Textos mejor valorados de Joaquín Díaz Garcés publicados por Edu Robsy

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autor: Joaquín Díaz Garcés editor: Edu Robsy


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La Sandía

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Un roto podrá no tener camisa, cosa que le pasa muy a menudo; no tener ni una mala chupalla para taparse el mate, lo que es el colmo de la escasez; pero, eso sí, no le faltarán diez centavos en el fondo de su bolsillo para darse una pasada por un negocio en que se venda fruta y pedir con toda facha una sandilla.

Para el roto fino, de buena ley, que se come una cebolla cruda con tres ajises, sin pestañear, vale la pena vivir sólo por hartarse en el verano con la adorada, apetecida y jugosa sandía.

Colina es la mapa de las buenas sandías, de carne rosada, llenas de abundante y helado jugo. De ahí parten esas carretadas que se bambolean con el peso de la monstruosa fruta, y que se detienen en la ciudad frente a los puestos que generalmente se instalan en los edificios en construcción o en las puertas cocheras.

Allí se forma entonces una cadena, que no es ciertamente la masónica. El carretero de pie en la culata de la carreta arroja la sandía a otro de pie en el suelo de la calle, el que a su vez la dispara a su mujer, y ésta a su hijo mayor, que va acumulando el montón, dejando en diversos lados las grandes o de a veinte, las medianas o de a diez, y las chicas o de a cinco.

Ahí llegan luego los interesados, los peones que trabajan en la casa del frente; el carpintero que pone los tijerales en la del lado; el cargador que acaba de ganar un corte y quiere darse gusto con él; y la niña convidada que tiene apuro en llegar a su casa porque la está esperando su mamá.

Como la sandía es la fruta nacional por excelencia, y la que más compra nuestro pueblo, se ha amoldado su venta a las exigencias y carácter de los compradores. No se vende sandía sin estar calada. El roto no se aventura a perder su diez para que le salga una sandía verde, o desabrida. Se prueba la cala, y si está buena se le mete cuchillo.


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4 págs. / 7 minutos / 39 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuentos

Joaquín Díaz Garcés


Cuentos, Colección


De pillo a pillo

—Este es un minero de veras —me decía el mayordomo, señalándome a Andrade, un viejo de barbas blancas, tostado y rudo como un bronce viejo, alto, firme todavía, de ojos negros, brillantes e inquietos.

El sol moría tras los altos picachos de la mina. Sin transición de crepúsculo, como ocurre en las altas cordilleras, la noche venía encima. El primer fuego encendido chisporroteaba con los quiscos secos mezclados a las ramas de espino. De abajo, en medio del alto silencio de la montaña subía el tintineo de una tropa de mulas retardada en el camino. Andrade avanzó después de esa breve presentación que hacía un lacónico v elocuente compendio de su vida de penalidades. Porque el viejo había padecido; antes de oírlo, ya sabía yo que su existencia había sido golpeada como pocas. En su faz rugosa, agrietada, esculpida por un tosco cincel, se leían las privaciones del hambre, las brutales quemaduras del sol y de la nieve, tal vez algunas manchas de sangre y de crímenes inconfesables. Hombre nacido para la más ruda batalla, enseñado desde niño a todas las crudezas, no podía encontrar ya nada sobre la tierra que lo hiciera temblar. La nariz aplastada como bajo el golpe de un machete, parte de la espaciosa frente hundida, una oreja incompleta, la voz resuelta pero contenida; era fácil comprender que ese luchador derrotado ni tuvo niñez apacible ni alcanzaría tampoco vejez con reposo.

—Sí, patrón; como minero nadie ha visto más que yo. He tenido muchas veces la plata en la mano, pero se me ha resbalado, señor, cuando menos pensaba. Como padecer he padecido, como hambres nadie puede hablar... Pero la sed, la sentí envolverme en una tortura infinita.

—¿Dónde conociste la sed?

—En el desierto.


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132 págs. / 3 horas, 51 minutos / 373 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2019 por Edu Robsy.

La Gitana Redentora

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Prólogo

Era la cárcel de mujeres: testimonio, abundante todavía, de esas negligencias de un estado que no reparte bien sus rentas, monumento extraño en todas partes, pero no en Chile, de improvisación, de mala adaptación, de ignorancias y descuidos. Caserón de fundo, con puerta, torno y locutorio de convento; serie de patios cuyas construcciones van degenerando y empobreciendo hacia el interior. Afuera, paredes pintadas, naranjos en flor, jaulas con canarios; más adentro, corredores sin baldosas, arbustos lacios y raquíticos; en el fondo, charcos en los corrales, techos rotos, goteras por todas partes, yerbas en las murallas. No ha alcanzado el dinero, ni la previsión ni el estudio. Es una cárcel en que hay detenidas por una semana, al lado de presidiarias perpetuas. Y al frente de todo esto, las religiosas del Buen Pastor, que hacen lo que pueden, que rezan, que suspiran, que agitan llaves en las manos.

Cruzamos los patios un día y fuimos viendo el cortejo de esa pobre carne histérica. Muchachuelas de ojos vivaces, tempranamente cínicos, muestran en los rostros malhumorados la exasperación que causa el brusco salto de la libertad a la obediencia, al lado de otras ya resignadas y pasivas, que se mueven como autómatas, con los ojos embelesados y las manos puestas sobre el vientre, cerca de las compañeras más normales que bordan en silencio, haciendo proyectos más serenos para el porvenir, o se aturden moviendo los pedales de las máquinas de coser. En cada sala, una virgen de yeso policromo, entre marchitas flores y hojas de papel plateado, símbolo de ese rezo monjil, gangoso y formulista, recuerda que las detenidas están sujetas a un régimen maternal y religioso.


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 32 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

De Pillo a Pillo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


—Este es un minero de veras —me decía el mayordomo, señalándome a Andrade, un viejo de barbas blancas, tostado y rudo como un bronce viejo, alto, firme todavía, de ojos negros, brillantes e inquietos.

El sol moría tras los altos picachos de la mina. Sin transición de crepúsculo, como ocurre en las altas cordilleras, la noche venía encima. El primer fuego encendido chisporroteaba con los quiscos secos mezclados a las ramas de espino. De abajo, en medio del alto silencio de la montaña subía el tintineo de una tropa de mulas retardada en el camino. Andrade avanzó después de esa breve presentación que hacía un lacónico v elocuente compendio de su vida de penalidades. Porque el viejo había padecido; antes de oírlo, ya sabía yo que su existencia había sido golpeada como pocas. En su faz rugosa, agrietada, esculpida por un tosco cincel, se leían las privaciones del hambre, las brutales quemaduras del sol y de la nieve, tal vez algunas manchas de sangre y de crímenes inconfesables. Hombre nacido para la más ruda batalla, enseñado desde niño a todas las crudezas, no podía encontrar ya nada sobre la tierra que lo hiciera temblar. La nariz aplastada como bajo el golpe de un machete, parte de la espaciosa frente hundida, una oreja incompleta, la voz resuelta pero contenida; era fácil comprender que ese luchador derrotado ni tuvo niñez apacible ni alcanzaría tampoco vejez con reposo.

—Sí, patrón; como minero nadie ha visto más que yo. He tenido muchas veces la plata en la mano, pero se me ha resbalado, señor, cuando menos pensaba. Como padecer he padecido, como hambres nadie puede hablar... Pero la sed, la sentí envolverme en una tortura infinita.

—¿Dónde conociste la sed?

—En el desierto.


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7 págs. / 12 minutos / 47 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Director de Veraneo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


A la vuelta del veraneo no puedo menos de presentarlo en cuerpo y alma a mis lectores. Es un hombre generalmente panzón, de buena salud, de buen diente, que ha pasado todo el año metido en la oficina, asfixiado en papel escrito, con el tintero bajo las narices, la lapicera en la oreja, luchando con los sabañones, con el sueldo, con los honorarios, con las hijas y con la mujer, y que llega siempre al mes de diciembre amenazado de una neurastenia.

Recibe las vacaciones con el gozo salvaje del caballo de coche de posta lanzado al potrero, escoge un balneario barato y se va al mar resuelto a sacarle el jugo al «veraneo», a no dejar perderse un solo centavo de descanso y alegría. Me refiero a él, al que ustedes han conocido en Zapallar, Papudo, Los Vilos y Pichidangui, en Quintero, Concón, Viña del Mar, San Antonio, Cartagena, PichiIemu, Constitución, Penco y San Vicente, en Peñaflor, San Bernardo, Linderos, Limache, Salto, Calera y San Felipe, en Panimávida, Cauquenes, Jahuel, Catillo, Apoquindo y Chillán, en fin, en todas partes donde hubo una colonia veraniega, donde se bailó, representó, amó, encendieron fuegos artificiales, enviáronse listas a los diarios y abriéronse bazares de caridad. Me refiero al organizador de las fiestas, al hombre indispensable, al que manejaba familias, damas y donceles, corporaciones y autoridades desde el punto de vista del recreo y honesto pasatiempo veraniego.

Acababa de llegar a un punto de veraneo y después de los trajines consiguientes que da en Chile «la casa amoblada» cuando se acaba de comprobar que no tiene más muebles que cuatro malos catres, dos sillas desfondadas, un piano con teclas recalcitrantes y un ropero cuyas puertas no cierran y cuyos cajones entran a puntapiés, estaba sentado en un banco en el jardincillo, cuando vi entrar al hombre panzudo y de buen humor. Se sonrió con aire de viejo amigo y sin cuidarse mucho de saludarme, dijo como para sí:


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9 págs. / 16 minutos / 105 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Contemplativo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Era un niño solitario, de tez pálida y ojos grandes, negros y luminosos como carbunclos. Vivía del otro lado del estero, acompañando a su abuela achacosa, frente al pobre caserío con que remataba el valle en el rincón de cerros de la costa. Como el helechito tierno que aparece entre guijarros y los plumerillos de oro con que el espino se florece, el muchacho era lindo y delicado, y lo parecía más por contraste con el triste pedregal de la comarca. Las manos y los pies marfilados, la cabeza ovalada y la garganta esbelta, que el camisón de percal entreabierto mostraba siempre, hacían pensar en un caballerito robado por una bruja si no fuera que la anciana mostraba en su ajado rostro el modelo primitivo del viril retoño.

Panchito tenía ya dieciocho años cuando mostró un humor melancólico y contemplativo.

—¡Vamos, Panchito! —le decían el cura y el maestro de escuela, que por esos tiempos eran siempre amigos y compadres para bien del vecindario—, sacude esa tristeza y corre por los cerros con tus compañeros.

Sonreía tristemente el muchacho, movía la cabeza con cierto aire de empecinamiento oculto y se marchaba callado, los ojos fijos, embelesado.

—¿En qué piensa? ¿Qué sueña? Porque no es tonto... —reflexionaban los pocos vecinos capaces de reflexionar. Nadie lo sabía, tal vez ni él mismo. Cuando terminaba el trabajo, Panchito se sentaba en una piedra, siempre en la misma cerca del rancho apuntalado de la abuela, escuchando, contemplando, olvidado de comer, de reposar, de dormir.


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7 págs. / 13 minutos / 42 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Cura de Romeral

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Parroquia de cordillera chilena, por consiguiente pobre. Gran casa de un piso aparragada en la tierra y muy cerca del cerro. Rincón de huerto asoleado, poético, mezcla de la arboleda umbrosa del llano, con el monte criollo de maquis y quillayes. Una fila de enormes perales en el fondo, completamente nevados de albas flores, deja caer en vago espiral la plumilla caliente de las corolas que ya se marchitan. En el suelo, de la blanquísima alfombra que tiende toda esta florescencia moribunda, surgen centenares de retoños que el fruto caído y no levantado del suelo sembró y fecunda sin intervención de nadie. Arbolillos que levantan una sola varilla con hojas tiernas, van a suplir con los años los viejos perales apolillados y estériles, que lloran su savia por la agrietada corteza. ¡Así debía renovarse el bosque por sí solo! Otra fila de cerezos aún más floridos, alargan sus ramas sin hojas, solamente envueltas en abiertos copos que parecen de luna blanca. Al amanecer, antes de salir el sol, este follaje blanco destella con luz propia mirándolo contra el cielo de frío azul, y parece que cada flor es una estrella. En este pobre huerto hay diseminadas diversas plantas con que cada cura marcó su paso. Hubo uno aristocrático, un viejito delgado, de gran nombre, enviado a la cordillera por salud, que dejó algunos rosales finos. Le siguieron dos buenos curas campesinos y humildes que marcaron su pasada en algunas matas de pelargonia, dengues, artemisas, flor de la pluma.


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8 págs. / 14 minutos / 46 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestro Tin-tin

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Así lo llamaban en todos los alrededores porque desde muy lejos ya se sentía el golpe del yunque en su fragua del barranco del río. Era un viejo de cara sumamente bondadosa, ojos suaves, y aspecto inofensivo y simpático. Herrero desde muchos años, prestaba sus servicios en la hacienda, componiendo un día la llanta de una carreta, supliendo otras el perno de un arado, haciendo el cerrojo de un portón o soldando los zunchos de una tina.

Desde el amanecer se sentía ya el vibrante golpe del yunque, llenando todo el barranco y sobresaliendo sobre los mil ruidos del despertar de las mañanas de campo. Era una nota aguda, alta, cristalina, que contribuía a alegrar el comienzo del trabajo, como un valiente toque de diana. Y cuando pasaban los peones con la herramienta al hombro para ir a ocupar el puesto que a cada cual le correspondía en la batalla del día, decían entre sí:

—Ya está el maestro Tin-tin en la fragua.

Cada día llegaba alguien hasta la puerta de su casa, abierta entre dos álamos viejos, y adornada con dos frondosas matas de cardenales rojos, en consulta de algún descalabro de ferretería. Y el maestro Tin-tin salía con las mangas arremangadas y su delantal de mezclilla azul, y siempre sonriente, siempre amable, lo resolvía todo a ojo de buen varón.

A medida que la tarde declinaba iba bajando el diapasón de los golpes del maestro, hasta que junto con hundirse la última extremidad del sol en el poniente, se sentía el último golpe, el del combo que caía abandonado sobre el yunque.

Entonces el viejo salía a la puerta a ver pasar a los que volvían del trabajo, y allí permanecía hasta que al otro lado del río tocaban el Ángelus y lo rezaba él con la cabeza descubierta y la vista baja para entrarse después a la casa donde ya hervía la olla de frejoles al fuego.


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4 págs. / 8 minutos / 38 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Más Bruto de los Héroes

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Estay había sido preso por «homecida», como decía él a los que indiscretamente se lo preguntaban, al través de las rejas de la cárcel. Y a confesión de parte...

Pero, en fin, malo no era el pobre Estay. Se habían metido faldas de por medio, y seguramente copas también. Alguien le insultó, salieron a la vuelta de la esquina, pusieron de testigo al policial y se acuchillaron durante media hora. ¿Qué culpa tenía Estay, que el muerto hubiera sido el otro? En cambio, había sacado una cuchillada en la cara, otra cerca del ojo, un puntazo en la frente y rasmillones por todas partes.

Con la cara llena de sangre fue llevado a la comisaría, donde se la estancó, antes que pudieran evitarlo, con tierra recogida en el suelo. Y así, con el rostro mitad fiero, mitad grotesco, se paró ante el juez, se encogió de hombros, no le sacaron palabra y fue a parar al presidio.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Tránsito del Demonio

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Clodomiro Pérez es corista varón del Teatro Municipal. Su cara de asno joven se destaca vigorosamente en la escena, y hace el regocijo de las galerías y del elemento joven que concurre a oír la ópera.

Como prisionero númida en el segundo acto de Aida, infundía pavor al mismo Amonasro. Enseguida, se le ascendió por su fealdad y por su buena conducta a sacerdote egipcio, y cuando en el fondo del templo resonaba pavorosa la ronca y tétrica acusación de traidor a la patria, sobre todas las demás se alzaba la voz de Clodomiro Pérez, que en esos momentos creía realmente tener en sus manos la vida de Radamés.

En Fausto, en el coro de las cruces, Mefistófeles, más que por la presencia de ese signo odiado para él, temblaba ante la cara que ponía Clodomiro Pérez, para vencerlo y aterrorizarlo.

Pérez era, indudablemente, el rey de los coristas. Sabía abrir los ojos desmesuradamente, mirar al vecino como para comunicarse la impresión de la romanza cantada por el tenor; mover los brazos desmesuradamente, inclinar la cabeza, en fin, dramatizar a su manera.

Clodomiro era casado con una mujer vieja y sorda, un abocastro tal, que ni siquiera había conseguido figurar en el coro femenino del Municipal, donde son cualidades que se aprecian mucho la fealdad, la vejez y el no tener oídos.

En la noche del miércoles, el pobre Pérez, dejando a su mujer en cama, con una grave enfermedad, se vio obligado a asistir al estreno de Mefistófeles, donde le correspondía el honroso puesto de demonio, para salir con el gran tenedor de tres dientes en el segundo acto, en la escena del infierno.


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4 págs. / 7 minutos / 35 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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