz de carpintero, que usaba para sus apuntes, y borraba de un rayón una deuda.

Cuando alguien necesitaba de su ayuda para trabajar, su ayuda era segura; pero implacablemente impedía desensillar y le negaba un churrasco al gaucho vagabundo y haragán, que rueda de rancho en rancho imponiendo el prestigio de sus habilidades en el manejo de la guitarra y del facón.

Con tal carácter, don Bruno Sepúlveda, pasaba en el pago por un hombre malo. Casi siempre y en casi todas partes acontece lo mismo: al que es fuerte y justo, se le califica de malo.


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2 págs. / 4 minutos / 32 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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