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autor: Javier de Viana


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La Carta de la Suicida

Javier de Viana


Cuento


Corridos todos los trámites, enterrada la difunta, el juez de paz entregó a Torcuato la carta que ella había dejado escrita para él, su prometido.

Torcuato recibió el pliego, le dió vuelta entre sus dedos callosos, lo miró, tornó a darle vueltas y concluyó por doblarlo al medio y guardarlo cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta.

A pesar de que estaba obscureciendo, de que no había almorzado y de que sus ranchos quedaban lejos y atrásmano, montó a su caballo y se dirigió al trote, rumbo a la pulpería de don Manuel.

Allí, a solas con ei dueño de la casa, sacó la carta, se la presentó y dijo con súplica solemne:

—Vengo pa que me lea esto.

Don Manuel, —un gallego petizo, grueso, hinchado con los cuatro o cinco miles de pesos que congestionaban sus arterias de labriego,— se caló las antiparras, rasgó el sobre escrito y tras un momento de afanoso estudio,confesó con rabia:

—¡No entiendo estus jarabatus!

Torcuato, resignado, guardó la carta, montó a caballo y trotó hasta su rancho, distante, muy distante. La noche era obscura pero Torcuato y su overo sabían rumbiar con los ojos cerrados. La noche era fría; pero Torcuato y su overo tenían la piel curtida, resistente a todos los rigores del clima; helada, sol, lluvia, granizo... ¿que les iban a contar de nuevo?

El paisano llegó a su rancho, que con ser chico le pareció inmenso esa noche. Tiró el puncho sobre el catre, se acostó sin desvestirse. Como no había cerrado la puerta se quedó mirando hacia afuera, hacia lo negro sin término, abiertos los ojos que el sueño no quería cerrar.

Cuando la aurora echó un resoplido purpúreo en el interior del rancho, el paisano se enderezó en la cama. Al recojer el poncho lo encontró destrozado, como si hubiese estado escarbando una alimaña uñosa.


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Publicado el 6 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

La Canalla Fórmica

Javier de Viana


Cuento


Era una de esas tardes de otoño en que, tras lluvias copiosas, diáfano el cielo, los rayos solares caían sobre la tierra indefensa como agujas enrojecidas.

Momento propicio para que la sabandija troglodita, rabiosa con el obligado encierro, se echase al campo para saciar sus hambres en despiadadas depredaciones.

En el corredor de la finca,—un corredor cubierto y toldado por orgullosas frondescencias de glicinas y madreselvas,—Félix Alberto de San Fernando dormitaba en su mecedora de mimbre. El diario, que más que leer miraba, había caído de sus manos.

Absorbido en la lectura del periódico, su cuñado Pantaleón, un demócrata fanático que no creía en Dios, pero sí en la infalibilidad de la prensa,—se interrumpió de pronto para exclamar:

—¡Qué admirable!

—¿Admirable qué?—preguntó Félix Alberto, volviendo a la superficie de la vida real.

—¡El esfuerzo ruso!

—¡Ah!... ¿Reconquistaron Varsovia?

—¡Han hecho algo mucho más grande!... Han derrumbado en tres días, convertido en escombros, el tres veces centenario edificio de la autocracia. Una nueva y grande democracia nace a la faz del mundo. ¡Rusia es libre!

—¡Bravo!... ¿Ya tiene la libertad de elegir sus tiranos?... Algo es algo.

Pantaleón observó por debajo de los lentes a su cuñado, tuvo para él una mirada de suprema piedad, y diciéndose in mente: «Pobrecito, está chiflado, completamente chiflado», tornó a sumergirse en la lectura de su diario, su biblia y su oráculo.

Pantaleón era un excelente burgués, ventrudo, comilón, sin otras aspiraciones que gozar tranquilamente de los goces materiales de la vida, dentro de un perfecto egoísmo, sin que ello le impidiera ser, ideológica y platónicamente, humanitarista, igualitario, enemigo irreductible de los privilegios, en toda sus formas, desde la armada y brutal hasta la corruptora de aterciopelamientos bizantinos.


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Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Borrega Guacha

Javier de Viana


Cuento


La familia continuaba aún de sobremesa cuando Julia regresó de la cocina cargada con la vajilla que, como de costumbre, había levantado en un santiamén.

—Apúrate en levantar la mesa pa zurcirme en seguida la boca 'el poncho grueso,—ordenó don Pablo.

—Está bien, tata,—respondió ella con su humildad habitual.

—Y hacé ligero, porque dispués tenes que dir al arroyo, porque ya sabés que no me gusta amontonar ropa sucia.

—Está bien, mama.

—Pero antes,—intervino Jaime,—tenés que plancharme la bombacha blanca.

—Ya tengo la plancha en el fuego.

Y las órdenes dadas, ninguno se preocupó más de la muchacha, quien, con asombrosa celeridad zurció el poncho, y planchó la bombacha y, luego echándose al hombro un gran lío de ropa, se dispuso a partir para el lavadero, mientras los otros ganaban sus camas respectivas para dormir tranquilamente la siesta.

Abrumada, más que por el peso de la carga por el dardear feroz del sol de enero, Julia recorrió las diez cuadras que mediaban entre las casas y el lavadero.

No se le ocurrió una queja ni un reproche. Aquella desconsideración era tan antigua, que habíase acostumbrado a considerarla como algo natural, lógico y hasta de perfecta justicia.

¿Qué derecho tenía para protestar?... Tanto como los bueyes aradores o el matungo carretonero, pues, al final de cuentas, ella era, cual aquéllos, un animal doméstico, obligado a pagar con el trabajo el sustento y el albergue que le daban.


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Publicado el 8 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Bondad del Coronel

Javier de Viana


Cuento


Después de una marcha ininterrumpida de catorce horas, la división había hecho alto, al caer la noche, en la margen izquierda del Espinillo, un arroyuelo que defendía sus aguas fangosas estancadas con un espeso velo de caraguatas y sandíes.

La división se componía de unos ochocientos caballos y de cerca de doscientos hombres. Estos últimos se descomponían así: un coronel, cien comandantes, treinta capitanes, cincuenta tenientes. Lo demás era tropa, porque no habían mayores, ni subtenientes, ni sargentos, ni cabos.

Los jefes y la oficialidad eran buenos; pero la tropa dejaba mucho que desear. Estaba constituida, en su mayoría, por los peones del coronel y los jefes del estado mayor, por el contingente recogido a la cruzada del pueblo: un telegrafista, cinco maestros de escuela, dos periodistas, un literato, un médico, tres abogados y varios otros bultos igualmente inútiles.

En un día de pelea no serviría para nada porque por su ignorancia, siempre iba mal montado, no sabía cortar un alambrado ni rumbear con tino. Defectos graves, porque según lo había manifestado el coronel:

—«La consina era juir».

Y para huir, la división Japú tenía adquirido justísimo renombre.

El jefe, el coronel Valenciano, solía decir:

—A mí podrán redomarme, pero pa que me voltee un hombre, carece que las tercerolas del enemigo escupan muy lejos.

Y luego agregaba:

—El primer deber de un jefe es cuidar la vida a su gente y no hacerla matar al ñudo. Hay que peliar, yo no digo, pero buscando ventaja. El corajudo a quien lo dejan seco de un tiro ¿qué es?... Una osamenta lo mesmo que el maula al que lo balean porque no supo disparar a tiempo.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Boba

Javier de Viana


Cuento


A Constancio C. Vigil.


De la estancia del "Vichadero" a la estancia del "Arroyito", había apenas dos leguas de buen camino salvo una zanja barrancosa, la empinada ladera de un cerro, un campo con tucu-tucus, un bañado de morondanga y el paso feo del Sarandí. Como era en invierno y había llovido con ganas, las barrancas del arroyuelo estaban resbaladizas, suelto el pedregullo de la ladera; hinchado el estero y engordados con barro los camalotes y los sarandises del paso feo del Sarandí; pero como doña Ana Manuela sabía que esos obstáculos no eran tales para sus cuatro tubianos "carretoneros", mandó atalajarlos y preparar el breack para después de medio día, dispuesta a realizar un propósito postergado durante un mes por causa de las inclemencias del tiempo, que había hecho derroches de agua...

Y poco después del medio día rodaba el breack que arrastraban velozmente por el camino encharcado, los cuatro tubianos famosos de doña Ana Manuela.

Desde hacía cerca de un siglo, la estancia del "Vichadero" pertenecía a los Castro y la estancia del "Arroyito" a los Menchaca; y desde esa época, siempre los Menchaca eran padrinos de los hijos de los Castro y los Castro padrinos de los hijos de los Menchaca: uníalos una de esas amistades de una pieza,—igual que la bota de potro,—de las que sólo son capaces las almas brutas, primitivas, opacas, de los gauchos.

Eran dos familias donde nunca hubo tuyo y mío y que, negociando continuamente, jamás habían firmado un papel, garantía de convenio, de deuda o de préstamo: eran seres inferiores, rudimentarios, imperfectos: eran gauchos. Si alguien hubiese tenido la curiosidad de llevar un registro de los servicios que mutuamente se habían prestado, formaría volúmenes, pero entre esas gentes hacer un servicio no tiene mayor mérito ni merece recordación...


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Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Arurera y el Ombú

Javier de Viana


Cuento


De cuando en cuando, las furiosas ráfagas del pampero hacían estremecer al rancho; pero los cuatro horcones de coronilla, casi centenarios, gemían sin aflojar el garrón.

Y apenas apagado el bramido del viento, reventaba estruendosamente el trueno y el chaparrón castigaba el viejo techo pajizo con gotas gruesas como munición ñanducera.

—¡Golpiá, que te van'abrir!—dijo el viejo Pascasio, mientras, imperturbable, le cambiaba la tercera cebadura al mate.

Muchos años tenían los cernos de coronilla, y ia cumbrera de guayabo colorado y las «tijeras» de palma, y las alfajías de tacuara y la quincha imperial, y los muros de cebato. Viejo de nevada cabellera era su propietario actual; y sin embargo le faltaba vivir diez años más para alcanzar la edad a que se resignó a dormir el «sueño largo» su padre, quien, con sus propias manos, lo edificó, siendo mozo.

Podían ladrar los vientos, podían chicotear las lluvias y romperse las nubes escupiendo rayos... ¡en aquella casa no entraba nadie si el amo no abría la puerta!...

—Los que pagan el pato son los árboles,—dijo uno; y el viejo aprovechó la bolada para sacarle punta a un cuento:

—Esta tormenta recuerda el sucedido de la Laguna Pelada.

—¿Qué pasó?

—¿Ustedes han conocido alguna vez un árbol en la orilla de la Laguna Pelada?...

—Pues en un tiempo supo estar escondida detrás de un monte flor.

—Hará mucho...

—Hace añares... «Allá en aquel tiempo en que Jesucristo tuavía no había cáido a estos pagos, la laguna estaba tan lampiña como aura; más lampiña, por que ni yuyos tenía.

«Pero aconteció que una punta 'e semillas de árboles, que andaban buscando sitio pa poblar, llegaron a la Laguna Pelada al escurecer, hicieron noche allí, y al otro día, cuando diban a ensillar pa seguir viaje, la semilla 'e Quebracho, qu'era la jefa, dijo asina:


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Publicado el 16 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Agonía del Ombú

Javier de Viana


Cuento


Se va. No se muere, porque, como su contemporáneo, el gaucho, no conoce la cobardía del suicidio. En los parques de las estancias modernas lo matan, porque su desaliñada corpulencia y su aspecto campechano ofrecen una nota discordante entre las finas siluetas y el peinado follaje de los árboles exóticos...

En las quintas y chacras de los suburbios metropolitanos se les persigue encarnizadamente, porque “ocupan mucho sitio, dando demasiada sombra y son inútiles”.

El hacha brutal del horticultor tiene en apoyo de su herejía utilitaria, la sentencia doctoral de los eruditos: “El ombú, como el gaucho, no sirve para nada.”

Es verdad que a ellos nunca ofreció el ombú, como al primitivo poblador, en la alborada de la civilización nacional, el refugio de su sombra en los incendiados mediodías del desierto. Ni dió a sus frágiles moradas seguro amparo contra las furias del pampero. Ni sirvió a sus gallináceos de eficaz reparo contra los soles, las lluvias, los vientos, las comadrejas, los zorros y las iguanas... Y así, como desconocen la soberbia belleza del árbol gaucho, ignoran también sus virtudes medicinales y su posible aprovechamiento industrial...

Sucumbe, pues, gran árbol gaucho; y, como el gaucho, soporta resignado en tu agonía, el frío de la ingratitud y el sarcasmo de la ignorancia!...


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Abuela

Javier de Viana


Cuento


Al maestro Juan Zorrilla de San Martín.


Después de almorzar, se acostó á dormir la siesta inveterada; pero quizás por el cansancio de los dos «lavados» de la mañana, y quizás también por el enervante calor de la tarde, se le pasaron inadvertidas las horas, y cuando se dispuso á «poner los güesos de punta», ya el sol «íbale bajando el recado al mancarrón del día».

Eso le dió rabia.

Con malos modos, juntó la leña para hacer el fuego, y de gusto, no más, echó sobre el trashoguero, una rama verde de higuera, para que humease, dándole motivo al rezongo.

Entretanto, puso la pava junto á los troncos encendidos; limpió el asador con la falda de la pollera; ensartó un trozo de costillar de oveja, flaco, negro y reseco; clavó el fierro junto al fogón, le acercó brasas, y luego, abandonando la cocina humosa, fuese hacia el guardapatio, para recostarse en un horcón del palenque, y mirar hacia afuera, hacia lo lejos, en intensa y muda interrogación á lo infinito de las colinas y de los llanos que amarillaban por delante.

Así permaneció mucho tiempo doña Carmelina.

Excelente persona doña Carmelina, y con una de esas historias que ofrecen la interesante complicación de lo que el vulgo—incapaz de comprender tragedias anímicas—llama vida vulgar.

Era vieja doña Carmelina, muy vieja. Era alta, flaca y rígida. La edad y las penas la habían extendido, suprimiendo las curvas en que nuestra concepción estática cifra la belleza de un cuerpo femenino; ella era larga y lisa como el tronco de un álamo.


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Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Absurda Imprudencia

Javier de Viana


Cuento


Don Eufrodio Villamoros poseía una espléndida plantación de naranjos a espaldas de Bella Vista, la coqueta ciudad correntina recatada detrás de las altísimas barrancas que, en aquel paraje guarecen la ribera del Paraná.

A la entrada del naranjal se alzaba la población, sencillo y alegre edificio, sobre cuyos muros muy blancos y sobre cuyos muy rojos cabrillea el sol casi todas las horas de casi todos los días del año. Del lado del sud, tres cambanambís las defienden contra los vientos malos del invierno. Un valladar de duelas, totalmente cubiertas por las exhuberantes vegetaciones de las madreselvas y los rosales silvestres le forman una discreta cintura verde, siempre verde y florida siempre.

Sobre el patio, la casa tiene, como la mayor parte de las casas correntinas, un amplio corredor, fresca terraza desde donde, se divisa, hasta perdida de vista, el inmenso mar, verde e inmóvil de las plantaciones.

Don Eufrodio pasa allí, en unión de su esposa, Misia Micaela, y de su hija Ubaldina, la mayor parte del año; sobre todo, después que esta última hubo terminado sus estudios en la capital de la provincia.

La niña—que a la reinstalación de la familia en la casa solariega, contaba apenas quince años,—amaba apasionadamente aquella existencia, donde parecía reinar inquebrantable silencio, no obstante el contínuo clamoreo de las aves y el cantar sin más tregua que las sombras nocturnas, de los pájaros, que, entre cautivos y libres, sumaban míriadas. Silencio engañador y tan aparente como el aspecto de quietud y de inercia que ofrecía aquella activísima colmena.

Cada vez que, era indispensable—por razones particulares o de obligación social, hacer «un viaje» a la ciudad—veinticinco minutos de trote perezoso del viejo tronco tordillo,—Ubaldina lo hacía contrariada y se esforzaba en apresurar el regreso a la tibiedad perfumada de su nido.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Justicia Humana

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Victoriano Martínez.


Ya no se veía más que un pedacito de sol,—como un trapo rojo colgado en las crestas agudas de la serranía de occidente,—cuando don Panta, echando la caldera sobre el rescoldo y el mate al lado, apoyando en el pico de aquella la bombilla de éste, ordenó al decir:

—Vamos p'adentro, qu'el día está desensillando.

Cruzaron el patio, entre ortigas, malvabiscos, vértebras y canillas de carnero; y tras un puntapié dado al perro que dormitaba junto a la puerta y que salió gritando y rengueando, patrón y huéspedes entraron en el comedor de la estancia.

Los tres invitados rodearon la mesa y permanecieron de pie, el sombrero en la mano, los brazos caídos inmóviles.

En eso entró la patrona, una china adiposa y petiza que andaba con un pesado balanceo de pata vieja. La saludaron; los gauchos pidieron permiso para quitarse los ponchos y las armas; se sentaron; la peona trajo el hervido; cenaron. Durante la comida, la patrona se mostró disgustada, y no era para menos ¡no había podido entablar una conversación! Primero habló de la mujer del pulpero López, que era una gallega sucia, y los invitados respondieron a coro:

—Sí, señora.

Luego dijo que las hijas de don Camilo se echaban harina en la cara, no teniendo para comprar polvos y reventaban pitangas para darse colorete; y los gauchos tragando a prisa un bocado, atestiguaron diciendo:

—Sí, señora.

Después manifestó la mala opinión que tenía de la esposa del vecino Lucas; su indignación por la haraganería de las hermanas Gutiérrez; la repugnancia que le causaba la mujer de Fagúndez y el asco que sentía por la barragana del comisario. Y los invitados mascando, mascando, respondían siempre:

—Sí, señora.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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