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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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La Vuelta á la Aldea

Javier de Viana


Cuento


Para Atilio Chiapori.


Muy vaga, muy indecisa idea conservaba yo de mi pueblo. Diez años contaba cuando salí de allí, y más de treinta medí entre la partida y el retorno.

Varias veces, en distintas épocas había sentido tentaciones de visitar el sitio de mi nacimiento; pero desistí siempre. El viaje era muy largo y sólo tristezas podía ofrecerme aquel lugar; mis padres no reposaban en su camposanto; no poseía allí deudo alguno, ni amigos, ni era ya de mi propiedad la casita donde murió mi abuelo y donde nacimos mi padre y yo.

El azar de la guerra me llevó allí cuando menos lo soñaba. El ejército había acampado en las inmediaciones y como era sólo media tarde, en vez de desensillar, fuíme, solito, á visitar la aldea, esperando gozar intensas sensaciones al contemplar las canchas de mis proezas infantiles, el evocar los recuerdos remotos.

Desde que penetré en el pueblo, una tristeza infinita se apoderó de mi espíritu: todo aquello era una ruina. Los edificios cubiertos con verdinegra techumbre de teja española, presentan los muros denegridos, mostrando las injurias del tiempo en las desconchaduras del revoco. Las maderas de las puertas, que apenas presentan vestigios de la antigua pintura, se separan formando hendijas que semejan cuchilladas; tras los barrotes de las rejas, rojos de orín, las ventanas sin vidrios, con los vidrios rotos ó sustituidos con chapas de latón, pregonan la extensión de su indigencia.


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Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Monologando

Javier de Viana


Cuento


A Elías Regules.


Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—¡Me... caiga el rancho encima!... Yo p'aserruchar no soy güeno... Si juese pa meniar hacha, no digo diferente; pero esto, refregar ropa sucia o rascarse bichos coloraos, me fastidia, palabra!...


Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—¿El qué?... ¿Qué mete ruido el serrucho?... ¿Cómo?... ¿Qué l'eche grasa?... ¡Sí!... ¡grasa!... ¡ya ni en las tripas tengo grasa yo!... Me han secao hasta la riñonada con este trabajito de cortar coronillas en miñanguitos, como chicolate, pa la cocina conómica...

¡Me caiga... en el lomo! ¡Dios redita en un tacho'e grasa a tuita la gringuería! ¡Cocina conómica!... ¡Leña cortada en piacitos como pulpa pa pichón de calandria!... Tuito por la nación, esa que el patrón se trujo de las Uropas!... ¡Pucha!... Aura acontece que hay que trair de las Uropas los toros, los carneros, los... caballos...—casi digo una mala palabra!...—Güeno... mala palabra no es...; en antes no era mala palabra, pero aura, con la cevilización... ¡Pucha, como me cansa el serrucho!...


Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—Ya ni ganas pa cantar tengo... ¿Y quién va tener ganas pa cantar dispués de tres horas de meterle al serrucho, cortando sernos de coronilla?...

Como si las coronillas juecen manteca!... Y a todo esto sin tener con quien prosiar... Güeno eso no, porque yo me vareo solo, pero de tuitas layas... Aijuna! ¡un ñudo! ¡uf!... Descansá un poco Tiburcio... Echate en el suelo... ¿Tenés tabaco?... Pitá un poco... Y yo pito... ¡bah!... aunque s'enoje la gringa... ¡Pucha! ¡cómo nos han echao a perder el país los gringos!...


Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Venganza de Paula Antonia

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Felipe Luchinetti.


El altillo era una enorme pieza de diez varas de frente por cinco de ancho; y parecía más grande aún con la desnudez de sus muros blanqueados a la cal y con el mísero moblaje, consistente en una vieja otomana pintada de granate, una mesa de luz, un arcón y cuatro sillas. Las dos ventanas que daban al campo permanecían cerradas noche y día; pero, en cambio, estaba siempre abierta la que se abría sobre el patio, a través de cuyos pequeños vidrios Paula Antonia contemplaba, desde el alba hasta el obscurecer, los anquilosados paraísos, el ombú secular, los negros parrales, que hacían curvarse las vigas apolilladas del viejo zarzo, las higueras despeluzadas como cabeza de mulata, y el desconchado brocal del pozo, cuya roldana, herrumbrienta y gastada por el uso, quejábase agriamente durante toda la vigilia.

De la mañana a la noche, mientras hubiese luz, Paula Antonia tenía fijos sus grandes ojos tristes en aquel rincón familiar. En primavera seguía la hinchazón de las yemas, el crecimiento de las ramas, la expansión de las flores; en otoño calculaba el momento en que se desprendería cada hoja muerta; para seguirla en los giros lentos que la conducían hasta el suelo, poniéndola a merced de la escoba; todos los pájaros, lo mismo los espineros, que tenían su morada constante en la cúspide de un paraíso, que los mixtos cantores y los chingolos acróbatas, todos los pájaros eran conocidos suyos; había una urraca, colicorta y con pergeño de chica bohemia, que solía ir en las auroras rojas y frías del invierno a posarse en la reja, golpear el vidrio con las alas y lanzar un canto buenamente burlón, al mismo tiempo que meneaba su penacho gríseo, desflecado, semejante al chambergo de un gaucho vagabundo.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Prosiando

Javier de Viana


Cuento


A Bernardo Maupeu.


Como cueva de peludo era el potrero. Serpeante senda, tan angosta que las zarzas castigaban ambos flancos del caballo, y tan bajamente techada por el entrecruzamiento de las ramazones que debía el jinete mantenerse todo el tiempo echado sobre las crines; larguísima y obscura senda, en parte cortada por canalizos, en sitios obstruida por troncos atravesados, conducía al playo liso, limpio y verde, donde los matreros reposaban en absoluta seguridad.

Afuera, en el campo libre debía estar sobrando luz todavía, porque aún no habían vuelto las palomas de su excursión a los rastrojos, ni cantado la calandria la oración de silencio; pero allí, en el potril diminuto, enmurallado por árboles de veinte metros de altura y con más ramas que hijos tiene un matrimonio pobre, amulatábase el cielo y podía darse por ido el día.

Al pie de un vivaró que se alzaba a manera de torrejón sobre la chusma montaraz, el viejo don Tiburcio y el imberbe Saturno cimarroneaban y proseaban a la espera de los compañeros que salieron al mediodía en busca de carne.

Las circunstancias, el sitio, la hora, todo era propicio a la meditación, a pasar revista al pretérito, desgajando, descascarando, poniendo al descubierto el "cerno" del palo, lo que resiste, lo que perdura, lo que deslinda y orienta.

Decía el viejo:

—Asina es j'el destino 'e los hombre... Pero yo siempre he creído qu'el destino no es un bicho ciego que sacude palo p'acá y p'allá, sin carcular ni eligir, voltiando lo mesmo al inocente y al indino... No; qué querés: no creo. El destino no marca asina no más, al puro ñudo, sino que cuando tira una lechiguana pa un lao y desparrama la yel pal otro, razón no le ha de faltar p'hacerlo.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¡Sálvate Juan!

Javier de Viana


Cuento


Sentado al borde de la hamaca, las piernas colgantes, la cabeza inclinada sobre el pecho, Juan Maidana se había olvidado de todo el medio material: del río que silenciosamente se deslizaba bajo sus pies, del bosque que empezaba a ensombrecerse, de la boya roja de la línea de pescar, llevada y traída por un cardumen de mojarras curiosas; del perro lobuno, que echado al lado suyo, aburrido, enviaba codiciosas miradas al corazón de buey, por el mozo llevado para carnada y que sólo aprovechaban las moscas.

Y quien sabe cuanto tiempo habría permanecido así Juan Maidana, si de pronto no se le hubiese presentado Alberto Medina.

—¿Qué haces abombao?—díjole cariñosamente.

—Estoy pescando,—respondió el mozo, un tanto avergonzado al ser sorprendido en aquel estado de embebecimiento.

—¿Pescando?... ¿Lo cuál?... ¡Cómo si han de rair de vos los péscaos!...

—¿Y por qué si han de rair?

—Porque si mi hace que vos pescás con anzuelo e pulpa... ¿No trujistes caña?

—Ahí, junto al sauce está la botella...

Anacleto se inclinó, tomó la botella, la miró al trasluz y exclamó:

—¡Cuasi llena!... ¿Asina querés pescar con caña...?—Bebió e interrogó con ironía:—¿Sábés por qué no sacas vos ningún pescao?

—¿Por qué?

—Porque tenés miedo.

—¿Miedo?...

—Si... Miedo de que al ver que te sumen la boya salga ensartao un cangrejo o una tortuga... ¡En tuito sos lo mesmo vos!... De tanto buscarle juego a la taba, cuando vas a largarla tenés los dedos acalambraos y se te clava un... Cuando tenes una carrera en fija, cansas el caballo en partidas, buscando ventajas y te la llevan de arriba...

—P'andar ligero hay que andar despacio.


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Publicado el 6 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Saca Chispas

Javier de Viana


Cuento


Un tipo original Eloy Larraya. Bajo, delgado, nervioso, tenía un rostro fino, casi glabro, y una hermosa cabeza poblada de rubia, larga y ensortijada cabellera.

La causa más insignificante lo excitaba haciéndole proferir tremendas amenazas. Sus compañeros, que lo habían apodado «Sacachispas», gozaban urdiendo chismes, contando que fulano, en tal parte se había expresado en tales términos, ofensivos para él.

Sea que lo creyese, o que fingiera creerlo, Eloy montaba en cólera, agitábase violentamente y rompía en tremendos apóstrofes:

—¡En cuanto me tope con ese cascarudo le vi'a dejar el cuero como espumadera, a juerza 'e chuzazos!...

—¿Conque... pica al naco, aparcero?—mofóse uno de los peones.

—¡Con esta fariñera!—replicó Sacachispas, desenvainando una descomunal cuchilla, que, lo mismo que el pistolón calibre dieciséis, sólo para dormir quitábaselo de la cintura... Y eso, no siempre.

Otro peón observó burlonamente:

—No importa qu'el lazo sea largo si falta juerza en el puño pa largarlo hasta las guampas del animal!

—¡Pa sirsiorarse no tienen más que probarme!..

—Nosotros no, hermano; pero no ha'e faltar quien quiera darte un cotejo, con ganas de ver si tu daga saca chispas como tu labia.

Los enojos de Eloy se apaciguaban con la misma rapidez con que nacían.

—La corro con el qu'enfrene,—dijo, y salió del galpón tranquilamente, esperando encontrar en la cocina a Dalmacia, la chinita retrechera por la cual se derretía hacía meses.

Estaba allí, en efecto, fregando prolijamente la vajilla. Él la piropeó:

—¡A tuito lo que usté toca le saca brillo!

—Cada uno hace lo que puede—respondió irónica;—usté saca chispas, yo saco brillo.

—¡Y chispas también sabe sacar!... Hace tiempo que tengo el corazón quemao con el chisperio'e sus ojos.

Rió Dalmacia y replicó despiadada:


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Jugada Sin Desquite

Javier de Viana


Cuento


Había llovido hasta fastidiar a los sapos.

Todo el campo estaba lleno de agua. Las cañadas parecían ríos; parecían cocineras pavoneándose con los vestidos de seda de las patronas ausentes.

En la chacra recién arada, cada surco era un flete argentado qué hizo decir al bobo Cleto:

—¡Mirá che!... Parece el papel con rayas que venden los turcos pa escribir a la novia!...

No habiendo nada que hacer en tanto no bajasen las aguas y se secasen los campos, la peonada se lo pasaba en el galpón, tomando mate, jugando al truco o contando cuentos; engordando.

Algunos, aburridos de «estar al ñudo», mataban el tiempo recomponiendo «guascas». Entre estos hallábase Setembrino Lunarejo, un forastero.

Había caído al pago unos seis meses atrás. Pidió trabajo.

El capataz lo observó atentamente; le gustó, la estampa del mozo y como le hacía falta gente para una monteada, preguntóle:

—¿Si quiere ir a voltear unos palos?... ¿Sabe?

—Yo sé hacer todo lo que saben hacer los gauchos,—respondió con altanería. Y después, sonriendo enigmáticamente:

—Y hoy por hoy, pa la salú, prefiero trabajo e'monte.

El capataz había comprendido perfectamente y sin entrar en averiguaciones indiscretas, lo tomó.

Como resultara excelente, al concluirse el trabajo de monte le ofreció tomarlo como peón de campo, y él aceptó, haciendo la advertencia de que era posible alzara el vuelo el día menos pensado.

Buen compañero, siempre servicial, Setembrino no intimaba con nadie, sin embargo. Sin ser huraño, su reserva era extrema y sólo cuando las circunstancias lo exigían, tomaba parte en las conversaciones de los camaradas, ni tampoco en sus diversiones..

Pedro Lemos, que sentía por él una gran simpatía, tentó muchas veces, inútilmente, arrancarle el secreto de su taciturnidad o arrastrarlo a bailes y jaranas.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Borrega Guacha

Javier de Viana


Cuento


La familia continuaba aún de sobremesa cuando Julia regresó de la cocina cargada con la vajilla que, como de costumbre, había levantado en un santiamén.

—Apúrate en levantar la mesa pa zurcirme en seguida la boca 'el poncho grueso,—ordenó don Pablo.

—Está bien, tata,—respondió ella con su humildad habitual.

—Y hacé ligero, porque dispués tenes que dir al arroyo, porque ya sabés que no me gusta amontonar ropa sucia.

—Está bien, mama.

—Pero antes,—intervino Jaime,—tenés que plancharme la bombacha blanca.

—Ya tengo la plancha en el fuego.

Y las órdenes dadas, ninguno se preocupó más de la muchacha, quien, con asombrosa celeridad zurció el poncho, y planchó la bombacha y, luego echándose al hombro un gran lío de ropa, se dispuso a partir para el lavadero, mientras los otros ganaban sus camas respectivas para dormir tranquilamente la siesta.

Abrumada, más que por el peso de la carga por el dardear feroz del sol de enero, Julia recorrió las diez cuadras que mediaban entre las casas y el lavadero.

No se le ocurrió una queja ni un reproche. Aquella desconsideración era tan antigua, que habíase acostumbrado a considerarla como algo natural, lógico y hasta de perfecta justicia.

¿Qué derecho tenía para protestar?... Tanto como los bueyes aradores o el matungo carretonero, pues, al final de cuentas, ella era, cual aquéllos, un animal doméstico, obligado a pagar con el trabajo el sustento y el albergue que le daban.


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Publicado el 8 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Empate

Javier de Viana


Cuento


Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Inmolación

Javier de Viana


Cuento


La vieja ciudad provinciana se había remozado en un reducido perímetro social. Allí, la casa de gobierno, de la legislatura, de la municipalidad, del colegio normal y de algunos edificios particulares, atestiguaban con sus varios pisos, sus boardillas y sus torrecillas pretenciosas, la modernización que tiende a hacer las ciudades todas iguales, como trajes de confección.

Empero, alejándose cuatro o cinco cuadras de la plaza central, reaparecía la ciudad antigua, campechana y alegre, las casitas bajas con ventanillas enrejadas y techumbres de teja, sobrepasadas por las cabezas de los grandes árboles que protegían la opulenta vegetación floreal, encanto de los amplios patios.

Poco antes de llegar a la orilla del pueblo, había una de esas casitas blancas, semi escondidas entre frondosas acacias y tupidas trepadoras.

Moraba allí la familia Ramírez, la familia más feliz del mundo, según la aseveración unánime de los habitantes del pueblo.

Don Silvestre era un sesentón robusto, obeso y de rostro fresco aún, plácido y alegre.

Su esposa, misia Anita, era gruesa también; los años habían deformado su cuerpo, que no conservaba ni vestigio de cintura; empero, dentro del marco de una copiosa cabellera casi blanca, veíase una cara fina, un cutis terso, sin una arruga y unos lindos ojos castaños, vivaces y de bondadosa expresión.

Llevaban más de veinticinco años de casados, y el mutuo cariño que se profesaban iba en aumento a medida que declinaban sus existencias transcurridas en la felicidad nada común.


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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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