Textos más largos de Javier de Viana | pág. 9

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autor: Javier de Viana


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La Hija del Chacarero

Javier de Viana


Cuento


Rojeaban apenas las barras del día cuando don Cipriano terminó de uncir los bueyes de la última yunta.

Después sorbió con calma el amargo que le «acarreaba» Palmira y al devolverle la calabaza, díjole con voz saturada de cariño:

—Gracias m'hijita.

—¿Ya va marchar, tata?—interrogó la joven.

—Sí; el tirón es largo, el camino está pesao y los güeyes flaquerones. Hasta la güelta m'hijita... y no olvide mis recomendaciones.

La besó, montó a caballo, tocó con la picada los pertigueros, y la pesada carreta echó a rodar lentamente por la tierra plana, reblandecida con las recientes lluvias.

Palmira, recostada a un poste del palenque, la estuvo observando hasta que se perdió de vista, Ocultándose detrás de un copioso monte de álamos.

El rostro de la paisanita, expresaba honda pena, bajo la garra de una situación anímica que se reproducía, siempre igual, cada vez que el padre emprendía un viaje.

Ella adoraba al buen viejo, que era, puede decirse, toda su familia, pues su tía Martina, paralítica, casi ciega, semi idiota, podía considerarse como un muerto insepulto.

Ella adoraba al buen viejo y remordíale horriblemente la conciencia, valerse de su ilimitada confianza para engañarlo.

Empero, si grande era su cariño al autor de sus días, no le iba en zaga el que profesaba a Marcos Obregón, el gauchito ladino y zalamero, que supo cautivarla con las redes de sus galanos mentires. La primera vez que habló a su padre de aquel amor, el viejo respondióle categóricamente:

—¡Cualesquiera menos ese! Lo conozco como a mis güeyes. Es un vago, jugador, vicioso y pendenciero que te habría de hacer muy desgraciada!

—¡Yo lo quiero, tata!—gimió Palmira; pero don Cipriano respondió inflexible:


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3 págs. / 6 minutos / 24 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Estancia de Don Tiburcio

Javier de Viana


Cuento


El auto avanzaba velozmente por la hermosa carretera bordeada de altos y ramosos eucaliptus, que en partes formaban finas cejas del camino y en partes se espesaban en tupidos bosques.

De trecho en trecho abríanse como puertas en la arboleda, permitiendo observar hacia la izquierda, los grandes rectángulos verdes cubiertos de alfalfa, de cebada y de hortalizas; los hornos ladrilleros, los plantíos de frutales, las alegres casitas blancas, de techo de hierro y amparadas por acacias y paraísos. En otros sitios los arados mecánicos roturaban, desmenuzándola, la tierra negra y gorda. Todo, hasta los prolijos cercos de alambre tejido que limitan los pequeños predios, pregona el avance del trabajo civilizado.

A la derecha vense bosquecillos de jóvenes pinares, regeneradores del suelo, encargados de detener el avance de las estériles arenas del mar... Más hacia el sur, los médanos, ya casi vencidos, adustos, muestran sus lomos bayos sobre los cuales reverbera el intenso sol otoñal; y más allá todavía, brilla, como un espejo etrusco, la inmensa lámina azul de acero del río-mar...

El auto vuela, entre nubes de polvo, por la nueva carretera, y aquí se ve un chalet moderno, rodeado de jardines, y luego un tambo modelo, y después una huerta y más lejos una fábrica, cuya negra humaza desaparece en la diafanidad de la atmósfera apenas salida de la garganta de las chimeneas; y en seguida otras tierras labrantías y más eucaliptos y más pinos, y de lejos en lejos, como único testimonio del pasado semibárbaro, uno que otro añoso ombú, milagrosamente respetado por un resto de piedad nativa.

El amigo que nos conduce a su auto,—un santanderino acriollado,—me dice,—descuidando el volante para dibujar en el aire un gran gesto entusiasta:

—¡Esto es progreso! ¡Esto es grandeza!... ¡Esto es hermosura!

Mi compañero, Lucho, contrae los labios en mueca desdeñosa y responde:


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Dominio público
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Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Aura

Javier de Viana


Cuento


Al amigo e ingeniero José Serrate.


En medio del bosquecillo de paraísos, que crecía en el ángulo formado por el cerco de la chacra y al que daba entrada al potrerito del lavadero, Serapio, después de haber abierto cuatro hoyos á punta de pala, ensayaba plantar el primer horcón

No se daba prisa; nunca tenía prisa Serapio. Tranquilamente colocó el palo en el hoyo, y comenzó á mirarlo, á moverlo, «buscándole la vuelta». Cuando estuvo conforme, lo sujetó con ambas manos y empezó á voltear con el pie la tierra extraída.

—Así va güeno—dijo.

Largó el coronilla, ya firme, y cogiendo la pala, echó sobre el agujero la tierra que restaba. Apisonó. Ratificó la posición del horcón.

—Ta güeno—tornó á decir.

Sacó los avíos, armó un cigarrillo, encendió y tomó otro horcón para plantarlo en el hoyó vecino.

En ese instante apareció Eufrasia, que venía del lavadero con un gran atado de ropas sobre la cabeza. Lo dejó caer, se arregló las mechas, se puso en jarras, y, observando la construcción de Serapio, que no existía á medio día, cuando salió para el arroyo—dijo:

—¡Hué!..¿Estás poblando?

—Así parece, che—respondió el mozo sin mirarla preocupado con su labor.

—Casa chica, parece.

—Es pa los chanchos.

Y ella, riendo:

—Vas á estar bien ahí adentro.

—Sí; en tu compaña.

La china hizo un gesto despreciativo, recogió el atado de ropas, y exclamó con desprecio:

—¡Andá que te lamban!...

Y á pasos menudos y rápidos se encaminó á las casas, zarandeándose y sin dignarse mirar atrás.

El mozo continuó su tarea y sóio cuando ya ella estaba lejos, entrando al guardapatio, levantó la cabeza y se puso á contemplarla.

—Tuavía, no—exclamó, volviendo tranquilamente á su trabajo.


* * *


Cuatro meses después daba principio la esquila


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Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Como un Tiento á Otro Tiento

Javier de Viana


Cuento


A Carlos M. Pacheco.


Ladislao Melgarejo, fué uno de esos hombres-cosas, cuya existencia transcurre á merced del mundo exterior: un tronco que la corriente del arroyo arrastra y deposita en cualquier parte, una hoja seca que el viento levanta y transporta á su capricho.

No se crea por eso que Ladislao fuese un insensible, deprovisto de anhelos, obedeciendo indiferente á fuerzas extrañas, á la manera del perro que sigue al amo á donde va el amo, porque para él, tanto da ir á un lado ó á otro. Al contrario, pecaba más bien de impresionable y si de continuo sacrificaba sus preferencias, era por causa de una anemia volutiva innata.

De carácter pacífico al extremo, le obligaron á ser soldado y como tal, hizo toda la campaña del Paraguay donde cumplió con su deber, exponiendo diariamente la vida, sin un desfallecimiento, sin una rebelión y también sin una jactancia. Su comportamiento heroico no le enorgullecía; no le encontraba mérito porque no era obra suya, ni le interesaba: iba porque lo obligaban á ir y cumplía á conciencia su trabajo, obedeciendo al jefe, su Patrón en aquel momento, como había obedecido á sus patrones anteriores, como obedecería á sus patrones futuros, acatando las órdenes con la sumisión impuesta por su alma de peón. Cuando pasaba de sol á sombra hachando ñandubays, en las selvas de Montiel y cuando hacía fuego en los esteros paraguayos, el caso era el mismo. Así como volteaba árboles, sin preocuparse de lo que con ellos haría el patrón, así volteaba hombres después con igual indiferencia: siempre trabajaba por cuenta ajena.

Cuando terminó la guerra y lo licenciaron, sin ofrecerle recompensa alguna, encontró aquello muy natural, tan natural como marcharse de una estancia después de concluida la esquila ó abandonar el bosque una vez cortados los postes convenidos.


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3 págs. / 6 minutos / 27 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Los Débiles

Javier de Viana


Cuento


Las negras agujas del viejo reloj marcaban las nueve de la noche y la campana las contaba con voz lenta y pausada.

Marcelina, que agobiada por las doce horas de incesante trajín se había quedado dormida sobre el banquillo junto al hogar, despertó sobresaltada.

Y en ese mismo momento abrióse la puerta de calle y penetró Servando, con el sombrero echado a la nuca, el busto erguido y taconeando recio. Esa actitud, unida a la brillantez de los ojos y el arrebolado del rostro bastó a Marcelina para convencerse de que su esposo había castigado fuerte en el café.

Bien que apenada, como siempre en casos análogos, por desgracia frecuentes, halló consuelo notando que en vez del habitual gesto adusto y atormentado, la fisonomía de Servando expresaba contento y jovialidad.

—¡Qué tarde!—dijo sin reproche,—la sopa estará fría y el asado seco.

—¡No importa, viejita! respondió él, abrazándola y besándola efusivamente. Me demoré en el bar por complacer a los muchachos, más bien dicho, por satisfacer a Paulino Salvatierra... ¿sabés?... el hijo del ricacho mendocino don Tiburcio Salvatierra... Hacía tiempo que no nos veíamos y...

—Espera un momento, que voy a servir la sopa.

A su regreso, Servando, sin hacer caso de la comida, prosiguió:

—Empezamos a charlar, recordando aventuras de muchachos, y entre cocktail y cocktail, entramos en el terreno de las confidencias. El me contó que había recibido la parte de la madre,—¡un Tupungato de moneda!... y que se iba a pasar cuatro o cinco años en Europa.—«El viejo,—me dijo,—quería que abriese estudio, pero a mí me repugna el papel sellado, y además, hermano, este Buenos Aires se está poniendo más aburridor que La Plata...» Y eso es verdad, ¿sabés?... Hoy no hay en todo Buenos Aires un sitio donde divertirse...

—Tomá la sopa que se enfría,—insinuó Marcelina.

El empujó el plato diciendo:


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3 págs. / 6 minutos / 37 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Bondad del Coronel

Javier de Viana


Cuento


Después de una marcha ininterrumpida de catorce horas, la división había hecho alto, al caer la noche, en la margen izquierda del Espinillo, un arroyuelo que defendía sus aguas fangosas estancadas con un espeso velo de caraguatas y sandíes.

La división se componía de unos ochocientos caballos y de cerca de doscientos hombres. Estos últimos se descomponían así: un coronel, cien comandantes, treinta capitanes, cincuenta tenientes. Lo demás era tropa, porque no habían mayores, ni subtenientes, ni sargentos, ni cabos.

Los jefes y la oficialidad eran buenos; pero la tropa dejaba mucho que desear. Estaba constituida, en su mayoría, por los peones del coronel y los jefes del estado mayor, por el contingente recogido a la cruzada del pueblo: un telegrafista, cinco maestros de escuela, dos periodistas, un literato, un médico, tres abogados y varios otros bultos igualmente inútiles.

En un día de pelea no serviría para nada porque por su ignorancia, siempre iba mal montado, no sabía cortar un alambrado ni rumbear con tino. Defectos graves, porque según lo había manifestado el coronel:

—«La consina era juir».

Y para huir, la división Japú tenía adquirido justísimo renombre.

El jefe, el coronel Valenciano, solía decir:

—A mí podrán redomarme, pero pa que me voltee un hombre, carece que las tercerolas del enemigo escupan muy lejos.

Y luego agregaba:

—El primer deber de un jefe es cuidar la vida a su gente y no hacerla matar al ñudo. Hay que peliar, yo no digo, pero buscando ventaja. El corajudo a quien lo dejan seco de un tiro ¿qué es?... Una osamenta lo mesmo que el maula al que lo balean porque no supo disparar a tiempo.


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3 págs. / 6 minutos / 22 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Vuelta del Cuervo

Javier de Viana


Cuento


Lo que más rabia le daba al comisario Gutiérrez era la perruna humildad de Goyo ante las afrentas con que de continuo lo castigaba en su implacable persecución.

La primera vez que exteriorizó su antipatía hacia el mozo, fué en las carreras grandes de Punto Fijo. Cuando el comisario vió que Goyo sacaba un cuchillo para comer la sandía que acababa de comprar a una quitardera, atropelló furioso y casi derribándolo con el encuentro del caballo, vociferó:

—¿Con qué permiso venís armao al camino, gaucho insolente?... ¡A ver, a ver! —gritó dirigiéndose a los milicos que le habían seguido:— ¡desarmen a ese canalla!...

Los policianos, que al echar pié a tierra ya llevaban desenvainados los «corvos-», le aplicaron varios planazos, para evidenciar el poder de la autoridad, nada más, porque el culpable se sometió sin asomo de resistencia.

—¡Protestá, si te parece! —rugió el comisario.

—¡Si no protesto, acato!...

—¡Y si no, no acatés!... —Luego, al sargento: —¡Arrenló pa la comisaría; y qu’ el escribiente le cobre la multa!...

Goyo no chistó.

Otra vez, el comisario llegó sigilosamente, a eso de media noche, a los ranchos de ña Menegilda, donde una media docena de mozos y mozas del pago, habían organizado un «bailongo». Eran jóvenes, eran alegres como el canto de las «primas» de las guitarras. Y, como de costumbre, en casos análogos, Goyo era el héroe y el niño mimado de la fiesta.

Lindo muchacho, guitarrero, cantor y bailarín sin rival, dicharachero, atrevido sin groserías, sabía divertir y por eso lo adoraban y lo buscaban.

Cuando Gutiérrez penetró en la sala, su faz adusta, su mirada torva, su sonrisa amarga, fué como una helada intempestiva caída sobre la alegre floración del jardín: todos se amustiaron de súbito.


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Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Huevo Guacho

Javier de Viana


Cuento


Don Plácido y doña Mariquita son dos muchachos de cabellos blancos. El anda orillando los sesenta y ella pisa ya el umbral del medio siglo.

Al verlos, bajo el verde parral del patio de la Estancia, en las mansas tardes del estío, se les tomaría por un casal de chicuelos con pelucas enharinadas.

Ambos son, en efecto, de pequeña estatura, regordetes, de rostro fresco y sonrosado, de vivos ojos y de unas dentaduras tan blancas, sanas y parejas que causarían envidia a un mocetón congolés.

Misia Mariquita tejía, con ágiles dedos, una colcha de crochet, empezada en el invierno anterior y a la fecha a medio hacer.

Don Plácido leía «Mundo Argentino», que le llegaba los viernes y que al final del viernes subsiguiente aun no lo había concluido de leer.

Durante horas y horas, hasta que empezaba a apagarse el día, la chinita Pampa «acarreaba» el mate dulce, con cáscara de naranja y azúcar quemada, para la patrona; en tanto, el negrito Tordo iba y venía incesante con el amargo para el patrón.

Y uno leía y la otra tejía, pero interrumpiendo con frecuencia sus respectivas ocupaciones para bromearse mutuamente.

—Me parece que antes que vos concluyas esa colcha va’parir la yaguané machorra...

—Y en antes que vos acabes de ler el «Mundo» van a pasar dos veranos... Cuatro, cinco, seis...

—¡Sos inorante!... ¿Te pensás qu’el «Mundo» es un campito como el nuestro, que en dos horas, se recorre al tranco?...

—¡Callate vejestorio!... Siete, ocho, nueve...

—¡Mirá, mirá! —exclamó alegremente don Plácido, cogiendo un mechón de cabellos de su esposa;— mirá, mirá!... ti ha salido un pelo negro! t’estás golviendo moza!...

—¡Sosegate, impertinente! —manifestó ella con fingido enojo;— ya m’hiciste equivocar los puntos, y tengo que deshacer la hilera... Uno, dos, tres...


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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Tiento de Alambre

Javier de Viana


Cuento


Muy modesta, pero muy alegre era la salita de don Braulio Pérez; de impecable blancura las murallas, de dorada paja la techumbre y de tupy el pavimento, tan liso y parejo que se diría de guayacán lustrado.

Entre los barrotes de la reja de madera de la ventana que tomaba luz al huerto, se enredaba un rosal silvestre, cuyas menudas florecitas purpúreas parecían ansiosas de entrar en la estancia presas de femenina curiosidad, para escuchar los inocentes coloquios de las chicas de la casa con los mozos del pago en las tertulias domingueras.

Y cada vez que se abría la puerta de comunicación con el patio, las glicinas, los jazmines del país y las madreselvas, cuyas diversas ramas se abrazaban fraternalmente sobre el techo de tacuaras de la glorieta, expandían en el estrecho recinto de la salita un cálido perfume de templo venusto.

Durante toda la semana sólo penetraba en la salita la chica que estaba de turno para la limpieza y arreglo de la casa, y al sólo efecto de barrerla y aerearla durante un cuarto de hora. Pero el domingo, desde muy temprano, abríanse puertas y ventanas y los humildes floreros de loza pintarrajeada que adornaban las mesitas y las rinconeras, desaparecían bajo los ramos multicolores de claveles, rosas, dalias y malvones.

Después de mediodía empezaban a caer los mozos comarcanos, y como nunca faltaban entre ellos acordionistas o guitarreros, bailábase casi sin cesar hasta el caer la noche.

Ruperta, Paulina y Blasa, las tres hijas de don Braulio, se resarcían ampliamente con aquella sencilla diversión, del afanoso trabajo de toda la semana. Y no tenían novios, sin embargo, bien que la mayor contase ya veinticinco años y que las tres fuesen agraciadas y en extremo simpáticas; sus visitas eran «amiguítos», nada más, de mucha confianza, pero que ni por un momento olvidaban el respeto que se debía a aquel hogar, cuya honestidad era proverbial en el pago.


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Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Del Bien y del Mal

Javier de Viana


Cuento


—Es así, viejo Simón, convénzase de que es así, —concluyó Mariano con su voz pausada serena y armoniosa.

Pero si al viejo Simón le era imposible convencerse de que fuese aceptable lo expresado por el patroncito, mucho más imposible le era convencerse de que efectivamente, el patroncito se expresaba así:

—«Las únicas satisfacciones reales son las que nos proporciona el hacer mal, el hacer sufrir».

Y lo había dicho así, serena, tranquilamente, sin excitaciones, demostrando profundo convencimiento de lo que decía, de que no era uno de esos disparates cual todos proferimos en un momento de ira, pero que no utilizamos jamás como regla de nuestras acciones.

Mariano ajustaba su conducta a esa fórmula horrible. El viejo Simón había visto cuanta satisfacción experimentaba el mozo en sus crueldades de hecho con las bestias y en sus crueldades de palabra con las personas.

Una ocasión, «Saulo», el viejo perro, veterano de la perrada de la estancia, desdentado, rengo, casi ciego, fue a acariciarlo, humilde, arrastrándose, buscando su mano para lamerla. Él no lo rehuyó, por el contrario, retribuyéndole las caricias y conduciéndolo al galpón hasta debajo de un garfio que sostenía un cuarto de vaca, cortó un trozo de carne que puso varias veces a la altura del hocico del perro, haciéndole desear la merienda; y por último, simulando entregársela, le reventó en la boca una vejiga de hiel que llevaba oculta en la otra mano.

Otra vez, mientras el viejo Simón se esforzaba en desvanecer las sospechas que atormentaban a Jacinto, él intervino:

—¡No te aflijas, muchacho!... Puede ser que sean ilusiones... Yo los vi juntos, ayer tarde y no sé lo que Fausto le decía, pero vi que ella reía mucho... y los hombres que hacen reir a las mujeres tienen más probabilidades de conquistarlas que aquellos que las hacen llorar...


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3 págs. / 5 minutos / 29 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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