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autor: Joaquín Díaz Garcés etiqueta: Cuento


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Director de Veraneo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


A la vuelta del veraneo no puedo menos de presentarlo en cuerpo y alma a mis lectores. Es un hombre generalmente panzón, de buena salud, de buen diente, que ha pasado todo el año metido en la oficina, asfixiado en papel escrito, con el tintero bajo las narices, la lapicera en la oreja, luchando con los sabañones, con el sueldo, con los honorarios, con las hijas y con la mujer, y que llega siempre al mes de diciembre amenazado de una neurastenia.

Recibe las vacaciones con el gozo salvaje del caballo de coche de posta lanzado al potrero, escoge un balneario barato y se va al mar resuelto a sacarle el jugo al «veraneo», a no dejar perderse un solo centavo de descanso y alegría. Me refiero a él, al que ustedes han conocido en Zapallar, Papudo, Los Vilos y Pichidangui, en Quintero, Concón, Viña del Mar, San Antonio, Cartagena, PichiIemu, Constitución, Penco y San Vicente, en Peñaflor, San Bernardo, Linderos, Limache, Salto, Calera y San Felipe, en Panimávida, Cauquenes, Jahuel, Catillo, Apoquindo y Chillán, en fin, en todas partes donde hubo una colonia veraniega, donde se bailó, representó, amó, encendieron fuegos artificiales, enviáronse listas a los diarios y abriéronse bazares de caridad. Me refiero al organizador de las fiestas, al hombre indispensable, al que manejaba familias, damas y donceles, corporaciones y autoridades desde el punto de vista del recreo y honesto pasatiempo veraniego.

Acababa de llegar a un punto de veraneo y después de los trajines consiguientes que da en Chile «la casa amoblada» cuando se acaba de comprobar que no tiene más muebles que cuatro malos catres, dos sillas desfondadas, un piano con teclas recalcitrantes y un ropero cuyas puertas no cierran y cuyos cajones entran a puntapiés, estaba sentado en un banco en el jardincillo, cuando vi entrar al hombre panzudo y de buen humor. Se sonrió con aire de viejo amigo y sin cuidarse mucho de saludarme, dijo como para sí:


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Psicología del Intruso

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


El intruso para mí es el ser más misterioso de la creación. Cuando vi por la primera vez la osamenta gigantesca de un animal antediluviano, cuando leí las revelaciones que sobre los monstruos descubiertos en el fondo del océano por el príncipe de Mónaco hacían las revistas científicas, sufrí una sorpresa natural; pero luego olvidé esa novedad por otras, en la sucesión constante de preocupaciones que la vida nos ofrece. Pero el intruso me ha atraído siempre en forma permanente, y a pesar de los años no deja de preocuparme como en el primer día en que encontré uno. ¿Qué cosa es el intruso a punto fijo? ¿Es un hombre de buena o mala fe? ¿Sabe él mismo que es un intruso? Si lo sabe, ¿cómo insiste? ¿Con qué fin insiste? ¿La intrusión es un fenómeno físico o moral? ¿Es curable? Y, en fin, y para no abusar de las interrogaciones, la intrusión, ¿es consecuencia de excesivo orgullo y confianza en sí mismo o de timidez y desconfianza?

Y me hago esta última pregunta, porque el fenómeno contrario a la intrusión, es decir, el alejamiento de las personas, proviene en unos de orgullo y en otros de timidez. El arisco no va hacia los amigos o porque cree que deben buscarle o porque teme que su compañía no sea codiciable. No sería extraño que hubiera intrusos por soberbia y también por timidez.

Así como ocurre leyendo las memorias de los botánicos célebres, de los entomólogos, de los zoólogos, que cuando el sabio iba preocupado por la explicación de cierta planta extraña, del aguijón de un insecto o de las condiciones del estómago de un mamífero, se ha encontrado precisamente en ese momento con otra planta, con otro insecto u otro animal que le han contestado por inducción todas sus angustiosas interrogaciones; así me pasó con un intruso, hace muy pocos días, mientras viajaba hacia el sur.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

De Pillo a Pillo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


—Este es un minero de veras —me decía el mayordomo, señalándome a Andrade, un viejo de barbas blancas, tostado y rudo como un bronce viejo, alto, firme todavía, de ojos negros, brillantes e inquietos.

El sol moría tras los altos picachos de la mina. Sin transición de crepúsculo, como ocurre en las altas cordilleras, la noche venía encima. El primer fuego encendido chisporroteaba con los quiscos secos mezclados a las ramas de espino. De abajo, en medio del alto silencio de la montaña subía el tintineo de una tropa de mulas retardada en el camino. Andrade avanzó después de esa breve presentación que hacía un lacónico v elocuente compendio de su vida de penalidades. Porque el viejo había padecido; antes de oírlo, ya sabía yo que su existencia había sido golpeada como pocas. En su faz rugosa, agrietada, esculpida por un tosco cincel, se leían las privaciones del hambre, las brutales quemaduras del sol y de la nieve, tal vez algunas manchas de sangre y de crímenes inconfesables. Hombre nacido para la más ruda batalla, enseñado desde niño a todas las crudezas, no podía encontrar ya nada sobre la tierra que lo hiciera temblar. La nariz aplastada como bajo el golpe de un machete, parte de la espaciosa frente hundida, una oreja incompleta, la voz resuelta pero contenida; era fácil comprender que ese luchador derrotado ni tuvo niñez apacible ni alcanzaría tampoco vejez con reposo.

—Sí, patrón; como minero nadie ha visto más que yo. He tenido muchas veces la plata en la mano, pero se me ha resbalado, señor, cuando menos pensaba. Como padecer he padecido, como hambres nadie puede hablar... Pero la sed, la sentí envolverme en una tortura infinita.

—¿Dónde conociste la sed?

—En el desierto.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cafetera Rusa

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Desde hace mucho tiempo, desde los años de la Universidad, época en que se propalan los más absurdos rumores sobre el matrimonio, he tenido para mí que la felicidad conyugal descansa sobre dos firmes columnas: el buen café después de las comidas y el piano bien tocado en las veladas del hogar.

Tan arraigadas he tenido estas convicciones y con tanta pasión las desarrollé ante la que iba a ser mi mujer, que no es de extrañarse que en el primer año de mi matrimonio nadie bebiera mejor café en Santiago, y nadie oyera mejor ejecutadas las sonatas de Beethoven, La Polonesa y Nocturno de Chopin y numerosas composiciones de Mendelsohn, Rubinstein, Schumann y otros maestros.

Pero como siempre ocurre, el café fue empeorando lentamente, y la ejecución de las piezas relajándose. Esto último se explica con la presencia de un nuevo habitante en mi casa, que con sus gritos, caprichos y enfermedades variadas distraía las facultades de la pianista y hacía nacer las de la madre.

Cada día se producía, después de comer, una escena análoga. Mi mujer esperaba que llevara a mis labios la tacita de café para observar concienzudamente el efecto que éste me producía. Enseguida, juzgando por la alteración de mis rasgos fisonómicos, llamaba a la sirviente:

—¿Qué café es éste?

—El mismo de ayer, señorita.

—¿Lo has tostado más que otras veces?

—No, señorita. Lo mismo que siempre.

—Sin embargo, está peor que nunca.

Yo notaba, a medida que avanzaba el tiempo, una honda desesperación en mi casa. El café empeoraba, como el cambio, y nada podía, como a éste, colocarlo en su antiguo pie. Para no agravar situación, ya grave de suyo, me abstenía de dar juicio alguno, y este silencio exasperaba indudablemente a mi mujer.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestro Tin-tin

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Así lo llamaban en todos los alrededores porque desde muy lejos ya se sentía el golpe del yunque en su fragua del barranco del río. Era un viejo de cara sumamente bondadosa, ojos suaves, y aspecto inofensivo y simpático. Herrero desde muchos años, prestaba sus servicios en la hacienda, componiendo un día la llanta de una carreta, supliendo otras el perno de un arado, haciendo el cerrojo de un portón o soldando los zunchos de una tina.

Desde el amanecer se sentía ya el vibrante golpe del yunque, llenando todo el barranco y sobresaliendo sobre los mil ruidos del despertar de las mañanas de campo. Era una nota aguda, alta, cristalina, que contribuía a alegrar el comienzo del trabajo, como un valiente toque de diana. Y cuando pasaban los peones con la herramienta al hombro para ir a ocupar el puesto que a cada cual le correspondía en la batalla del día, decían entre sí:

—Ya está el maestro Tin-tin en la fragua.

Cada día llegaba alguien hasta la puerta de su casa, abierta entre dos álamos viejos, y adornada con dos frondosas matas de cardenales rojos, en consulta de algún descalabro de ferretería. Y el maestro Tin-tin salía con las mangas arremangadas y su delantal de mezclilla azul, y siempre sonriente, siempre amable, lo resolvía todo a ojo de buen varón.

A medida que la tarde declinaba iba bajando el diapasón de los golpes del maestro, hasta que junto con hundirse la última extremidad del sol en el poniente, se sentía el último golpe, el del combo que caía abandonado sobre el yunque.

Entonces el viejo salía a la puerta a ver pasar a los que volvían del trabajo, y allí permanecía hasta que al otro lado del río tocaban el Ángelus y lo rezaba él con la cabeza descubierta y la vista baja para entrarse después a la casa donde ya hervía la olla de frejoles al fuego.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Más Bruto de los Héroes

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Estay había sido preso por «homecida», como decía él a los que indiscretamente se lo preguntaban, al través de las rejas de la cárcel. Y a confesión de parte...

Pero, en fin, malo no era el pobre Estay. Se habían metido faldas de por medio, y seguramente copas también. Alguien le insultó, salieron a la vuelta de la esquina, pusieron de testigo al policial y se acuchillaron durante media hora. ¿Qué culpa tenía Estay, que el muerto hubiera sido el otro? En cambio, había sacado una cuchillada en la cara, otra cerca del ojo, un puntazo en la frente y rasmillones por todas partes.

Con la cara llena de sangre fue llevado a la comisaría, donde se la estancó, antes que pudieran evitarlo, con tierra recogida en el suelo. Y así, con el rostro mitad fiero, mitad grotesco, se paró ante el juez, se encogió de hombros, no le sacaron palabra y fue a parar al presidio.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Tránsito del Demonio

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Clodomiro Pérez es corista varón del Teatro Municipal. Su cara de asno joven se destaca vigorosamente en la escena, y hace el regocijo de las galerías y del elemento joven que concurre a oír la ópera.

Como prisionero númida en el segundo acto de Aida, infundía pavor al mismo Amonasro. Enseguida, se le ascendió por su fealdad y por su buena conducta a sacerdote egipcio, y cuando en el fondo del templo resonaba pavorosa la ronca y tétrica acusación de traidor a la patria, sobre todas las demás se alzaba la voz de Clodomiro Pérez, que en esos momentos creía realmente tener en sus manos la vida de Radamés.

En Fausto, en el coro de las cruces, Mefistófeles, más que por la presencia de ese signo odiado para él, temblaba ante la cara que ponía Clodomiro Pérez, para vencerlo y aterrorizarlo.

Pérez era, indudablemente, el rey de los coristas. Sabía abrir los ojos desmesuradamente, mirar al vecino como para comunicarse la impresión de la romanza cantada por el tenor; mover los brazos desmesuradamente, inclinar la cabeza, en fin, dramatizar a su manera.

Clodomiro era casado con una mujer vieja y sorda, un abocastro tal, que ni siquiera había conseguido figurar en el coro femenino del Municipal, donde son cualidades que se aprecian mucho la fealdad, la vejez y el no tener oídos.

En la noche del miércoles, el pobre Pérez, dejando a su mujer en cama, con una grave enfermedad, se vio obligado a asistir al estreno de Mefistófeles, donde le correspondía el honroso puesto de demonio, para salir con el gran tenedor de tres dientes en el segundo acto, en la escena del infierno.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Gitana Redentora

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Prólogo

Era la cárcel de mujeres: testimonio, abundante todavía, de esas negligencias de un estado que no reparte bien sus rentas, monumento extraño en todas partes, pero no en Chile, de improvisación, de mala adaptación, de ignorancias y descuidos. Caserón de fundo, con puerta, torno y locutorio de convento; serie de patios cuyas construcciones van degenerando y empobreciendo hacia el interior. Afuera, paredes pintadas, naranjos en flor, jaulas con canarios; más adentro, corredores sin baldosas, arbustos lacios y raquíticos; en el fondo, charcos en los corrales, techos rotos, goteras por todas partes, yerbas en las murallas. No ha alcanzado el dinero, ni la previsión ni el estudio. Es una cárcel en que hay detenidas por una semana, al lado de presidiarias perpetuas. Y al frente de todo esto, las religiosas del Buen Pastor, que hacen lo que pueden, que rezan, que suspiran, que agitan llaves en las manos.

Cruzamos los patios un día y fuimos viendo el cortejo de esa pobre carne histérica. Muchachuelas de ojos vivaces, tempranamente cínicos, muestran en los rostros malhumorados la exasperación que causa el brusco salto de la libertad a la obediencia, al lado de otras ya resignadas y pasivas, que se mueven como autómatas, con los ojos embelesados y las manos puestas sobre el vientre, cerca de las compañeras más normales que bordan en silencio, haciendo proyectos más serenos para el porvenir, o se aturden moviendo los pedales de las máquinas de coser. En cada sala, una virgen de yeso policromo, entre marchitas flores y hojas de papel plateado, símbolo de ese rezo monjil, gangoso y formulista, recuerda que las detenidas están sujetas a un régimen maternal y religioso.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Maestros de Barrio

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


El inmenso entusiasmo con que la humanidad recibió la invención del aeroplano no ha igualado, por cierto, el que acogió el descubrimiento de la rueda.

Yo me figuro a ese hombre primitivo y perezoso, a quien la tribu despreciaba por su inutilidad, meditabundo, en la rama de un árbol disputándoles las nueces a los monos y viendo llegar a sus compañeros arrastrando por el suelo, sobre enormes ramas y troncos, las piedras para construir la casa y los venados muertos para acumular charqui para el invierno. Me lo figuro sonriendo con ironía de todo ese trabajo mal aprovechado y dándose esa palmada en la frente que ha precedido toda invención. Tal vez un día se marchó solo con un hacha al hombro, y volvió como un triunfador precediendo una verdadera carreta de burdas ruedas hechas de una sola pieza —como torrejas de troncos— tirada por un buey, o, si se quiere, por un toro. ¡Qué locura sería la de la tribu!

Pues bien, yo espero igual frenesí para celebrar el descubrimiento que nos permita darnos baños calientes bajo techo, con oprimir una sola vez el timbre eléctrico o dar vueltas al conmutador o arrojar un comprimido a la tina. Porque la humanidad, principalmente la humanidad santiaguina, es esclava de un reducido grupo de hombres de perversas inclinaciones y de infinita torpeza, que se dan a sí mismos el nombre de gásfiters, y no podrá prescindir del tributo de dinero y de salud que ellos le extorsionan mientras exista el calentador automático de baño llamado cálifon, sea de tipo cilíndrico o cúbico, de níquel o de cobre, de mármol o de celuloide o de papel mascado o de... cualquiera cosa.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Contemplativo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Era un niño solitario, de tez pálida y ojos grandes, negros y luminosos como carbunclos. Vivía del otro lado del estero, acompañando a su abuela achacosa, frente al pobre caserío con que remataba el valle en el rincón de cerros de la costa. Como el helechito tierno que aparece entre guijarros y los plumerillos de oro con que el espino se florece, el muchacho era lindo y delicado, y lo parecía más por contraste con el triste pedregal de la comarca. Las manos y los pies marfilados, la cabeza ovalada y la garganta esbelta, que el camisón de percal entreabierto mostraba siempre, hacían pensar en un caballerito robado por una bruja si no fuera que la anciana mostraba en su ajado rostro el modelo primitivo del viril retoño.

Panchito tenía ya dieciocho años cuando mostró un humor melancólico y contemplativo.

—¡Vamos, Panchito! —le decían el cura y el maestro de escuela, que por esos tiempos eran siempre amigos y compadres para bien del vecindario—, sacude esa tristeza y corre por los cerros con tus compañeros.

Sonreía tristemente el muchacho, movía la cabeza con cierto aire de empecinamiento oculto y se marchaba callado, los ojos fijos, embelesado.

—¿En qué piensa? ¿Qué sueña? Porque no es tonto... —reflexionaban los pocos vecinos capaces de reflexionar. Nadie lo sabía, tal vez ni él mismo. Cuando terminaba el trabajo, Panchito se sentaba en una piedra, siempre en la misma cerca del rancho apuntalado de la abuela, escuchando, contemplando, olvidado de comer, de reposar, de dormir.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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