Textos más populares este mes de Javier de Viana etiquetados como Cuento | pág. 12

Mostrando 111 a 120 de 294 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


1011121314

La Abuela

Javier de Viana


Cuento


Al maestro Juan Zorrilla de San Martín.


Después de almorzar, se acostó á dormir la siesta inveterada; pero quizás por el cansancio de los dos «lavados» de la mañana, y quizás también por el enervante calor de la tarde, se le pasaron inadvertidas las horas, y cuando se dispuso á «poner los güesos de punta», ya el sol «íbale bajando el recado al mancarrón del día».

Eso le dió rabia.

Con malos modos, juntó la leña para hacer el fuego, y de gusto, no más, echó sobre el trashoguero, una rama verde de higuera, para que humease, dándole motivo al rezongo.

Entretanto, puso la pava junto á los troncos encendidos; limpió el asador con la falda de la pollera; ensartó un trozo de costillar de oveja, flaco, negro y reseco; clavó el fierro junto al fogón, le acercó brasas, y luego, abandonando la cocina humosa, fuese hacia el guardapatio, para recostarse en un horcón del palenque, y mirar hacia afuera, hacia lo lejos, en intensa y muda interrogación á lo infinito de las colinas y de los llanos que amarillaban por delante.

Así permaneció mucho tiempo doña Carmelina.

Excelente persona doña Carmelina, y con una de esas historias que ofrecen la interesante complicación de lo que el vulgo—incapaz de comprender tragedias anímicas—llama vida vulgar.

Era vieja doña Carmelina, muy vieja. Era alta, flaca y rígida. La edad y las penas la habían extendido, suprimiendo las curvas en que nuestra concepción estática cifra la belleza de un cuerpo femenino; ella era larga y lisa como el tronco de un álamo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 37 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por la Gloria

Javier de Viana


Cuento


A Domingo Arena.


A las nueve, la banda lisa de la Urbana formaba delante de la jefatura de policía y tocaba silencio, en prolongados redobles y en notas tristísimas, que las getas espesas de los negros arrancaban á los clarines, todo abollados. Orden innecesaria; en la plaza, donde los farolillos á kerosene alumbraban, como luciérnagas, los grandes eucaliptus de negras ramazones, no se oía ni un maullido de gato.

Era en invierno, hacía frío, lloviznaba, habíanse cerrado las tiendas y las familias dormían ya, sin temor de que ningún rodar de vehículos interrumpiese sus sueños. En la plaza, sólo permanecía abierto un negocio, «el» café. Se llamaba así «el» café, pues aunque había otro en el pueblo, no tenía su importancia.

Allí se reunía la mejor sociedad, bien que el salón no pudiera calificarse de suntuoso. Había dos mesas de billar, ambas con los paños raídos, llenos de «sietes» y manchados en el centro por el kerosene que goteaba de las lámparas, no obstante, la protección de los botecitos de lata colgados de cada recipiente. En la de «casín» jugaban: el actuario del juzgado, el maestro de escuela, el jefe de correos y el presidente de la municipalidad. En la otra caramboleaban los mozos de la élite empleados de la jefatura, del banco y de la tienda principal. Luego había cuatro comerciantes vascos, entregados, noche á noche, á las emociones del «mus», haciendo pendant, y rivalizando en gritería, con otra mesa donde se jugaba al truco. Finalmente, en el ángulo más obscuro del salón, se reunían los «intelectuales»: tres periodistas, un procurador, un profesor normal, el oficial primero de la jefatura,—fuerte en geografía—el médico,—un joven que traducía á Verlaine en prosa para el periódico local, y un mozalbete largo y fino, melenudo, pálido, ojeroso...


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 23 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Jugando al Lobo

Javier de Viana


Cuento


Para Luis Vittone, mi excelente intérprete y buen amigo.


Entre el azul de ideal del cielo y el verde sativo de las colínas, el sol esparcía su cálido polvo de oro, que á ratos besa y á ratos muerde, con la ternura y con la brutalidad de un padrillo encelado.

El exceso de luz enceguecía y embriagaba, impidiendo el más leve esfuerzo. El silencio absoluto y la inmovilidad de los seres y los árboles, daban la sensación de que la vida se hubiese suspendido repentinamente.

No soplaba una brisa ni aleteaba un pájaro en la atmósfera hecha ascuas.

En la estancia, todo el mundo dormía. Es decir; todo el mundo no. Aurelio, Lucas y Matías, se paseaban silenciosos, del patio á la cocina y de la cocina al galpón, sin que la rabia solar mortificase sus cabecitas descubiertas, ni sus pies desnudos.

La siesta no había sido inventada para ellos; le profesaban odio á la siesta, cuya terminación constituía el más grande de sus deseos, á fin de que llegara cuanto antes la hora, ansiosamente esperada del baño en el arroyo.

Los pobres chicos, el mayor de los cuales solo contaba ocho años, no tenían sobra de diversiones en la casa. Hacía diez meses que había muerto la madre y las preocupaciones del padre le alejaban continuamente de ellos.

Él los adoraba y los chicos correspondían al afecto de aquel «tatita» siempre bueno y cariñoso y complaciente con ellos.

Siempre fué así, pero tornóse más extremoso desde la noche trágica en que trajeron en el carrito aguatero, bien envuelta en un poncho, á la madre, inesperada y misteriosamente fallecida en el cercano rancho de la vieja Polidora.

A partir de esa fecha ingrata, don Ricardo consagraba todos sus momentos libres á jugar, conversar, reir y llorar con sus chicos. Cuantas veces necesitaba ir á la pulpería, regresaba con las maletas llenas de cosas á ellos destinadas; ropas, juguetes, golosinas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 28 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por la Petiza Lobuna

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Pedro Manini y Ríos.


Era un grande, un hermoso dominio—cerca de cien leguas de campo,—pero, muerto don David, liquidaba la testamentaría, pagadas las costas, el tasador, el agrimensor, el procurador, el abogado, á cada uno de los catorce hijos del brasileño ricacho, sólo le quedó un guiñapo de tierra; cinco ó seis leguas por cabeza, unas chacras como quien dice.

Se hubiesen considerado pobres con la herencia paterna; pero cada uno de ellos—machos y hembras—tenía su fortuna propia, constituida á base de matrimonios inteligentes. Los Souza, los Ribeiro y los Andrade, formaban una gran familia de estancieros millonarios. Casábanse siempre entre ellos desde tiempo inmemorial, y si la raza iba degenerando por el pernicioso efecto de la consanguinidad, en cambio acrecentábanse cada vez más las fortunas. Todos ellos eran extravagantes, desequilibrados, medio locos; pero todos conservaban incólume la virtud ancestral: la tacañería.

El viejo David, un filósofo analfabeto, como deben ser los verdaderos filósofos, un viejecito enclenque, giboso, exageradamente barbudo, solía decir:

—Os Souza, os Ribeiro y os Andrade, têm mais cornos que todos os fazendeiros da naçâo.

Y, según las estadísticas oficiales y la murmuración comarcana, no mentía.

Su hijo mayor, Hildebrando, viudo de su prima Liberata, había desertado la grande estancia que le aportó su mujer, y se había ido á poblar en el campo heredado del padre. Construyó un rancho bajo y panzudo, á la orilla misma del arroyo,—no para hacer más cómodo el baño, sino para facilitar el acarreo del agua,—y allí se instaló en compañía de una contraparente pobre.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 25 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Atanasilda

Javier de Viana


Cuento


Al maestro Lugones.


El camino real, ladereando una cerrillada, describía tres cuartos de círculo para ir a rozar la estancia del "Venteveo", donde tenían su posta las diligencias. Desde su aparición en la falda hasta su llegada a las casas, las diligencias demoraban más de media hora; y, durante cuatro años, Atanasilda sufrió media hora de angustias, tres veces en la semana.

Ella levantábase con el alba, invierno y verano, para ordeñar las lecheras; y mientras ordeñaba, —los días en que iban diligencias del "centro",—su mirada clavábase insistente en la curva gris por donde debía aparecer el ruidoso vehículo, encarnizado portador de desengaños. "Tatú", su perro favorito, se daba esos días un regalo, pues ocurría indefectiblemente que la moza, preocupada y distraída, echara fuera del tiesto todo el contenido de una teta, que el can iba golosamente "lambeteando" del suelo.

¡Cuatro años de angustiosa espera!... De tanto esperar y de tanto sufrir, recordaba ya imperfectamente los rasgos fisonómicos de Raúl Linares, el joven pueblero que había ido a pasar unas vacaciones en estancia lindera, que había bailado con ella en unas romerías, que le había mentido amores, y que se marchó jurándole pronto regreso...

Ya no lo esperaba; y sin embargo, todos los turnos de diligencia madrugaba más que de costumbre e íbase al corral, y ordeñaba inquieta, atisbando siempre el camino, mientras su pequeño Raúl, descalzo, envuelto en un harapo, jugaba con el barro y con el perro, —únicos juguetes de que podía disponer,—entre las patas de la lechera y del ternero...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 31 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Entre Púrpuras

Javier de Viana


Cuento


A Eduardo Ferreira.


Policarpo había visto desfilar la triste caravana apeado, junto a unas talas, en compañía del teniente Donato y los seis soldados que le acompañaban en su reciente excursión. Cuando todo el ejército hubo pasado, cuando ya se le veía distante, ondulando como una inmensa culebra parda, se volvió hacia sus compañeros y les dijo:

—Muchachos, traigo una "picana" gorda bajo los cojinillos, y mi "chifle" está preñado: todo esto es para luego, si me acompañan hasta aquí cerquita.

—Ande mande, capitán—respondieron los soldados a coro; y Donato, mostrando su dentadura de perro de presa, agregó:

—Vos sabes, hermano Policarpo, que yo soy como el carancho: ande hay carniza me abajo.

—¿Por qué no decís como el cuervo?—replicó uno de los soldados en son de mofa. A lo que replicó airado el negro:

—¡No te cayés, mal hablao, verás si te sumo el facón y te saco el sebo pa engrasar mis garras!

—¡No t'enojes, tizón!...

—¡Tizón te vi'a meter yo!

Policarpo tuvo que intervenir para hacer cesar la disputa, que, sobre el mismo tema, se repetía veinte veces al día.

—Güeno—dijo Montón de humo, —por respeto a vos, me cayo; alcanza el chifle pa que se me pase la rabia.

Alcanzóle el mozo la cantimplora; él absorbió un buen trago de caña, y limpiándose la boca con el revés de la mano:

—Aura sí—exclamó,—y'asta pronto el indio.

Y como otro soldado dijera:

—El negro, será;—Donato se amoscó de nuevo y gritó furioso, dirigiéndose a Policarpo:

—¡A ver si aprienden de una vez a rispetar a los superiores!... ¡Che! Capitán: ¿yo soy teniente, o no soy teniente?...

Y antes de que nadie hubiera tenido tiempo de replicarle, lanzó una sonora carcajada, y, sacudiendo la cabeza, agregó burlonamente:

—¿Ande vamos?...

—A un ranchito de aquí cerca.

—¡A chimar el mozo!


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 33 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Como en el Tiempo de Antes

Javier de Viana


Cuento


Al gran amigo Fulgencio Pinaseo.


El techo celeste estaba como la bóveda de un horno calentado con leña de coronilla.

En el ardor de fragua de aquella siesta excepcional, hasta el aire tenía pereza de moverse.

En medio del firmamento, el sol era como una inmensa mano de hierro enrojecido, pesando sobre todo lo terrestre.

Era colosal el silencio, porque los fuelles pulmonares, alimentados por lenta corriente sanguínea, no podían efectuar su tarea de oxigenación sino mediante el casi absoluto reposo de todos los órganos.

La naturaleza entera dormía sin un susurro, la naturaleza toda respiraba apenas, sin movimiento visible, sin ruido perceptible.

En la estancia de los Eucaliptos, los peones, tirados sobre cojinillos, medio desnudos, soportaban el flechazo de los tábanos por no mover una mano; y en sus bocas abiertas, para facilitar la entrada y salida del aire sin ningún esfuerzo, solían meterse, curioseando, las moscas.

El calor, derritiendo la grasa de los maneadores, había aflojado el «ñudo», y el cuarto de oveja cayó desde la cumbrera hasta tocar el suelo del galpón... «Malaquías»—el perro viejo y artero, más ladrón que una urraca;—«Malaquías», que estaba sin comer desde la víspera, olfateó la carne, levantó la cabeza, y volvió á bajarla, sin ánimo para levantarse, arrancar un trozo y mascarla.

El gato barcino soñaba sobre una bolsa de cerda, cuando una rata le pasó atrevidamente por delante. Abrió un ojo; la raya de la pupila se dilató en círculo; pusiéronsele erécticas las orejas y las uñas... y volvió á entornar los ojos, á envainar las agujas unginales, y á hacerse un ovillo, entregándose al sueño..


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 32 visitas.

Publicado el 25 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Vuelta á la Aldea

Javier de Viana


Cuento


Para Atilio Chiapori.


Muy vaga, muy indecisa idea conservaba yo de mi pueblo. Diez años contaba cuando salí de allí, y más de treinta medí entre la partida y el retorno.

Varias veces, en distintas épocas había sentido tentaciones de visitar el sitio de mi nacimiento; pero desistí siempre. El viaje era muy largo y sólo tristezas podía ofrecerme aquel lugar; mis padres no reposaban en su camposanto; no poseía allí deudo alguno, ni amigos, ni era ya de mi propiedad la casita donde murió mi abuelo y donde nacimos mi padre y yo.

El azar de la guerra me llevó allí cuando menos lo soñaba. El ejército había acampado en las inmediaciones y como era sólo media tarde, en vez de desensillar, fuíme, solito, á visitar la aldea, esperando gozar intensas sensaciones al contemplar las canchas de mis proezas infantiles, el evocar los recuerdos remotos.

Desde que penetré en el pueblo, una tristeza infinita se apoderó de mi espíritu: todo aquello era una ruina. Los edificios cubiertos con verdinegra techumbre de teja española, presentan los muros denegridos, mostrando las injurias del tiempo en las desconchaduras del revoco. Las maderas de las puertas, que apenas presentan vestigios de la antigua pintura, se separan formando hendijas que semejan cuchilladas; tras los barrotes de las rejas, rojos de orín, las ventanas sin vidrios, con los vidrios rotos ó sustituidos con chapas de latón, pregonan la extensión de su indigencia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 24 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Baile de Ña Casiana

Javier de Viana


Cuento


A Héctor Gómez.


Allá por las puntas del Yaguary, cerca de la frontera brasileña, en el foñdo de un vallecito rodeado de sierras poco elevadas, pero sucias y escabrosas, estaba el campo de Elviro Santanna Riveiro Silveira da Sousa.

Doscientas cuadras de campo ruin, mal cercadas por un alambrado de tres hilos, en muchas partes cortado, flojo y con postes quebrados ó caídos, en la casi totalidad de su extensión.

Trescientas ovejas criollas, comidas por la sarna; dos yuntas de bueyes; media docena de lecheras escuálidas, cinco matungos lanudos, y un enjambre de perros, constituían la hacienda de la «Estancia».

Unos ranchos chatos, negros, despeinados, huérfanos de árboles, de jardín y de huerta, rodeados de ortigas, abrojos, cepa caballo, baldeana, cicuta y malvaviscos, eran «las casas».

Los vecinos decían: la «chacra» del portugués.

Pero Elviro Santanna Riveiro Silveira da Sousa, que, efectivamente, era portugués, decía: «Minha Estancia!»

Elviro era un viejo grandote, gordo, enormemente haragán, superlativamente sucio. Su larga melena y sus copiosas barbas, sabían del peine lo que saben del hacha las selvas amazónicas.

Su mujer, ña Casiana, era una china petiza, gorda y panzona, activa, siempre en movimiento, pero más rezongona que negra vieja y más zafada que pilluelo de arrabal.

Trabajaba sin cesar y sin cesar echaba sapos y culebras, insultando al haraganote de su marido, quien, con tal de no hacer nada, soportaba los insultos con soberana indiferencia. Con eso, y con tener caña y tabaco, era feliz.

El 5 de diciembre, santo de ña Casiana, había baile todos los años, y en aquel año ella esperaba una fiesta suntuosa. Había muerto cuatro gallinas, asado dos lechones, hecho cinco docenas de pasteles y un fuentón de arroz con leche.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 25 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Cerrazón

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Carlos Travieso, fraternalmente.


Atardecer de Junio.

Fresco sin frío.

Un cielo barroso. Un sol con pereza,—como trashoguero tapado por la ceniza: no calienta, no alumbra, pero arde...

Las cosas se iban borrando con el polvo gris de la neblina, en virtud de cuya exageración andaluza, los postes de alambrados parecían eucaliptos, bosque sombrío el cardal misérrimo, avestruces las perdices que presurosamente corrían en busca del nido, y mastodontes las ñacas lecheras que ambulaban por el camino real buscando una hierba que triscar antes de echarse á dormir...

Quien ha visto una cerrazón campera sabrá que se asemeja á los celos. Lo agranda y lo deforma todo. Desorienta y desconcierta. Tiene caprichos y perfidias de mujer. La sombra oculta; la niebla engaña.

¡La cerrazón!

En la noche toldada, negra, sin una baliza estelar, solitario en la inmensidad del campo, el campero medita, olfatea, escucha, cierra los ojos inútiles en el caso.... y «rumbea».

Hay lógica, hay ciencia, en su decisión. En el diccionario de la lengua no existe el verbo «rumbiar», debido probablemente á que en la academia española no hay ningún gaucho; y es lástima.

Cuando las tinieblas caen como llovizna de cisco, y lo borran todo, el llano, la colina, el monte y el arroyo, la tapera y la estancia, el yuyal y la huerta; cuando el viajero sorprendido en la infinita soledad del despoblado no alcanza á ver ni las orejas del caballo que monta,—cuando no se ve ni lo que se conversa,—se despreocupa del terreno, pasa revista al mapa que lleva impreso en la mente, «toma rumbo»... y es raro que se pierda y no llegue á su destino.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 27 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

1011121314