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autor: Joaquín Dicenta textos disponibles


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La Pícara Vida

Joaquín Dicenta


Cuento


Siempre fue muy cómodo renegar de la vida y hacer de ella renuncia teórica, maldiciendo los disgustos y penalidades que proporciona.

Pero una cosa es predicar y otra dar trigo, como una cosa es llamar a la muerte a voces cuando está lejos, y tenderle amorosamente los brazos cuando se la contempla de cerca.

Tan verdad es esto, que siempre, cuando a las personas que me rodean oigo echar pestes contra la existencia miserable que padecemos los humanos, acude a mi memoria un cuento que mi madre me refería cuando yo era chico, y que puede servir de enseñanza y respuesta a los que piden a todas horas que la muerte venga a librarles de la desdichada vida que sufren.


* * *


En cierto pueblo de Aragón vivían juntos una madre y un hijo.

Era la madre de edad avanzada, muy buena mujer, muy creyente y muy hacendosa a pesar de sus años.

Sólo tenía un defecto: renegar a todas horas de la vida; y era el hijo un clérigo joven, cura del pueblo y hombre de honradas costumbres e intachable conducta.

—¡Dios mío! —decía la madre siempre que encontraba ocasión para ello, y la encontraba a cualquier hora—. ¡Dios mío, haz a mi hijo feliz, conserva su existencia preciosa y no me proporciones el pesar horrible de verle morir, de llevarlo contigo antes que yo muera! Que viva él que es joven, que puede hacer tanto en tu divino servicio. ¡Que viva él!… A mí, señor, a esta pobre vieja que sólo sinsabores y penas ha sufrido en el mundo, llévame ya de él, concédame tu misericordia el descanso que ardientemente solicito. La vida es para mí carga pesada; la muerte fiera, descanso, y yo la recibiría con los brazos abiertos. Venga la muerte para mí: la recibiré como un bien.


* * *


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 44 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Infanticida

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Los Méndez—Urda componen ejemplar familia. De modelo sirven a los buenos vecinos y aun a los malos, que doña Torcuata, la del ocho, madre de la picos pardos Juanita, dice, cuando ve por su frente al hijo mayor de los Urda:

—Como éste quisiéralo para mi niña y no el granujón de Melquiades que, sobre mantenerse con las ganancias de ella, me la pone a parir en cuanto se le enciende el humor.

El jefe de los Méndez—Urda es alto funcionario, ya retirado del oficinesco trajín, con buena cesantía, una sarta de cruces y su miaja de cupón a cortar. Nadie le gana en puntos de honra y en no sufrir mácula en la suya y en las ajenas. Respetos sociales, deberes religiosos, leyes humanas y divinas, tienen en D. Antonio fiel custodio e inquebrantable paladín. Antes pasará por rueda de tortura o por corbatín de garrote que por acción contraria a las costumbres, usos, prejuicios y ortodoxias en que sus padres le educaron.

Ha por compañera de tálamo a una cincuentona señora, casi ciega de ojos y ciega, sin casi, de intelecto. Reparte ella sus días, por mitad, entre la casera obligación y los deberes que, muy a su gusto le imponen, misas, rogativas, confesorio y novenas. En los quehaceres de la casa ayudan a doña Bibiana tres criados; en los de su beatería, el confesor, Dios y una ristra de santos que vuelven Congreso celestial la alcoba de la vieja. Teníalos antes en un gabinetito a la alcoba contiguo. Al cumplir los cincuenta, en la alcoba instaló a sus imágenes, segura de no molestarlas ni ofenderlas con su próxima vecindad.

Frutos hubo este matrimonio en número de cinco: tres varones y dos mujeres.

El mayor de aquellos entró, casi niño aún, a hacer méritos en la oficina de su padre.


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Dominio público
31 págs. / 55 minutos / 100 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Maquinista

Joaquín Dicenta


Cuento


En pie sobre el suelo acerado de la locomotora, repartiendo con mano segura y experta vida y calor y movimiento á aquel organismo de hie­rro y de cobre; apoyado en la mani­vela; atento á las oscilaciones del manómetro y á las exigencias del re­gulador; combinándolo todo, mi­diéndolo todo, previniéndolo todo, está el maquinista del tren en mar­cha, con los ojos puestos en el camino y la conciencia en el cumplímiento de su deber.

Aquel hombre, vestido con una blusa azul recogida en desiguales pliegues sobre unos pantalones del mismo color: robusto de cuerpo, con el rostro ennegrecido por el humo, las manos sucias por el carbón y la piel curtida por la lluvia y el aire; aquel personaje, en cuya existencia reparan apenas los viajeros, es el dueño del tren que resbala apresuradamente sobre los rieles; á su voluntad y á su pericia están encomendados los intereses varios que se agi­tan y se amontonan en el interior de los vagones, la vida de los hombres, la conservación de los equipajes, la seguridad de las mercancías; un mo­vimiento torpe, una maniobra mal hecha, el menor descuido, la más pequeña falta, pueden convertir la mole obediente y bien equilibrada, el medio de comunicación y de progreso, el implacable vencedor de las distancias y de las fronteras, en masa ciega y destructora, en instrumento de muerte y de tortura, en vehículo de desastre y en pregonero de des­gracias.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 35 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Hijo del Odio

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Primero es una multitud, enloquecida por el terror, la que invade el pueblo con pataleo angustioso de ganado en fuga. Aquella multitud no hace alto. Sigue su carrera lanzando gritos, atropellándose, procurando acrecer más y más la distancia entre ella y el peligro que la hace huir.

—¡Los nuestros retroceden!… ¡Los nuestros retroceden! —vocean los fugitivos dirigiéndose al vecindario que les contempla con estupefacción medrosa—. ¡Muy pronto llegarán!… ¡Después de ellos, arrollándolos, destrozándolos, entrará el enemigo! ¡Con él van el incendio y la violación y la muerte!… ¡Huid!… ¡Poned vuestros bienes a salvo!…

Y la multitud deja el pueblo sin volver la cara, avivando su frenético galopar, levantando a su espalda torbellinos de polvo.

¡Ay de quien cae!… Sobre él pasan todos. Niño, adulto, viejo, hombre o mujer, nadie procura alzarlo de tierra. Tampoco las reses en huida se detienen o apartan ante la res que tropieza y cae; por cima de ella siguen, pateándola, magullándola, hasta dejarla muerta o aullando su dolor en una cuneta del camino.

Los vecinos ricos del pueblo, con la celeridad propia del espanto, enganchan a los carros sus bestias, cargan dentro lo más preciso, se acomodan entre la carga y huyen a todo correr de las caballerías, restallando los látigos, comiéndose con los ojos el horizonte.

Tras ellos van los pobres; los menos miserables, a lomos de caballerías menores; los más, a todo viaje de sus piernas; las madres, apretujando contra sus riñones a los hijos; los padres, con alforjas o lienzos, llenos de enseres a hombros: harapos son, pingajos miserables; pero son la riqueza de los mendigos y quieren salvarla como los ricos su oro, sus alhajas, sus ropas.


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Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 70 visitas.

Publicado el 13 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Hampón

Joaquín Dicenta


Cuento


I

En las oficinas, acodado contra la saliente de un ventanillo, sobre el cual pintaron con negro la palabra JORNALES, recoge los suyos un hombre de piernas recias y ancha espalda. Bajo la chaqueta, se dibujan poderosos los músculos del bíceps; los de la pantorrilla se apelotonan tras el remendado pantalón, poniéndole a punto de estallar, cuando las piernas hacen firme. La cabeza del minero, embutida en el semicírculo que traza el ventanillo apenas descubre ásperos remolinos de la barba azabache; un sombrero ancho, con repujadura de mugre, cae a ras de su nuca; por ella se desparraman mechones rebeldes que se retuercen hacia arriba, para componer tufos encima de la oreja.

Cuatro manos vienen y van por una tabla que, interiormente, angula el ventanillo. Dos de estas manos, las que se mueven más adentro, pálidas, blanduchas, apilan en la tabla monedas; las otras dos manos, deshechuradas y callosas, cuentan las monedas y las hacen rebotar sobre el mostrador, una a una. Cuando rebota la última, la mano izquierda del minero sale del ventanillo y desaparece en los repliegues de la faja; vuelve a aparecer, extendiendo un pañuelo de hierbas; va el pañuelo a la faja, repleto de medias pesetas, pesetas y duros, y el hombre, apoyándose en los codos, endereza el busto dando frente a una puerta, por cuya vidriera, alambrada y sucia, se ciernen los rayos solares en átomos plomizos.

Aquella media luz recorta fantásticamente la imagen del minero. Su cuerpo erguido, apoyado en las piernas, deja ver por la camiseta desabrochada un pecho velludo y un cuello de cíclope; sobre él posa con arrogancia la cabeza, mostrando, entre las marañas de la barba y del pelo, dos grandes ojos verdes que relampaguean bajo unos cejales endrinos, una corva nariz; y unos labios que se contraen, descubriendo los dientes blancos, puntiagudos y cabales.


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Dominio público
37 págs. / 1 hora, 6 minutos / 94 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

De la Última Hornada

Joaquín Dicenta


Cuento


—No le quepa a usted duda; el secreto de la vida está en divertirse y solo en divertirse, sin descuidar, por supuesto, lo que a nuestras comodidades y a nuestro porvenir se refiere.

Así se expresaba un joven de veintidós a veintitrés años, asiduo concurrente a cierto café donde asisto yo todas las tardes, como quien asiste a una cátedra; porque si el café constituye en la mayoría de los casos un centro de holganza y un congreso de maldicientes, puede también resultar, para quien sabe utilizarlo, un observatorio de hombres como otro cualquiera.

Aquel joven era y sigue siendo mi contertulio de mesa; yo me complazco en escucharle porque representa de hecho y de derecho a la última hornada de nuestra juventud y, ¡qué demonio!, bien vale la pena de perder un par de horas averiguando cómo razonan y cómo discurren los que a vuelta de algunos años han de influir en los destinos de la patria con el esfuerzo de sus músculos o con los productos de su inteligencia.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 14 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Por Dónde Vienen las Actas

Joaquín Dicenta


Cuento


Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mi­rada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo re­comienda.

—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis afi­ciones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.

—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?

—Tengo grandes proyectos —re­plicó el joven, á tiempo que su ros­tro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evolu­ciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á econo­mía, todo lo que se ha escrito; naci­do en el pueblo, me ha sido suma­mente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un pro­grama que defenderé con inque­brantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me pro­porcione el periodismo, donde pien­so exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honra­damente los intereses de mi patria.

—¿Conque tales son los pensa­mientos que á usted animan?

—Sí, señor.

—Usted será rico.

—No, señor.

—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.

—¡Qué dice usted!


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3 págs. / 5 minutos / 15 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Página Rota

Joaquín Dicenta


Cuento


I

El poeta vivía retirado en un barrio extremo de Madrid. Más que ciudadana, era campesina su vivienda —entre hotel y casa de campo—, limitada por tierras en labranza y embellecida por un jardín y un huerto.

Certamen celebraban en el jardín las flores durante la primaveral estación, volviéndolo paleta, donde lucían los rosales su espléndida gama que va, por entre perfumes, desde el blanco al bermejo; los claveles, sus amarillos y sus grana; los pensamientos, sus caritas de gnomo; los lirios y violetas, sus obispales vestiduras; los jazmines, su nácar; los nardos, su marfil. Los girasoles esplendían sobre el espacio como soles minúsculos; como astros brillaban en el cielo verde de los macizos margaritas y tréboles. Los ramos de acacias y de lilas volvíanse airones al suave empuje de los céfiros. La atmósfera, hecha incienso por los alientos vegetales, ascendía, en moléculas irisadas, al encuentro del sol.

Desde el mayo al septiembre, desbordaban en frutos los árboles y las plantaciones del huerto.

Los tomates coqueteaban entre las rejas del cañizo; los pimientos campanilleaban sobre el esmalte de los tallos como caireles de coral; entre hojas berilianas se erguían las fresas, tal que sueltos rubís. A este lado descubría el calabazal sus anchos panes de oro; al otro desflecábase la escarola en rizos o se abría la lechuga en penachos.

Los frutales enrejaban sus ramas, para ofrecer a los pájaros nido. Por ellas descolgaban los albaricoques pecosos, las ciruelas amoratadas, los agridulces nísperos, las guindas carmesí, los higos goteantes de miel. Naranjos enanos embalsamaban el ambiente con los perfumes de su azahar. Un pino solitario derramaba sobre su viudez lágrimas de resina.


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 84 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

La Finca de los Muertos

Joaquín Dicenta


Cuento


Bajando por la puerta de Toledo, poco antes de llegar al puente y a mano izquierda de la carretera, se abre un camino polvoriento, especie de atajo, en cuyas lindes vierte sus aguas una alcantarilla que serpentea con emanaciones de pantano y pujos de arroyo, para lamer cuatro o cinco casucas de agrietadas paredes y ruinoso aspecto. En sus ventanas colúmpianse con churrigueresco desorden, sujetos a una soga y heridos brutalmente por los rayos del sol, multiples harapos de infinitos colores, los cuales son prendas de vestir, aunque no lo parecen; y junto a la puerta charlan y gritan, formando grupos heterogéneos, mujeres de todas edades, con las greñas sueltas, los brazos desnudos y las medias (cuando las tienen) caídas por encima de los tobillos.

Mientras las mujeres platican, sus criaturas, descalzas, medio en cueros, tiznado el rostro y curtida la piel, chapotean entre las aguas, revolviendo y respirando las putrideces estancadas en el fondo de la alcantarilla, y se revuelcan por la húmeda arena y escarban el suelo y traban disputas, que terminan casi siempre a puñetazos.

Los padres de estos chicos, ocupados en un trabajo que comienza con el día y acaba con el día también, no gozan de tiempo para vigilarles. Las madres, entregadas a sus hablillas, a sus rencores y a sus faenas no les hacen caso tampoco, y los niños se desarrollan en absoluta libertad con el raquitismo en la sangre y la ignorancia en el cerebro.

Sin embargo, tan horrible y triste conjunto representa en aquel camino la nota alegre, porque representa la vida, mejor que la vida, la última frontera de la vida humana.


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4 págs. / 7 minutos / 16 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Amanecer en Madrid

Joaquín Dicenta


Cuento


Pocos habitantes de la corte han examinado lo que significa en ella el amanecer. Los individuos que circulan a tales horas por las calles de la gran población no poseen tiempo hábil ni inteligencia clara para realizarlo. Embrutecidos unos por el alcohol, que sube desde su estómago hasta su cerebro, para fermentar en vapores que sacuden los nervios con el ansia de todas las impurezas y de todos los vicios; enervada, casi desaparecida la inteligencia de los otros, que acuden al trabajo con la pasividad inconsciente de la bestia de carga, apenas si allá, en algún sitio, entre las vidrieras de un balcón entreabierto, se descubre la silueta de un pensador que, asomando su cabeza pálida y febril por el hueco que dejan libres los cristales, fija sus ojos en el lucero de la mañana, que se desvanece en el horizonte, mientras en el fondo de la habitación, sobre la mesa de despacho, chisporrotea al extinguirse la luz de la lámpara que ha presidido los esfuerzos titánicos hechos en obsequio de la ciencia, del arte, de la humanidad, por aquel hombre tembloroso y rendido.

Y, sin embargo, el amanecer en Madrid es uno de los espectáculos más grandes que pueden ofrecerse a las meditaciones del hombre. No hay en él, como en las auroras campestres, gorgeos de pájaros, murmurios de arroyos, estremecimientos de hojas, perfumes desprendidos de las plantas, cuchicheos amorosos del aire y gotas de rocío que palpitan y se estremecen como lágrimas de ventura y de amor sobre la aterciopelada superficie de las flores; no existe el idilio alegre de la Naturaleza que despierta risueña y alborozada a los primeros besos del sol, pero existen las palpitaciones siniestras de una humanidad luchadora que se dibuja entre las tintas grises de crepúsculo.


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3 págs. / 5 minutos / 42 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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