Textos más populares esta semana de Javier de Viana etiquetados como Cuento | pág. 3

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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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¡Imposible!

Javier de Viana


Cuento


En aquel día el sol había hecho lo de un viejo quemado por el rescoldo de ardientes pasiones juveniles: todo el día, pero todo el día, desde la hora de ordeñar hasta la hora de acostarse las gallinas, estuvo derramando oro líquido sobre las colinas y los valles. Al caer la noche, los pastos, borrachos de luz, pálidos, ajados, se doblaban sobre sus tallos esperando la ducha restauradora del rocío nocturno.

En el cielo, las Tres Marías iban elevándose muy lentamente; y en rumbo opuesto, el Lucero, «rastaquere» del firmamento, centelleaba como brillante de coronel brasileño y avanzaba con cautela a fin de hallarse en el cénit, justo a media noche. Al sur, la Cruz Americana abría los brazos a una multitud de estrellas menores, en tanto, a su izquierda, el Saco de Carbón dibujaba tres sombras irregulares, sobre la sombra regular del todo de la tierra.

A lo lejos parpadeaba Venus en guiños de coqueta; y más lejos aún, en lo remoto de lo remoto, Sirio, sultán celeste, dominaba con el sereno fulgor de su pupila a la luz de las pupilas temblorosas de las estrellas de su harem.

Un enjambre de luces taraceaba la bóveda obscura; una diversidad de luces; blancas algunas, como gotas de argento, como ascuas otras; serenas luces de planetas, padres de familia; luces inquietas de soles vírgenes; luces infantiles de asteroides y luces opalinas de nebulosas, que pasean por el espacio con orgullosa desvergüenza el vientre inflamado en su preñez de mundos.

La luna demoraba en salir.

Tras los montes, la divina pastora juntaba nácares, perlas y lirios, esperando que el aliento de los prados y de las selvas hubiesen perfumado el ambiente, que se acallaran todos los rumores de la vigilia afanosa, a fin de que pudiese llegar hasta ella la elegía de los suspiros y la endecha de los besos.

La luna demoraba en salir.


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2 págs. / 5 minutos / 26 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Empate

Javier de Viana


Cuento


Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:


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3 págs. / 6 minutos / 25 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Hombre Malo

Javier de Viana


Cuento


Era día de hierra y el sol derramaba luz aquella mañana hasta enceguecer las cachillas.

En el gran corral de palo-a-pique, en medio de nubes de polvo, giraban inquietos los novillos de pezuña nerviosa y de mirada de fuego, rabiosos con el encierro.

Afuera, los pialadores escalonados en dos filas formando calle, esperaban, firmes sobre los garrones de acero, el lazo pronto, la vista alerta.

A un lado de la puerta, el inmenso fogón lanzaba llamaradas.

De pronto, el enlazador salía arrastrando un novillo, que al pisar la playa, enloquecido por el griterío del gauchaje, bajaba el testuz y emprendía la fuga. Diez, doce armadas silbaban en el aire, y la gran bestia, dando un bramido, se desplomaba ruidosamente. Un segundo despúes, los hombres estaban encima, lo liaban, lo oprimían...

—¡Marca! —gritaba uno.

Y desde el fogón, corriendo, el marcador acudía. El hierro, hecho ascua, hacía chirriar la piel, levantando una nubecilla de humo blanco y hediondo. Luego, mientras el animal, sangrante; dolorido y humillado, libre de los lazos, huía campo afuera, los gauchos, riendo y dicharachando, se acercaban al fogón en busca del trago, premio del pial.

En medio de la general alegría encendida en el alma de los gauchos por aquella ruda y arriesgada faena que formaba su diversión favorita, Mauro Núñez era la sola nota discordante. Alto, recio, algo cargado de espaldas, tenía una enorme cabeza boscosa, y de la cara, el único rasgo visible era la formidable nariz, que emergiendo de entre la frondosidad capilar, parecía una peña amarillenta en medio de un matorral de molles negros y enmarañados.

Mientras los otros hablaban, él gruñía; y cuando se reían los otros, él bramaba.

—¡Marcá! —gritábanle con apremio.

Y Mauro respondía furioso:

—¡Ya va, canejo! ¡No soy fierrocarril!...


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2 págs. / 3 minutos / 21 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2023 por Edu Robsy.

La Caza del Tigre

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Martin Réibel, cariñosa y agradecidamente.


Siempre fué pago temido el «Rincón de la Bajada»; siempre fué escasa y difícil la vigilancia policial y en todo tiempo abundaron los robos y los crímenes; pero desde que el país ardía en guerra civil, aquello habíase convertido en lugar de perennes angustias.

La escasa fuerza de policía, militarizada, se marchó, formando parte de la división departamental. De los hombres del pago, unos habían sido tomados por el gobierno para el servicio de las armas, otros se habían incorporado á las filas revolucionarias y muchos ganaron los montes ó huyeron al extranjero. En la comarca desolada, sólo quedaron las mujeres, los niños y los viejos, muy viejos, inservibles hasta para arrear caballadas.

El «Rincón de la Bajada», ubicado en un paraje excéntrico, por donde no era nada probable que se aventurasen fuerzas armadas, quedó á entera disposición del malevaje. Y aún cuando hubiera ido gente de afuera, escaso riesgo correrían los bandidos, perfectos conocedores de aquel feo paraje.

Una sierra, de poca altura, pero abrupta y totalmente cubierta de espinosa selva de molles y talas, cerraba el valle por el norte y por el este, formando muralla inaccesible á quien no conociera las raras y complicadas sendas que caracoleaban entre riscos y zarzas. Al oeste y al sur, corría un arroyo, nacido de las vertientes de la sierra; un arroyo insignificante, en apariencia, y en realidad temible. No ofrecía ningún vado franco; apenas tres ó cuatro «picadas» que, para pasarlas, era menester que fuesen baqueanos el jinete y el caballo.


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6 págs. / 10 minutos / 256 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

De Tigre a Tigre

Javier de Viana


Cuento


—Todo arreglao —dijo «Ventarrón».

—¿Pa cuando?

—Pasao mañana.

—¡Ya sabes pues! —exclamó el jefe de la gavilla, «Alacrán», dirigiéndose a los diez bandidos que churrasqueaban con él en escondido potrero del Uruguay entrerriano.

—Yo no voy —dijo Lino Baez.

—¿No venís? —interrogó Alacrán.

—No.

—¿Andás apestao?

—Gracias a Dios puedo vender salú.

—Entonces te ha entrao miedo.

—Yo no tengo miedo a naide, ni a vos mesmo, Alacrán.

El jefe de los bandidos miró a Lino con extrañeza.

—Tenés algún motivo particular?

—Ninguno.

—Güeno. No vengas; nosotro bastamo; pero ya sabes que las ganancias son pa los que exponen el cuero, y no esperés nada si nos sale bien el asunto.

Lino Baez se encogió de hombros. Esa misma noche ensilló y desapareció del potrero.


¿Qué motivo había tenido él para oponerse al asalto y saqueo de la pulpería de Pereyra: explicable, ninguno. No lo conocía a Pereyra: y un asalto, un homicidio, un robo más o menos ¿qué podía importarle a Lino Baez?... ¿Por qué entonces cometió aquella cochinada con sus compañeros, aquella baja delación que costó la vida a uno, dos balazos a otro, un sablazo al jefe y la pérdida de un rico botín?... No lo sabía: tantas burradas se hacen así, sin saber porque...


Lo peor del caso es que la polka se le puso sumamente ligera a Lino Baez. De balde no le llamaban «El Alacrán» a Pedro Cruz, jefe de la más desalmada gavilla de bandoleros que haya sembrado espanto en Entre Ríos.


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3 págs. / 6 minutos / 174 visitas.

Publicado el 2 de enero de 2023 por Edu Robsy.

En las Cuchillas

Javier de Viana


Cuento


Dedicado a Fructuoso del Puerto

La primera vez que le bolearon el caballo tuvo tiempo para tirarse al suelo, cortar las sogas y montar de salto; pingo manso, blando de boca y ligero para partir, el tordillo recuperó de un solo bote el corto tiempo perdido. El segundo tiro de bolas lo paró en el astil de la lanza, donde las tres marías se enroscaron á la manera de culebras que juegan en las cuchillas durante el sol de las siestas, y como el jinete viera que las piedras eran bien trabajadas—piedras charrúas, seguramente—, que el "retobo" era nuevo y en piel de lagarto y las sogas de cuero de potro, delgadas y fuertes, pasó rápidamente bajo los cojinillos la prenda apresada. Y siguió huyendo, con las piernas encogidas, sueltos los estribos que cencerreaban por debajo de la barriga del caballo, y el cuerpo echado hacia adelante, tan hacia adelante, que las barbas largas del hombre se mezclaban con las abundosas crines del bruto. Con la mano izquierda sujetaba las bridas, tomadas cerquita del freno, por la mitad de la segunda "yapa", tocando á veces las orejas del animal. En la mano derecha llevaba la lanza, cuyo regatón metálico iba arrastrando por el suelo y cuya banderola blanca, manchada de rojo, flotaba arriba, castigando el rejón, sacudida por el viento. De la muñeca de la misma mano iba pendiente por la manija de cuero sobado un rebenque corto, grueso, trenzado, con grande argolla de plata y ancha "sotera" dura.

Alentado por los repetidos ¡hop!... ¡hop!... del jinete, el tordillo se estiraba—"clavaba la uña"—con sordo golpear de cascos sobre la cuchilla alta, dura, seca, quemada, lisa como un arenal y larga como el río Negro: todo igual, lo andado y lo por andar.


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14 págs. / 25 minutos / 126 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Filosofía

Javier de Viana


Cuento


—Nunca carece apurarse pa pensar las cosas, pero siempre hay que apurarse p'hacerlas, —explicaba el viejo Pancho.— Antes d'emprender un viaje se debe carcular bien el rumbo y dispués seguirlo sin dir pidiendo opiniones que con seguridá lo ostravean.

Y si hay que vandiar un arroyo crecido y que uno no conoce, por lo consiguiente, cavilar pu'ande ha de cáir y pu’ande v'abrir y cerrar los ojos: Dios y el güen tino lo han de sacar en ancas.

Dicen que “vale más rodiar que rodar”, pero yo creo que quien despunta un bañao por considerarlo fiero, o camina río abajo esperando encontrar paso mejor, o quien ladea una sierra temiendo espinar el caballo, no llega nunca o llega tarde a su destino.

—¿Y pa casarse? —preguntó irónicamente al narrador, celibatario irreductible, don Mateo.

—Pa casarse hay que pensar muchísimo. De día cuando se ve la novia y está cerca; de noche cuando está lejos y no ve... Pa casarse hay que pensar muchísimo, y...

—¿Y?...

—Y cuando se ha pensao muchísimo, sólo un bobeta se casa.


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1 pág. / 1 minuto / 95 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Facundo Imperial

Javier de Viana


Cuento


A Martiniano Leguizamón.


No es fábula, es una historia real y triste, acaecida en una época todavía cercana, bien que sepultada para siempre; es una historia vulgar, un crimen común, sin otra originalidad que el procedimiento empleado para realizarlo; trasunto de los tiempos bárbaros y avergonzadores del caudillismo analfabeto y sensual, repugnante episodio de despotismo cuartelero que ya sólo puede revivir en las creaciones evocadoras del arte.

I

En la campaña del litoral, en casa de un rico hacendado, al finalizar la esquila. A la tarde se ha merendado en el monte bajo amplio cenador silvestre formado por apretadas ramazones de sauces y guayabos; la alfombra era de trébol y gramilla; los adornos, tapices escarlatas de ceibos en flor, albos racimos de arrayán, guirnaldas de pasionarias y rubíes de arazá; la orquesta, cuatro guitarras que sabían gemir como calandrias cantando amores en el pórtico del nido al apagarse el sol; por únicos manjares, doradas lonjas del tradicional asado con cuero.

Por la noche se bailó en la sala de la estancia. Muchas parejas, mucho gaucho burdo, mucha criolla tímida; destacándose en el conjunto de rostros bronceados y de polleras almidonadas, Rosa, la morocha de ojos más negros, de labios más rojos, de cuerpo más airoso; entre los hombres, imponiéndose estaban Santiago Espinel, comandante, comisario y caudillo, y Facundo Imperial, joven, rico, buen mozo. Ambos cortejaban a Rosa: ambos se odiaban.

Espinel era bajo y grueso; tenía estrecha la frente y pequeños los ojos, roma la nariz, carnosos los labios, copiosa la barba.

Imperial era alto, delgado, garboso; linda la cabeza de rizada cabellera, enérgica la aguileña nariz, algo pálido el rostro y de un rubio obscuro la barba muy sedosa y muy brillante; los ojos color topacio, tenían la mirada suave, atterciopelada, de las razas que mueren.


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15 págs. / 27 minutos / 94 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Los Inservibles

Javier de Viana


Cuento


Alto, flaco, cargado de espaldas, la cara ancha, larga, color ocre, el labio inferior perezosamente caído, los grandes ojos pardos llenos de inteligencia, solitario y silencioso de costumbre, sin duda porque sus frases eran ideas, y desdeñaba echarlas—margaritas a los puerco—a la multitud ignara a que hallábase mezclado, constituía uno de los tantos exóticos, pieza sin objeto, elemento inútil, en aquella efervescencia pasional colectiva, donde ni su corazón ni su cerebro conseguían armonizar.

En un atardecer hermoso llegóse a mi carpa y mesándose los largos cabellos lacios con sus dedos afilados, en un gesto habitual, me preguntó con su voz extraña, que tenía un timbre varonil aterciopelado por un yo no sé qué de femenino:

—Hermano, ¿no te han traído pulpa?

—No, respondí; sé que carnearon y he visto varios fogones donde los asados se chamuscan, pero para nosotros...

—¡Nosotros somos los maporras!—interrumpió con una sonrisa amarga;—tenemos derecho a comer lo que sobra, como los perros!...

Y sentándose en el suelo, sobre el pasto, agregó:

—Alcanzame un amargo: para regenerar el país hay que alimentarse de alguna manera, aun cuando más no sea con agua sucia...

Tosió. Volvió a sacudir con sus finos dedos de tuberculoso la negra melena y dijo con agria ironía:

—De esta vez lo regeneramos. La indiada se pone panzona y puede quedarse quieta un año; después del año, si hay vacas gordas...

En ese momento se presentó el doctor X., médico ilustre, patriota insigne, descollante, personalidad del partido.

—¿Tiene carne?—preguntó.

—No, ¿y ustedes?

—Tampoco. Parece que nosotros no tenemos derecho a comer.

—¡Para lo que servimos!—replicó con su amarga sonrisa el hombre alto, flaco, cargado de espaldas.


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2 págs. / 3 minutos / 92 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


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4 págs. / 8 minutos / 90 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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