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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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Por Culpa de la Franqueza

Javier de Viana


Cuento


Era la trastienda de la pulpería una amplia habitación con los muros bordeados hasta el techo por estiba de pipas y cuarterolas, barricas de yerba y sacos de harina, fariña y galleta.

En medio había una larga mesa de pino blanco y, a su contorno, supliendo sillas, cuatro bancos sin respaldos. Una lámpara a kerosene, con el tubo ennegrecido y descabezado, echaba discreta claridad sobre la jerga atrigada, que servía de carpeta. Una botella de caña, seis vasos, un plato sopero y un mazo de naipes sin abrir, esperaban a la habitual concurrencia de la tertulia del almacén.

Esta estaba constituída por el pulpero, Don Benito,—jugador famoso delante del Señor,—y cuatro o cinco hacendados del contorno, que yendo a pretexto de recibir su correspondencias,—porque la Pulpería del Abra era a la vez posta de diligencias y oficina de correos,—quedaban a cenar y luego a «meterle al monte», hasta que el día dijera «basta».

Y la reunión de aquella noche era excepcional, pues a los «piernas» habituales, se habían reunido tres mocitos «cajetillas bien empilchados», que venían de Paraná y habían tenido que hacer noche en el Abra, a causa de un «peludo difícil de cavar», encontrado en el camino por la diligencia del rengo Demetrio.

Convidados para el «trimifuquen», discretamente, don Bonifacio, viejo cachafaz que decía: «Todo lo que debo lo he ganado en el juego»—y no filosofaba mal;—dos de los forasteros miraron al tercero, el más joven, una personita que parecía no ser nada, pero que parecía ser más que ellos, por tener más dinero. El asintió.

Se sentaron. Don Bonifacio tomó la banca.

—Dos diez pa principio... ¿Es poco?... Primero se enciende el juego con charamusca; dispués s'echan los ñandubayses...

—Poca pulpa, pa tanto hambriento,—objetó uno de los presentes; y el viejo, revolviendo el naipe, respondió:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Negrito de Melitón

Javier de Viana


Cuento


Era en el Paraguay, en la época trágica de las revoluciones y los motines cuarteleros que tuvieron sometido al noble país hermano a continuos sobresaltos y a perpetuas torturas.

Gobernaba a la sazón, con poderes discrecionales, el famoso coronel Fortunato Jara, encaramado al poder por un audaz golpe de mano y convertido en dictador. Dictador de la peor especie, por cuanto no lo guiaba otro móvil que la satisfacción de los apetitos de su desenfrenado libertinaje.

La soldadesca, alentada por el ejemplo de los superiores y segura de la impunidad, cometía todo género de violencias y de atentados contra la propiedad y las personas.

Los milicos vivían más en las tabernas y la ranchería del suburbio que en los cuarteles.

Ebrios la mayor parte del día, recorrían las calles de la ciudad, gritando, cantando, promoviendo escándalos.

No había peligro de reprimendas ni castigos: los oficiales, por su parte, cuando no junto con ellos, cometían idénticos excesos, explicables,—ya que de ningún modo disculpables,—por el estado de completa anarquía y el relajamiento de la disciplina, fomentados en primer término por el jefe supremo con su conducta sin precedentes.

Tan lejos estaba a su ánimo el deseo de tomar medidas moralizadoras de severa represión, que era el primero en reir y festejar las «travesuras» de sus subalternos.

—¡Los muchachos también tienen derecho a divertirse!...—decía riendo.

—Y nada no pueden icir los otros,—conformaba algún adulador.

De fijo que nada podían decir «los otros»; pero no por faltarles derecho para la protesta, sino porque, bajo el régimen del terror, la más elemental prudencia aconsejaba mascar en silencio el amargo del agravio, ahorrando reclamaciones, cuyas consecuencias inevitables serían acentuar la persecución de parte de los forajidos.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Débiles

Javier de Viana


Cuento


Las negras agujas del viejo reloj marcaban las nueve de la noche y la campana las contaba con voz lenta y pausada.

Marcelina, que agobiada por las doce horas de incesante trajín se había quedado dormida sobre el banquillo junto al hogar, despertó sobresaltada.

Y en ese mismo momento abrióse la puerta de calle y penetró Servando, con el sombrero echado a la nuca, el busto erguido y taconeando recio. Esa actitud, unida a la brillantez de los ojos y el arrebolado del rostro bastó a Marcelina para convencerse de que su esposo había castigado fuerte en el café.

Bien que apenada, como siempre en casos análogos, por desgracia frecuentes, halló consuelo notando que en vez del habitual gesto adusto y atormentado, la fisonomía de Servando expresaba contento y jovialidad.

—¡Qué tarde!—dijo sin reproche,—la sopa estará fría y el asado seco.

—¡No importa, viejita! respondió él, abrazándola y besándola efusivamente. Me demoré en el bar por complacer a los muchachos, más bien dicho, por satisfacer a Paulino Salvatierra... ¿sabés?... el hijo del ricacho mendocino don Tiburcio Salvatierra... Hacía tiempo que no nos veíamos y...

—Espera un momento, que voy a servir la sopa.

A su regreso, Servando, sin hacer caso de la comida, prosiguió:

—Empezamos a charlar, recordando aventuras de muchachos, y entre cocktail y cocktail, entramos en el terreno de las confidencias. El me contó que había recibido la parte de la madre,—¡un Tupungato de moneda!... y que se iba a pasar cuatro o cinco años en Europa.—«El viejo,—me dijo,—quería que abriese estudio, pero a mí me repugna el papel sellado, y además, hermano, este Buenos Aires se está poniendo más aburridor que La Plata...» Y eso es verdad, ¿sabés?... Hoy no hay en todo Buenos Aires un sitio donde divertirse...

—Tomá la sopa que se enfría,—insinuó Marcelina.

El empujó el plato diciendo:


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Los Misioneros

Javier de Viana


Cuento


Punteaba el día cuando el teniente Hormigón montó a caballo y abandonó el festín, en cumplimiento de la orden recibida.

Iban, a la cabeza, él y Caracú, el sargento Caracú, correntino veterano, indio fiero, agalludo, más temido que la lepra, el «lagarto», la raya y la palometa juntos—haciendo caso omiso de los tigres, de los chanchos y de los mosquitos,—que son los bichos más temibles del Chaco.

Además, Caracú era un baqueano insuperable. Conocía la selva casi tan bien como los tobas y los chiriguanos, porque la había recorrido en casi todos sus recovecos unas veces persiguiendo a los indios, en su carácter de policía, y otras veces persiguiendo a las policías en su papel accidental de «rerubichá» toba o chiriguano.

Después de todo, buen gaucho. Caracú; guapo y alegre, ligero para el cuchillo, para el trago y para «la uña» y ni aun lo de «la uña» era ofensivo, en el medio.

Durante la primera media hora de tramo mulero, el teniente Hormigón se mantuvo dignamente silencioso, guardando la orgullosa altivez que corresponde a un oficial de «caballería». Pero pasada aquella, la juventud triunfó y no pudo resistir al deseo de entablar conversación con su subalterno. Al penetrar un rizado amplio que formaba una estanzuela bastante bien poblada, preguntó:

—¿De quién es este campo?

—De quién es aura no sé, señor,—respondió maliciosamente el sargento:—Un tiempo fué del guaicurú Añabe, que se lo robó al gallego Rodríguez; y dispués jué del comisario Pintos, que se lo robó al indio Añabe; y cuando Pintos dejó de ser comisario, se lo robaron los alemanes del obraje grande... Aura no sé quién lo habrá robao, aura...


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Mejor Historia

Javier de Viana


Cuento


Cuando el temporal se instala es como visita de vieja chismosa que llega a una estancia y no se marcha hasta haber agotado el repertorio de las murmuraciones. Eso puede durar una semana, diez días, quince, quizá un mes, según las actividades y la facultad de inventiva de la cuentera. Cuando la dueña de casa comienza a desinteresarse de sus chismes, ha llegado el momento de marcharse, y se marcha en busca de otro auditorio, como hacen las compañías de cómicos que vagan por los escenarios lugariegos ajustando la duración de cada estada al termómetro de la taquilla.

Los temporales obran de parecida manera. Rugen, castigan, devastan y mientras ven angustiados a los hombres y a las bestias, persisten en su obra perversa. Empero llega el día en que bestias y hombres se habitúan al azote y no hacen ya caso de él; entonces, imitan a la vieja murmuradora y a los cómicos trashumantes: cierra sus grifos, lía sus odres y se marcha.

Mas en tanto que los vientos braman y los aguaceros latiguean los campos e inflan los vientos de los arroyos, quedan paralizadas las faenas camperas.

Picar leña y pisar mazamorra dentro del galpón no constituían entretenimiento verdadero; y componer o confeccionar «garras», era imposible, pues sólo un maturrango ignora que no se pueden cortar tientos ni trabajar en guascas en días de humedad.

Fuerza es holgar, «pegarle al cimarrón» y contar cuentos, haciendo rabiar de despecho al temporal.

Cierto invierno se desencadenó uno de éstos—allá por el litoral uruguayo de Corrientes—tan singularmente obstinado, que la peonada numerosa de la estancia del Urunday, en Monte Caseros, había agotado el repertorio; y ya ahitos de agua verde, maíz asado y tortas fritas, se aburrían, bostezando hasta «descoyuntarse las quijadas», cuando don Ponciano propuso:

—Que cada uno 'e nosotros cuente su propia historia.

—¡Linda idea!—apoyó uno; y Juan José adhirió diciendo:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Con la Cruz en la Punta

Javier de Viana


Cuento


Era alto, fuerte, flaco, y feo. La cabeza chica, la cara grande. La frente tan estrecha que no había sitio para correr una carrera de tres ideas juntas. Los ojos de un aterciopelado color de piel de lodo de río, expresaban bondad, mansedumbre; lo mismo que la nariz sólida, gruesa, aguileña, con dos aberturas amplias que aseguraban una perfecta ventilación pulmonar.

Pero, por debajo, de la nariz se abría, en tajo sombrío, una boca que era una verdadera boca de abismo, unos labios graníticos, fríos, rígidos, que se alivianaban cansados de suspirar e incapaces de vibrar en otras articulaciones sonoras que las expresivas de sátira o injuria.

A las mujeres malas se les secan los senos; a los hombres infelices se les acecinan los labios; razonable correlación psicofisiológica.

Esto daría motivo para una larga disertación filosófica; pero volvamos a Hermann, el hombre grande, fuerte y feo de que íbamos ocupándonos.

Hermann, cuya verdadera nacionalidad—y cuyo verdadero nombre—nadie conocía, podría tener treinta años. Fué peón de chacra, peón de estancia, puestero más tarde, dedicándose a la cría de cerdos y de aves y a las pequeñas industrias derivadas.

Le fué mal.

Creyendo que la adversa suerte provenía de la falta de una mujer,—aparato regulador—se casó con una criolla que le dijo: «Quiero» cuando él decía «Envido».

Y le fué mucho peor, todavía.

En poco tiempo desaparecieron los animalitos, los útiles de labranza. Después desapareció la chacra y casi en seguida la mujer, cuyo cariño,—si alguna vez lo tuvo—se había ido mucho antes.

Desde entonces Hermann se despreocupó del mañana y no pensó más en hacer casa ni en plantar árboles, esas cosas destinadas a sobrevivirnos; sobrevenirnos con y para el hijo que tenemos o esperamos tener.

—Yo no estuvo buenos a piliar felicidad—decía.


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La Absurda Imprudencia

Javier de Viana


Cuento


Don Eufrodio Villamoros poseía una espléndida plantación de naranjos a espaldas de Bella Vista, la coqueta ciudad correntina recatada detrás de las altísimas barrancas que, en aquel paraje guarecen la ribera del Paraná.

A la entrada del naranjal se alzaba la población, sencillo y alegre edificio, sobre cuyos muros muy blancos y sobre cuyos muy rojos cabrillea el sol casi todas las horas de casi todos los días del año. Del lado del sud, tres cambanambís las defienden contra los vientos malos del invierno. Un valladar de duelas, totalmente cubiertas por las exhuberantes vegetaciones de las madreselvas y los rosales silvestres le forman una discreta cintura verde, siempre verde y florida siempre.

Sobre el patio, la casa tiene, como la mayor parte de las casas correntinas, un amplio corredor, fresca terraza desde donde, se divisa, hasta perdida de vista, el inmenso mar, verde e inmóvil de las plantaciones.

Don Eufrodio pasa allí, en unión de su esposa, Misia Micaela, y de su hija Ubaldina, la mayor parte del año; sobre todo, después que esta última hubo terminado sus estudios en la capital de la provincia.

La niña—que a la reinstalación de la familia en la casa solariega, contaba apenas quince años,—amaba apasionadamente aquella existencia, donde parecía reinar inquebrantable silencio, no obstante el contínuo clamoreo de las aves y el cantar sin más tregua que las sombras nocturnas, de los pájaros, que, entre cautivos y libres, sumaban míriadas. Silencio engañador y tan aparente como el aspecto de quietud y de inercia que ofrecía aquella activísima colmena.

Cada vez que, era indispensable—por razones particulares o de obligación social, hacer «un viaje» a la ciudad—veinticinco minutos de trote perezoso del viejo tronco tordillo,—Ubaldina lo hacía contrariada y se esforzaba en apresurar el regreso a la tibiedad perfumada de su nido.


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Por Cortar Campo

Javier de Viana


Cuento


—Cortando campo se acorta el camino—exclamó con violencia Sebastián.

Y Carlos, calmoso, respondió:

—No siempre; pa cortar campo hay que cortar alambraos...

—¡Bah!... ¡Son alambrao de ricos; poco les cuesta recomponerlos!

—Eso no es razón; el mesmo respeto merece la propiedá del pobre y del rico... Pero quería decirte que en ocasiones, por ahorrarse un par de leguas de trote, se espone uno a un viaje al pueblo y a varios meses de cárcel.

—¿Y di'ai?... ¡La cárcel se ha hecho pa los hombres!...

—Cuase siempre pa los hombres que no tienen o que han perdido la vergüenza.

—¿Es provocación?...

—No, es consejo.

—Los consejos son como las esponjas: mucho bulto, y al apretarlas no hay nada. Dispués que uno se ha deslomao de una rodada, los amigos, p'aliviarle el dolor, sin duda, encomienzan a zumbarle en los oídos: «¡No te lo había dicho: no se debe galopiar ande hay aujeros!»... «La culpa'e la disgracia la tenés vos mesmo, por imprudente»... Y d'esa laya y sin cambiar de tono, fastidiando los mosquitos...

—Hacé tu gusto en vida—contestó Carlos;—pero dispués no salgás escupiendo maldiciones a Dios y al diablo.

* * *

Hace un frío terrible y el cielo está más negro que hollín de cocina vieja.

De rato en rato, viborea en el horizonte, casi al ras de la tierra; un finísimo relámpago, y llega hasta las casas el eco sordo, apagado, de un trueno que reventó en lo remoto del cielo.

Las moles de los eucaliptus centenarios tienen, de tiempo en tiempo, como estremecimientos nerviosos, previendo la inminencia de una batalla formidable.

Las gallinas, inquietas, se estrujan, forcejeando por refugiarse en el interior del ombú.

Los perros, malhumorados, interrumpen frecuentemente su sueño, olfatean, ambulan y no encuentran sitio donde echarse a gusto...


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Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


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Doña Melitona

Javier de Viana


Cuento


A Mariano Carlos Berro

I

Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.

Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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