Textos más largos de Javier de Viana | pág. 23

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autor: Javier de Viana


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Tapera Humana

Javier de Viana


Cuento


Mal resguardado por la sombra escasa de una triguera escuálida, don Paulino observaba distraídamente, sin emoción y sin interés, la dilatada cuchilla que se extendía delante suyo como un océano, sin término visual.

Era un mar amarillento, de cuya superficie inmóvil brotaba un vaho blanquecino, muy tenue, pero incesante, y de un brillo insorpotable para otros ojos que no fuesen los ojos aguileños del viejo gaucho.

El sol hacía estremecer bajo su beso de fuego a la tierra fecundada.

En el sopor del mediodía estival, ni una brisa ni una ala batían el aire inmóvil.

Todos los músculos estaban en reposo y todas las gargantas estaban mudas y todos los seres respiraban fatigosamente, oprimidos los pechos por la rodilla brutal del bochorno.

¿Por qué causa el paisano, despreciando el alivio de la siesta permanecía allí, sentado en un banquito, sufriendo la resolana?...

Entre los labios secos y descoloridos sostenía el «pucho» de un grueso cigarro de tabaco negro. Debía hacer mucho tiempo que estaba apagado, porque cuando quiso retirarlo para encenderlo de nuevo, el papel encontrábase de tal modo adherido al labio, que le produjo un despellejamiento doloroso.

Aquello pareció sacarlo del abismamiento. Aplicó el dedo a la parte dolorida y advirtiéndolo ligeramente teñido de rojo, musitó con amarga sonrisa:

—¡En tuavía tengo sangre!... ¡Yo créiba que ya nu había más que yel en el cuerpo del viejo Paulino!...

En seguida púsose a palpar y a observar, primero los brazos, después las pantorrillas. En unos y en otras, los músculos habían casi desaparecido. Una piel negra, rugosa, reseca, cubría la potente armadura ósea.

—Tuito se va secando,—dijo con expresión extraña, mezcla de amargura y de contento.

Y luego:


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2 págs. / 4 minutos / 25 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Mamá aquí’stá la Ropa

Javier de Viana


Cuento


Era un sábado.

Poco después de mediodía, bajo un blanco cielo de invierno, Belarmina envolvía su linda cabeza en floreado pañuelo de algodón, y, disponiéndose a transponer el guardapatio, despidióse alegremente:

—Hasta lueguito, mama.

—No dilatés la güelta —aconsejó la madre;— la noche cae de golpe en este tiempo y no es güeno que te agarre pu’el campo.

Rió la chica.

—¡Cuidado, no me vayan a comer los lobinzones! —dijo— y agregó en serio: —No hago más que enjugar la ropa que dejé asoliándose esta mañana y en seguidita me güelvo.

Y alegre y gallarda, echó a andar por la loma reverdecida en dirección al arroyuelo que corría a pocas cuadras de allí.

El bosquecillo que custodiaba el arroyo engordado con las frecuentes lluvias invernales, tenía un aspecto huraño. Los árboles, representados por talas y sauces, raleaban; pero, en cambio, la chirca, la espadaña y las múltiples zarzas crecidas con lujuria en la constante humedad del suelo, formaban compacta muralla de verdura, rasgada a trechos, a manera de agrietamientos, por angostas y culebreantes sendas, que abrieron los vacunos en el cotidiano bajar a la aguada.

Por uno de esos túneles penetró Belarmina, yendo a salir a pequeñísima playa. Al borde del arroyo, en cuclillas, arremangada hasta el codo, entregóse afanosamente a la tarea, trinando al mismo tiempo, en contrapunto con las calandrias y los zorzales que revoloteaban sobre su cabeza.


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2 págs. / 3 minutos / 35 visitas.

Publicado el 10 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Una Porquería

Javier de Viana


Cuento


Amigos, pero entrañablemente amigos, eran Lindolfo y Caraciolo; amigos de aquellos entre quienes carecen de valor las palabras tuyo y mío.

Si Lindolfo no encontraba su cinchón al ensillar, tomaba el de Caraciolo; si Caraciolo, en un apuro, hallaba más a mano el freno de Lindolfo, con él enfrenaba. Por eso andaban casi siempre con las «garras» misturadas.

Común de ambos eran los escasos bienes que poseían, siendo, como eran, humildes peones de estancia, y además, mocetones despreocupados y divertidos. Pero común de ambos era también el opulento caudal de sus corazones.

A pesar de esto llegaron a ser rivales. El caso ocurrrió del modo siguiente:

Con motivo de una hierra frutuosa el patrón regaló un potrillo a cada uno de los peones. Lindolfo eligió un pangaré; Caraciolo eligió un overo. Un año después ellos mismos domaron sus pingos, y para probarlos decidieron una carrera por un cordero «ensillado», es decir, el almuerzo: un cordero al asador, el pan, el vino y lo demás.

Corrieron y ganó el overo.

Lindolfo no se dió por satisfecho y concertaron otra prueba, tiro igual, plazo de un mes.

Volvió a perder el pangaré, pero tampoco quedó convencido su dueño.

—Me has ganao por la largada.

—¡Qué quiere, hermano! Cuando se corre un caballo hay que cerrar la boca y abrir los ojos. Aunque te advierto que no me vas a ganar ni haciendo vaca con el diablo.

—¿Querés jugarla pal otro domingo?

—¿Las mismas trecientas varas?

—Dejuro.

—Ta güeno.

Y al domingo siguiente corrieron con igual suerte. Esta vez Lindolfo quedó amoscado. No pudo, como antes, soportar impasible las burlas de su amigo. Este comprendió «que estaba demasiado caliente el horno y que había peligro de que se arrebatase el amasijo», y calló.


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2 págs. / 3 minutos / 50 visitas.

Publicado el 31 de diciembre de 2022 por Edu Robsy.

La Última Tropa

Javier de Viana


Cuento


Al maestro don Juan Antonio Cavestany.


Física y moralmente, don Pantaleón Quesada era el arquetipo del gaucho, del gaucho originario, de la subraza motivada sin cruzamiento de ninguna especie, por el medio ambiente.

Era alto, era ancho, era recio. Tenía cabeza pequeña y la cara grande, como la mayoría de los uruguayos, como los aborígenes charrúas.

Espesa melena poblaba su cráneo; la faz arábiga, de fuerte nariz curvilínea, de grandes ojos pardos, de cejas copiosas, de labios espesos, estaba encerrada en un corral de barba densa y larga.

Era gaucho de una pieza don Pantaleón. De joven, anduvo en la guerra; después, se enamoró de María, la hija del puestero López; y como López no lo quiso por yerno, la robó. Hubo huidas, hubo tiros; pero al fin, las cosas se arreglaron. En una estancia amiga, le dieron población. No tenía plata, pero tenía crédito, el crédito que los gauchos ricos abrían á los gauchos honrados en la época bruta en que no existían, ni remotamente siquiera, los bancos ni los agiotistas.

Se hizo tropero. Llevó ganado al Brasil y realizó buen negocio. Fué tropero mucho tiempo, ganando mucha plata. Compró campo—una suerte—y lo pobló con reses escogidas; pero siguió tropeando y siguió comprando campo á los linderos y llenándolos de novillada y de vacaje flor.


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2 págs. / 3 minutos / 23 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Hombre Malo

Javier de Viana


Cuento


Era día de hierra y el sol derramaba luz aquella mañana hasta enceguecer las cachillas.

En el gran corral de palo-a-pique, en medio de nubes de polvo, giraban inquietos los novillos de pezuña nerviosa y de mirada de fuego, rabiosos con el encierro.

Afuera, los pialadores escalonados en dos filas formando calle, esperaban, firmes sobre los garrones de acero, el lazo pronto, la vista alerta.

A un lado de la puerta, el inmenso fogón lanzaba llamaradas.

De pronto, el enlazador salía arrastrando un novillo, que al pisar la playa, enloquecido por el griterío del gauchaje, bajaba el testuz y emprendía la fuga. Diez, doce armadas silbaban en el aire, y la gran bestia, dando un bramido, se desplomaba ruidosamente. Un segundo despúes, los hombres estaban encima, lo liaban, lo oprimían...

—¡Marca! —gritaba uno.

Y desde el fogón, corriendo, el marcador acudía. El hierro, hecho ascua, hacía chirriar la piel, levantando una nubecilla de humo blanco y hediondo. Luego, mientras el animal, sangrante; dolorido y humillado, libre de los lazos, huía campo afuera, los gauchos, riendo y dicharachando, se acercaban al fogón en busca del trago, premio del pial.

En medio de la general alegría encendida en el alma de los gauchos por aquella ruda y arriesgada faena que formaba su diversión favorita, Mauro Núñez era la sola nota discordante. Alto, recio, algo cargado de espaldas, tenía una enorme cabeza boscosa, y de la cara, el único rasgo visible era la formidable nariz, que emergiendo de entre la frondosidad capilar, parecía una peña amarillenta en medio de un matorral de molles negros y enmarañados.

Mientras los otros hablaban, él gruñía; y cuando se reían los otros, él bramaba.

—¡Marcá! —gritábanle con apremio.

Y Mauro respondía furioso:

—¡Ya va, canejo! ¡No soy fierrocarril!...


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2 págs. / 3 minutos / 20 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Triunfo Amargo

Javier de Viana


Cuento


A José R. Gómez.


Hacía más de cuatro años que Fausto Vera viajaba por Europa, estudiando á veces, recreándose en ocasiones, aburriéndose casi siempre, cuando recibió aviso telegráfico del repentino fallecimiento de su padre.

Inmediatamente hizo sus preparativos, y un mes después estaba de regreso. Á su llegada á Buenos Aires se aisló, substrayéndose á sus numerosas relaciones, y, apenas concluidos los trámites de la testamentaría, se largó á su estancia de Entre Ríos.

El capataz y los peones que fueron á esperarlo á la estación con un breack y un carrito, previendo copioso equipaje que transportar, sufrieron una desilusión. Fausto sólo llevaba consigo una pequeña valija, una escopeta y dos perros.

Durante la primera semana rehuyó ocuparse del establecimiento. Substituyó el zapato por la bota, el pantalón por la bombacha, el jacquet por el ponchito. Antes del amanecer estaba en el galpón, y después de cimarronear copiosamente en franca camaradería con los peones, ensillaba él mismo su caballo y se largaba al campo con su escopeta y con sus perros. Experimentaba satisfacción inmensa volviendo á recorrer las lomas y las hondonadas, los dorados esteros, las verdes embalsadas, las plácidas lagunas y los boscosos potriles, toda aquella naturaleza bella, fuerte, virgen y calcinada por el sol que había adobado su juventud.

Sentía como una imperiosa necesidad de deseuropeizarse, de expulsar del alma los clisés ahumados, los paisajes gríseos, las impresiones penosas de sociedades enormemente viejas y gastadas que durante años le habían obscurecido y desnaturalizado su yo, en cuya reconquista afanábase.


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2 págs. / 3 minutos / 29 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Matapájaros

Javier de Viana


Cuento


¿Cuál era su nombre?

Nadie lo sabía. Ni él mismo, probablemente. Fernández o Pérez, y si alguien le hacía notar las contradicciones, encogíase de hombros, respondiendo:

—¡Qué sé yo!... ¿Qué importa el apelativo?... Los pobres semos como los perros: tenemos un nombre solo... Tigre, Picazo, Nato, Barcino... ¿Pa qué más?...

En su caso, en efecto, ello no tenía importancia alguna. Era un vagabundo. Dormía y comía en las casas donde lo llamaban para algún trabajo extraordinario: podar las parras, construir un muro, o hacer unas empanadas especiales en días de gran holgorio; componer un reloj o una máquina de coser; cortar el pelo o redactar una carta. Porque él entendía de todo, hasta de medicina y veterinaria.

Terminando su trabajo, que siempre se lo remuneraban con unos pocos reales—lo que quisieran darle,—se marchaba, sin rumbo, al azar.

Todo su bien era una yegua lobuna, tan pequeña, tan enclenque que aún siendo él, como era, chiquitín y magro, no hubiera podido conducirlo sobre sus lomos durante una jornada entera.

Pero Juan marchaba casi todo el tiempo a pie llevando al hombro la vieja escopeta de fulminante, que no la abandonaba jamás.

Él iba adelante, la yegua detrás, siguiéndolo como un perro, deteniéndose a trechos para triscar la hierba, pero sin quedar nunca rezagada.

Algunas veces se presentaba el regalo de un trozo de camino cubierto de abundante y substancioso pasto y el animal apresuraba los tarascones, demorábase, levantando de tiempo en tiempo, la cabeza, como implorando del amo:

—«Déjame aprovechar esta bolada».


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2 págs. / 3 minutos / 41 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

De Cuero Crudo

Javier de Viana


Cuento


Tarde de otoño, cielo gris, ambiente tibio, fina, intermitente garúa.

La peonada, sin trabajo, está reunida en el galpón. Cuatro, rodeando un cajón que tiene por carpeta una jerga, juegan al «solo», por fósforos.

El chico Terutero ceba y acarrea incansablemente el amargo.

En otro grupo, el viejo Serafín, Santurio y dos o tres peones más, iniciando cada uno relatos que morían al nacer porque no interesaban a nadie.

—Con este tiempo malo,—dijo el viejo—m'está doliendo la «estilla» izquierda... Me la quebraron de un balazo cuando la regolución del finao López Jordán y...

Uno interrumpió:

—¡Ya lo sabemo!... ¡Puchero recocido, ese!...

Calló el viejo, cohibido, y Paulino intentó meter baza:

—Ayer vide en la pulpería del gallego Rodríguez un poncho atrigao, medio parecido al que lleva el comesario, y m'estoy tentado de comprarlo ¿A que no saben con cuánto se apunta el gallego?... Se deja cáir con...

—¿Y a los otros qué se los importa, si no los vamo a tapar con él?—sofrenó Federico.

Algo alejado del grupo, Juan José tocaba un estilo en la guitarra.

La mujer que a mí me quiera Ha de ser con condición...

—La mujer que a vos te quiera,—interrumpió Santurio,—ha de ser loca de remate.

—Ha de encontrarse cansada de andar con el freno en la mano sin encontrar un mancarrón qu'enfrenar...

—Vieja, flaca y desdentada...

—¡Y negra... noche l'espera!...

Juan José, impasible, continuó su canto:

A la china más bonita
del pago del Abrojal,
le puse ayer con mis labios
un amoroso bozal...

—Miente... nao... no vino tuavía...—dijo maliciosamente el viejo Serafín.

Juan José, amoscado, apoyó la guitarra en el muslo, y encarándose con los del grupo, interrogó:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Voltiando Palos

Javier de Viana


Cuento


A Julio María Sosa.


Iba acabándose el día. Metido hasta media pierna en el bañado, Elviro meneaba facón á la paja brava con valentía apasionada.

Y mientras metía facón, decía:

—Dos mazos más, y dispués á voltiar los cuatro coronillas que m’encargó el patrón pa postes del rancho de l’agregada... ¡Dale facón, Elviro, y dispués, dale hacha!...

Y al rato:

—Güeno; esto y’astá. Aura vamos á los palos.

Caminó unos cincuenta metros, penetró en el monte, observó un árbol, le pareció bueno, y empezó á herirlo á golpes de hacha.

Y cantaba:


Para mí todo es lo mesmo.
invierno que primavera:
yuyos cuando cai l’escarcha:
y al beso del sol yuyera!...


—Pucha que lo tiró de las cuatro raíces al coronilla éste!... Había sido más duro qu’aspa de güey barcino.. L’encajé con fuerza y rebotó no más. ¡Ah toro! Pero á la larga no hay cotejo, m’hijito: yo te volteo ó el diablo carga con los dos, con vos pa leña, conmigo pa sebo p’hacerte arder... No... no te defendás porq’es al cuete: lo mesmo te vía dar contra el suelo, porqu’entre pístola’e chispa y remitón, no es ni carrera!...

Pegó otro hachazo. Hizo saltar astillas, rojas y mojadas. Y cantó:


Para mí todo es lo mesmo.
para mí todo es igual:
que me maten de un balazo.
que me achuren con puñal.


El gauchito reposó un momento. Miró el cielo, miró el árbol, miró el hacha y dijo:

—Sos duro, pero yo te bajo d’esta hecha!... Resistite no más, qu’es pa pior!...

Dio un hachazo feroz y la herramienta rebotó.

—¡Ah! ¿Conque no?... ¿un ñudo?... ¡Siempre he de encontrar ñudos en mí vida!... Pero esperate: allá va esto!...

Y enarbolando la herramienta, afirmándose en los garrones, blandió el hacha y descargó un golpe tremendo, que hizo temblar la copiosa ramazón del coronilla.


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Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Voz Extraña

Javier de Viana


Cuento


A Ricardo Rojas.


En los espesos espinillaros que cubrían, basta ocultar la tierra, las dilatadas llanuras del Pay-ubre, comenzó a escucharse un rumor grave, continuo, cada vez más sensible y nunca hasta entonces oído en la comarca.

Era una extraña voz que venía desde el lejano sur, inquietando a la escasa población montaraz, que no le hallaba semejanza con las voces de los seres ni de las cosas por ella conocidas. A veces parecía un trueno, remotamente estallado; en ocasiones diríase el retumbar de miles de cascos de equinos lanzados en frenética huida; de pronto tenía las rabias del pampero que se hinca en el hierro espinoso de los ñandubays o que zamarrea, sin logran abatirlos, los airosos caradays de la llanura; por momentos recordaba el habla ronca del Corrientes en sus crecidas máximas; a instantes se endulzaba, remendando un coro de calandrias en armoniosa salutación a la aurora; y en determinados momentos era como un áspero rugir de pumas que hacía estremecer los juncos de la vera del río y achatarse las gamas en la oscura humedad de los pajonales.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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