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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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El Primer Rancho

Javier de Viana


Cuento


Hubo una vez un casal humano nacido en una tierra virgen. Como eran sanos, fuertes y animosos y se ahogaban en el ambiente de la aldea donde torpes capitanejos, astutos leguleyos, burócratas sebones disputaban preeminencias y mendrugos, largáronse y sumergiéronse en lo ignoto de la medrosa soledad pampeana. En un lugar que juzgaron propicio, acamparon. Era en la margen de de un arroyuelo, que ofrecía abrigo, agua y leña. Un guanaco, apresado con las boleadoras, aseguró por varios días el sustento. El hombre fué al monte, y sin más herramienta que su machete, tronchó, desgajó y labró varios árboles. Mientras éstos se oreaban a la intemperie, dióse a cortar paja brava en el estero inmediato. Luego, con el mismo machete, trazó cuatro líneas en la tierra, dibujando un cuadrilátero, en cada uno de cuyos ángulos cavó un hoyo profundo, y en cada uno clavó cuatro horcones. Otros dos hoyos sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera. Con los sauces que suministraron las "tijeras” y las ramas de "envira” que suplieron los clavos, quedó armado el rancho. Con ramas y barro, alzó el hombre animoso las paredes de adobe; y luego después hizo la techumbre con la “quincha” de paja, y quedó lista la morada, construcción mixta basada en la enseñanza de dos grandes arquitectos agrestes: el hornero y el boyero.

Y así nació el primer rancho, nido del gaucho.


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Publicado el 11 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Soledad

Javier de Viana


Cuento


Había una sierra baja, lampiña, insignificante, que parecía una arruga de la tierra. En un canalizo de bordes rojos, se estancaba el agua turbia, salobre, recalentada por el sol.

A la derecha del canalizo, extendíase una meseta de campo ruin, donde amarilleaban las masiegas de paja brava y cola de zorro, y que se iba allá lejos, hasta el fondo del horizonte, desierta y desolada y fastidiosa como el zumbido de una misma idea repetida sin cesar.

A la izquierda, formando como costurón rugoso de un gris opaco, el serrijón se replegaba sobre sí mismo, dibujando una curva irregular salpicada de asperezas. Y en la cumbre, en donde las rocas parecen hendidas por un tajo de bruto, ha crecido un canelón que tiene el tronco torcido y jiboso, la copa semejante a cabeza despeinada y en conjunto, el aspecto de una contorsión dolorosa que naciera del tormento de sus raíces aprisionadas, oprimidas, por las rocas donde está enclavado.

Casi al pie del árbol solitario, dormitaba una choza que parecía construida para servir de albergue a la miseria; pero a una miseria altanera, rencorosa, de aristas cortantes y de agujados vértices. Más allá, los lastrales sin defensa y los picachos adustos, se sucedían prolongándose en ancha extensión desierta que mostraba al ardoroso sol de enero la vergüenza de su desolada aridez. Y en todas partes, a los cuatro vientos de la rosa, y hasta en el cielo, de un azul uniforme, se notaba idéntica expresión de infinita y abrumadora soledad.

No cantaban los chajaes en el pajonal vecino, ni gritaban los teros a la vera del cañadón menguado, ni silbaban, volando al ras del suelo, sobre las masiegas de paja mansa, las tímidas perdices. La naturaleza allí, no tiene lengua; el corazón de la tierra no palpita allí. El sol abrasador del mes de enero, calcina las rocas, agrieta el suelo, achicharra las yerbas, seca los regatos, y sin embargo, se siente frío en aquel sitio.


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Publicado el 30 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Triunfo de las Flores

Javier de Viana


Cuento


Haces de anchas hojas de palma y guirnaldas de flores de ceibo, constituían casi el único adorno del grande y modesto salón, desde cuyo testero, en medio de un trofeo formado con banderas argentinas e italianas presidía la roja cruz de Savoya.

Era el 20 de septiembre y, como todos los años la colectividad italiana festejaba con lucidas fiestas sociales la fecha coronaria del resurgimiento.

No obstante su amplitud, el salón resultaba insuficiente, pues además de la casi totalidad de las familias de la capital chaqueña, otras muchas habían acudido de las colonias inmediatas y de la vecina Corrientes.

Veíanse mezclados, en un ambiente de franca y alegre armonía, el modesto industrial y el acaudalado capitalista; las altas autoridades y sus más modestos subordinados; los viejos comerciantes, reposados y toscos, con los elegantes y bulliciosos oficialitos de la guarnición; las esbeltas y distinguidas damas de la capital correntina, con las tímidas muchachas campesinas, frescas y lindas como las flores que amenguan la adustez de las selvas chaqueñas.

En medio de la general alegría que comunicaba la música, las luces, las expansiones juveniles y un poco también el barbera espumante, sólo Baldomero Taladríz vagaba triste, indiferente, refractario al calor de aquel ambiente de diversión y de contento.

El presidente de la comisión del Círculo, un viejito garibaldino, comunicativo y jovial, al verlo melancólicamente recostado al quicial de una puerta, se le acercó diligente, diciéndole con afabilidad:

—¿Por qué no baila, don Baldomero?

—¿Bailar yo? —replicó con aspereza Taladriz.

—Entonces, vamos a tomar un copetín, —insinuó el viejo, y tomando de! brazo al criollo adusto, lo condujo al buffet.


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Lección del Perro

Javier de Viana


Cuento


Había cerrado ya la noche, pero la luna llena en medio de un cielo purísimo, y ayudada por miríadas de estrellas, no dejaba echar de menos el sol.

Del interior de algunas carpas brotaban las luces amarillentas de los candiles; pero las más se contentaban con la iluminación natural.

—«Más vale comer a oscuras que comer bichos» decían los parroquianos de las quitarderas.

—«Pa encontrar la boca no carece luz» —afirmó otro.

Caraciolo concluyó con uu postre de nueces y pasas de higo su frugal cena de sardinas en aceite, queso y galleta dura, efectuada en la glorieta de la pulpería, y fue a recostarse al marco de la puerta, mirando distraídamente el improvisado pueblo de carpas, de donde brotaban risas, charlas alegres, sones de acordeón y de guitarra.

Y aquel holgorio cargaba más aún su cesta de tristezas, de esas tristezas suyas, que no venían de afuera, sino de su incapacidad de divertirse.

Más de cuatro meses —todo el invierno— había pasado sin salir del campo; y cuando se anunciaron las carreras grandes, que con su cortejo de fiestas de toda clase, deberían realizarse en el comercio de los Martínez a entrada de primavera, él se hizo el firme propósito de no faltar y hasta fue combinando metódica, concienzudamente, su programa de diversiones en la ocasión.

De la platita de sus sueldos ahorrados, una parte emplearía en pilchas; una bombacha negra, con encarrijados, que sentarían bien con sus botas de charol todavía sin estrenar, un pañuelo de seda bordado, un frasco de agua florida y otras chucherías complementarias de una vestimenta presumida...

Jugaría algunos pesos a los caballos que le gustaran y apuntaría algo al monte y a la taba; poco, es claro, por diversión solamente... Y hasta era posible que bailara en alguno de los bailes que, con seguridad, habían de realizarse en las carpas de las quitanderas...


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Empate

Javier de Viana


Cuento


Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Partición Extraña

Javier de Viana


Cuento


Con una voz que parecía tener el matiz de varias penas juntas, Alipio interrogó suplicando aún:

—¿De modo, tata, que v'a dejar no más que m'embarguen y me arreen la majadita?

—Así ha ’e ser, —respondió impasible el viejo, aquel viejo de cabeza y barbas patriarcales, de ojos serenos, de gran nariz curva; aquel viejo cuyo rostro hacía presentir un santo varón dispuesto siempre a tender la mano caritativa al prójimo afligido.

Él joven guardó silencio un momento, mientras buscaba en la maleza de su conturbado espíritu, una frase, un argumento capaz de conmover el corazón de su padre.

—Usté sabe que yo siempre he sido trabajador y juicioso y si me ha ido mal...

—Trabajar no es mérito; la cuestión es aprovechar el trabajo.

—¿Pero será posible, tata, que por dos mil pesos miserables me haga quedar en la calle, sin tener con qué darles la comida a mi mujer y a mis hijos, teniendo usted una gran fortuna?...

—Si la tengo es porque siempre supe rascarme p’adentro, dejando que cada uno pele el mondongo con la uña que tiene. Si me hubiese puesto a cuartear a tuitos los empantanaos que me han pedido ayuda, a la fecha estaría más pelao que corral de ovejas.

Prolongado silencio sucedió a esa frase del viejo. Alipio, agotado, aniquilado, hizo como el náufrago que, tras el postrer esfuerzo por vivir, por salvarse, se entrega resignándose, a la muerte.

Sin rencor, sin vehemencia, dijo:

—Güero: adiós, tata.

Y el viejo, con la misma impertubable tranquilidad:

—Adiós, hijo; que Dios te ayude, —respondió.

Cuando Alipio hubo partido, él avivó el fuego, y se puso a preparar la cena, una piltrafa negra, reseca, guisada con fariña y grasa mezclada con sebo; más sebo que grasa.


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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Huevo Guacho

Javier de Viana


Cuento


Don Plácido y doña Mariquita son dos muchachos de cabellos blancos. El anda orillando los sesenta y ella pisa ya el umbral del medio siglo.

Al verlos, bajo el verde parral del patio de la Estancia, en las mansas tardes del estío, se les tomaría por un casal de chicuelos con pelucas enharinadas.

Ambos son, en efecto, de pequeña estatura, regordetes, de rostro fresco y sonrosado, de vivos ojos y de unas dentaduras tan blancas, sanas y parejas que causarían envidia a un mocetón congolés.

Misia Mariquita tejía, con ágiles dedos, una colcha de crochet, empezada en el invierno anterior y a la fecha a medio hacer.

Don Plácido leía «Mundo Argentino», que le llegaba los viernes y que al final del viernes subsiguiente aun no lo había concluido de leer.

Durante horas y horas, hasta que empezaba a apagarse el día, la chinita Pampa «acarreaba» el mate dulce, con cáscara de naranja y azúcar quemada, para la patrona; en tanto, el negrito Tordo iba y venía incesante con el amargo para el patrón.

Y uno leía y la otra tejía, pero interrumpiendo con frecuencia sus respectivas ocupaciones para bromearse mutuamente.

—Me parece que antes que vos concluyas esa colcha va’parir la yaguané machorra...

—Y en antes que vos acabes de ler el «Mundo» van a pasar dos veranos... Cuatro, cinco, seis...

—¡Sos inorante!... ¿Te pensás qu’el «Mundo» es un campito como el nuestro, que en dos horas, se recorre al tranco?...

—¡Callate vejestorio!... Siete, ocho, nueve...

—¡Mirá, mirá! —exclamó alegremente don Plácido, cogiendo un mechón de cabellos de su esposa;— mirá, mirá!... ti ha salido un pelo negro! t’estás golviendo moza!...

—¡Sosegate, impertinente! —manifestó ella con fingido enojo;— ya m’hiciste equivocar los puntos, y tengo que deshacer la hilera... Uno, dos, tres...


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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Inmolación

Javier de Viana


Cuento


La vieja ciudad provinciana se había remozado en un reducido perímetro social. Allí, la casa de gobierno, de la legislatura, de la municipalidad, del colegio normal y de algunos edificios particulares, atestiguaban con sus varios pisos, sus boardillas y sus torrecillas pretenciosas, la modernización que tiende a hacer las ciudades todas iguales, como trajes de confección.

Empero, alejándose cuatro o cinco cuadras de la plaza central, reaparecía la ciudad antigua, campechana y alegre, las casitas bajas con ventanillas enrejadas y techumbres de teja, sobrepasadas por las cabezas de los grandes árboles que protegían la opulenta vegetación floreal, encanto de los amplios patios.

Poco antes de llegar a la orilla del pueblo, había una de esas casitas blancas, semi escondidas entre frondosas acacias y tupidas trepadoras.

Moraba allí la familia Ramírez, la familia más feliz del mundo, según la aseveración unánime de los habitantes del pueblo.

Don Silvestre era un sesentón robusto, obeso y de rostro fresco aún, plácido y alegre.

Su esposa, misia Anita, era gruesa también; los años habían deformado su cuerpo, que no conservaba ni vestigio de cintura; empero, dentro del marco de una copiosa cabellera casi blanca, veíase una cara fina, un cutis terso, sin una arruga y unos lindos ojos castaños, vivaces y de bondadosa expresión.

Llevaban más de veinticinco años de casados, y el mutuo cariño que se profesaban iba en aumento a medida que declinaban sus existencias transcurridas en la felicidad nada común.


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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Por Amor al Truco

Javier de Viana


Cuento


Don Basilio, antes de ser don Basilio, cuando era Basilio Peralta, el hijo mayor de don Braulio Peralta, uno de los más fuertes ganaderos de Curuzú-Cuatiá, fué un mozo alegre y aventurero.

Trabajador, arreglado, era de una generosidad prudente, gastaba una docena de pesos, compartiendo con un amigo famélico, una buena cena y un beberaje copioso, porque los cobraba con la satisfacción de la compañía.

Pero si al partir, ese amigo le pedía unos centavos, invocando tal o cuales necesidades, Basilio no tenía casi nunca níqueles disponibles, y si alguna vez daba, hacíalo a regañadientes y guardando rencor al pedigüeño.

Gustábale organizar, en su casa, grandes fiestas, bajo cualquier pretexto; y más contento quedaba, cuanto mayor era el número de los invitados concurrentes.

Las comilonas, las vaquillonas con cuero, el amasijo que consumía una carrada de leña, las varias damajuanas de caña, amén de los guisados y los pasteles y los postres, hacían ascender a sumas crecidas cada una de esas fiestas.

Empero, él no lo sentía, por aquello de que sarna con gusto no pica, y esas verbenas eran su vicio.

Se cobraba satisfaciendo su vanidad, teniendo auditorio sumiso para sus relatos insustanciales, y, sobre todo, «piernas» para jugar al truco, todo el día y toda la noche, por fósforos.

Era en realidad, un profundo egoísta, convencido, sin embargo, de ser un hombre excepcionalmente bueno y generoso.

Por eso, cuando debido a los gastos excesivos, unidos a su desidia e incapacidad administrativa, su fortuna mermó considerablemente, se quejaba con amargura, de los cuervos, a quienes hartó en sus épocas de opulencia y que ahora, no sintiendo olor de la carniza, pasaban de largo, volando sobre su casa.


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Publicado el 2 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Como la Gente

Javier de Viana


Cuento


Cuando visito un pueblo o una ciudad provincial, gusto de recorrer los suburbios, porque son ellos quienes me suministran pasta maleable para intentar arte. Los pueblos y las ciudades provinciales se parecen a las toronjas: sólo la cáscara tiene sabor y valor sativo; el interior son granos y agua: funcionarios, «pa. venus» y brutos solemnes envueltos en el pergamino de un título universitario. Todo sin sustancia y todo uniforme, como un artículo de confección o una romanza en pianola. Nadie es suyo; nadie es alguien. En cambio, en la orilla, acodado al mostrador de zinc de una taberna, se ven almas al través de las ropas desgarradas; almas sucias, almas cubiertas de cicatrices, desteñidas, remendadas, pero ingenuas, simples, naturales, verídicas, porque no tienen fuerza para mentir...

Una noche me encontré en el beberaje de un almacén orillero, en un pueblucho de la provincia de Buenos Aires, con un tipo extraño, uno de esos tipos que son como la osamenta de un drama. Su potente armadura ósea denunciaba la robustez pasada; porque ahora menguado en carnes, arrugado el rostro como un sobre vacío, sin luz los ojos, trémulos los dedos flacos, nudosos, negros, con arqueadas uñas de roedor troglodita, tenía todo el aspecto de una tapera.

Le hablé. Al principio sólo pude sacarle frases incoherentes; luego, sobada con la mordaza de la ginebra, se le ablandó la lengua, y, a tropezones me contó su vida.


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Publicado el 24 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

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