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autor: Joaquín Dicenta textos disponibles


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Galerna

Joaquín Dicenta


Novela corta


Capítulo I

Amanece. Violeta pálido es el cielo. Ni la más pequeña nube hay en él. El mar parece lago, que poetizan las gaviotas con el desperezo de sus alas. Por la cumbre de un monte verde, conduce sus vacas el pastor. Chirriante baja una carreta, al pezuñeo cansino de dos bueyes, por los accesos de otro monte. El boyero canta:


«Es la mozuca mía
la mejor moza
que hay desde Castro-Urdiales
hasta Reinosa.»
 

Así, esclavizando a la hermosura de su queredora todo el mujerío montañés, canta su cantar el boyero; y van los ecos del cantar extendiéndose por el espacio en himno de amor, que sube y se pierde hacia los orientes de la luz.

¡Amanecer tibio de Julio, el aire te embellece con el musicar de sus besos sobre las hierbas enjoyecidas por los brillantes del rocío; con su ir y venir sobre las aguas del Cantábrico, que se deshace contra el rocaje en caireles de espuma!... A tus resplandores va contorneándose el pueblecillo pescador.

Las lanchas boniteras negrean encima de la ría; a pliegues apabellónase el velamen al largo de los palos.

Todo es quietud, dulcedumbre en la aldea, en la campiña y en el mar.

A misa de alba repican las campanas del románico templo. Algunas viejas suben por la cuesta que a la iglesia conduce. Son las primeras parroquianas del oficio dominical. El mocerío duerme, aguardando la misa mayor para exhibirse bajo las naves anchurosas, entre sones de órgano y perfumes de incienso.


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Dominio público
34 págs. / 1 hora / 123 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Casa Quemada

Joaquín Dicenta


Cuento


I

En Elche la oriental, que triunfa de Efraim con sus palmas, y evoca, por su paisaje y sus costumbres, el Hedjaz de Mahoma, hay un campo, donde los granados arraigan y abren las higueras sus hojas y reprietan los naranjos sus ramas. En Abril se cubren los árboles de flor. Una esmeralda es cada botón en las higueras; una gota de sangre, cada capullo en los granados; cada brote de azahar un copo de nieve. El aire huele a incienso música de amor tañen las ondas de la acequia, nupciales himnos cantan, entre matas y arbustos, los verderones y jilgueros; las hierbas cuchichean lascivamente en los bancales. La luz del sol cae sobre la tierra como una lluvia de oro; la de la luna como un polvo de nácar. Cinturonean los frutales una planicie. De ella arrancan los muros de una casería que el incendio arruinó. Mordisqueados por la llama, los muros negrean. De un boquete, que fue ventana, descuelgan astillas a medio calcinar. Entre ellas se retuerce un clavo. Diríase que este clavo interroga.

Macizos de tierra, extendidos por la planicie y cubiertos de vegetaciones salvajes, hablan de algo que era jardín. Entre dos macizos blanquea la fábrica de un pozo. Una cadena pende de un soporte, cariado por la herrumbre, junto al pozo se yergue una palmera. Su tronco, frontero a la casa, se doblaba bruscamente hacia atrás, como estremecido por una trágica visión. En las noches obscuras, los ojos del búho relampaguean tras las palmeras. Las lechuzas van y vienen chirriando por cima de las ruinas.

—¿Mira usted La casa quemada? —me dijo un labrador.

—Sí —le contesté—. Serán fantasías, pero, cuanto más la contemplo, más imagino que esta casa ha de tener leyenda.

—No es leyenda. Es historia.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 71 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Doma

Joaquín Dicenta


Cuento


No entraba y salía por las puertas de la Cartuja sevillana, moza más juncal, trianera de más trapío que Rosario, una zurraqueña morena de piel, ancha de hombros, delgada de cintura, graciosa en el andar y en el palabreo, con los ojos negros, el pelo al igual de los ojos, ¡y los labios!… Los labios eran una cereza abierta en dos para enseñar, a cuenta del hueso, la mejor dentadura que pulimentaron las aguas del Guadalquivir.

Locos andaban por Rosario los mozos de Triana. Si salía a la calle semejaba imagen en paso, según la reata de hombres que iba tras ella con amorosa devoción, dirigiéndole, en vez de saetas, requiebros varoniles, y entonando, a cambio de rezos, fervorosas declaraciones. Cuando se asomaba a la reja parecía imagen en altar, virgen de bronce vivo, en cuyo holocausto se improvisaban cantares o se esgrimían facas, aunque ella hiciese el mismo caso de las adoraciones envueltas en música que de las adoraciones revueltas con sangre.

Los cantos se perdían camino del cielo, los ayes de muerte camino del hospital, los rugidos de triunfo camino de la cárcel.

Porque, lo que la cartujana decía: «¡A mí qué! ¿Se emperran en quererme? Ninguno de los que se han emperrao hasta la hora de ahora me han jecho el avío. De mo que pata. Si cantan, pa ellos; si se matan pa ellos, si se pierden pa ellos. El día que me emperre yo con alguno, pa él será el bien o el mal, o la gloria o el desengaño. En tan y mientras, que los otros se las campaneen como les cumpla. ¡Allá ellos!…».


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 87 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Madroño

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Por una vereda que atravesaba el agostado campo de trigo venían, camino de Madrid, Curro y Madroño, dos amigos inseparables, dos vagabundos curtidos por la intemperie, aparejados por la desgracia y hechos y vivir en trochas, vericuetos y carreteras, sin más compañía que la de Dios, ni otro consejero que su instinto. Pobres desvalidos, errantes, su rumbo lo marcaba la suerte, su comida era preparada por la casualidad y su alojamiento por las exigencias de la estación: en las noches de estío, la pradera verde y el cielo azul; en las de invierno, la covacha obscura y el haz de ramas secas abrazándose en el fondo de un agujero irregular: contra el sol, la copa de los árboles; contra la lluvia, las salientes rezumosas de los peñascos. He aquí todos los recursos, todas las comodidades, las preeminencias todas derramadas por el destino sobre aquellos dos compañeros que marchaban por la vereda adelante, a la luz rojiza de un crepúsculo de Agosto.

Habían andado mucho, toda la tarde, bajo los rayos abrasadores del sol, respirando fuego, mascando polvo, sin una gota de agua para su sed ni un momento de reposo para su fatiga: de buena gana se hubieran detenido un rato para respirar cómodamente las primeras ráfagas de aire fresco que les enviaba el crepúsculo, y ofrecer descanso a sus miembros rendidos; pero no era posible; Curro tenía prisa; necesitaba entregar la carta a un escribano de Madrid, y Madroño seguía a Curro, como siempre, obedeciendo sus mandatos, dejándose conducir por él con melancólica pasividad.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 59 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Por Dónde Vienen las Actas

Joaquín Dicenta


Cuento


Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mi­rada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo re­comienda.

—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis afi­ciones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.

—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?

—Tengo grandes proyectos —re­plicó el joven, á tiempo que su ros­tro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evolu­ciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á econo­mía, todo lo que se ha escrito; naci­do en el pueblo, me ha sido suma­mente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un pro­grama que defenderé con inque­brantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me pro­porcione el periodismo, donde pien­so exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honra­damente los intereses de mi patria.

—¿Conque tales son los pensa­mientos que á usted animan?

—Sí, señor.

—Usted será rico.

—No, señor.

—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.

—¡Qué dice usted!


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 14 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Un Autor al Uso

Joaquín Dicenta


Cuento


Aún me parece, estarle viendo cuando se presentó en mi casa con el manuscrito entre los dedos de la mano izquierda y el sombrero entre las uñas de la mano derecha.

—Caballero —me dijo aquel joven, delgado, muy mal vestido, lo cual no es un crimen, y con el traje lleno de grasa y de otras materias alimenticias, prueba insigne de suciedad que no admite disculpa;— caballero, yo soy hijo de familia, como usted puede ver. Mi mamá es lavandera.

—¡Pues nadie lo diría! —pensé yo, mirando la camisa del joven, que parecía, por lo negra y por lo reluciente, una muestra de carbón de cok.

—Bueno; ¿y qué desea usted? —le pregunté luego de ofrecerle una silla.

—Pues quiero leer a usted una pieza que he escrito; porque desde que me quitaron la plaza de escribiente que tenía en el ministerio de Fomento, me he metido a escritor.

—Eso es muy natural —repuse yo;—habiendo sido escribiente de Fomento, nada más lógico que dedicarse a escritor público, en épocas de cesantía.

—¿Y en qué sección del ramo ha servido usted? —añadí.— ¿En Instrucción pública?

—No, señor; en Caminos. He ocupado allí un puesto durante cuatro años y tres meses.

—¿Y ahora? —le interrumpí.

—Ahora, viendo que el oficio de autor es muy socorrido, y después de enterarme de cómo se hacen estas cosas, he cogido una obra francesa que se dejó olvidada en su mesa de noche un señor, cuando mamá tenía casa de huéspedes, y la he traducido al castellano.

—¿A su mamá de usted?

—No, señor; a la obra. Sólo que, siguiendo la costumbre establecida, en vez de poner traducción, he puesto original. ¿Qué opina usted de eso?

—Que ha hecho usted perfectamente. Además, su conducta es lógica: un hombre que ha andado cuatro años en caminos, no puede proceder de otro modo.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 26 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Un Idilio en una Jaula

Joaquín Dicenta


Cuento


Ella era una muchacha rubia, muy rubia, verdadero tipo de soñadora, con los ojos azules, el cutis pálido y los labios entreabiertos, como si tratasen de ofrecer salida a los suspiros de su pena. Porque sufría mucho aquella infeliz víctima de dieciocho años, que, soñando con un amor todo sensibilidad y delicadeza, se encontró unida, sin quererlo y sin saberlo casi, a un banquero materialote y soez, insolente como una onza y pletórico como las talegas de plata que almacenaba en la caja de sus caudales.

La boda fué uno de esos contratos brutales que se conciertan a espaldas de la ley, y que la ley sanciona luego tranquilamente. Dolores era hermosa, el banquero rico y los padres de la muchacha pobres y egoístas. El trato se hizo pronto.

—«Toma su belleza y abre tu bolsa» —dijeron los padres de la niña; y, previa la bendición de un clérigo, arrojaron a su hija en los brazos de el adinerado traficante.

Aquel abrazo tronchó la existencia de la joven, como troncha, la mano grosera del patán, una flor delicada, y Dolores se iba muriendo poco a poco, a semejanza de las flores que se marchitan, derramando perfumes que nadie se cuidaba de recoger.

Se iba muriendo y, avara de encontrar algo bello, armonioso y dulce en derredor suyo, tenía en su gabinete una pajarera, y se pasaba las horas muertas delante de ella, oyendo los trinos de sus canarios, única nota de poesía que vibraba en aquel hogar repleto de lujo y falto de ternura.

¡Cuánto quería a sus compañeros de esclavitud aquella mujer!


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3 págs. / 6 minutos / 64 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Una Mujer de Mundo

Joaquín Dicenta


Cuento


En pie sobre el asiento del landeau hallábase el conde, siguiendo, anteojo en mano, las peripecias de la carrera, el galope vertiginoso de los caballos y los movimientos de los jockeys, que, describiendo en el aire curvas rápidas con el extremo de sus látigos, recogido el cuerpo, calada la gorra y hundidas las espuelas en los ijares de sus cabalgaduras, avanzaban por la pista adelante, persiguiéndose, desafiándose, estimulándose, estorbándose el paso, maniobrando habilidosamente para ganar la cuerda, y formando vistoso grupo, en el cual se destacaban sus elegantes blusas de colores, hinchadas por el viento y abrillantadas por el sol. Y mientras seguía el combate, y la multitud, escalonada en los desmontes y vericuetos que circuyen el Hipódromo, animaba á los luchadores con gritos roncos y salvajes; mientras en las tribunas se hacían apuestas y en los fondines improvisados sobre la superficie pantanosa del recinto, preparaban los mozos fuentes de emparedados y botellas de manzanilla, y damas y caballeros lujosamente puestos charlaban en los carruajes, y el conde perseguía desde el suyo, con ansias de jugador y de sportman, las evoluciones de su caballo favorito, la condosa, dirigiéndose a Enrique, á aquel mozo de dieciocho años que, parado á muy corta distancia de ella, acababa de pedirla una cita amorosa por medio de una tarjeta arrojada con juvenil descaro encima de la cubierta del landeau, le dijo en voz baja, enloqueciéndolo á la vez con su acento y con la mirada de sus ojos grandes y burlones: «Al que algo quiere, algo le cuesta.»


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5 págs. / 9 minutos / 31 visitas.

Publicado el 3 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

¿Cuál?

Joaquín Dicenta


Cuento


Se hablaba de un marido engañado y, según costumbre, todo eran burlas para la víctima y plácemes para el burlador.

—No os moféis tan sin juicio de un hombre que ignora su engaño —dijo uno de los circunstantes—; no le apliquéis el astado calificativo. Mejor haríais aplicándoselo al amante de su mujer.

—¿Al amante?… —interrumpió otro de los contertulios con tono de asombro.

—Al amante, sí. En la mayoría de los casos, y cuando el esposo no sabe su deshonra, no es él, sino el amante, quien merece el calificativo.

—¿De veras?…

—De veras. Y para que no tengáis dudas respecto de mis afirmaciones, os referiré un suceso del que fui ridículo protagonista.

—Venga de ahí.

—Allá va —repuso.

Y luego de hacer una pausa, invertida en liar un pitillo, encenderlo, llevarlo a la boca y lanzar al espacio unas bocanadas de humo, nos refirió la siguiente historia que puede titularse como yo titulo este cuento.


* * *


Era yo estudiante; vivía en Madrid, usufructuaba, por el módico interés diario de tres pesetas, una casa de huéspedes y concurría todas las noches al café del Callao, situado entonces en la plaza del mismo título y sustituido hoy por un almacén de géneros de punto.

En clase de puntos, y como precursores de los futuros destinos del establecimiento, frecuentábamoslo, cuando ejercía de café, cinco o seis jovenzuelos que, a puro entramparnos con el mozo, podíamos saborear sendas tazas de agua de achicorias con almidón y azúcar. ¡Dichosos tiempos aquellos en que el paladar y el estómago aceptaban como indiscutible moka aquel brebaje!… ¡Oh, santa candidez de la juventud! ¡Cuánto te echo de menos cuando me dan café con leche y otras cosas por el estilo!…


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4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Cojito

Joaquín Dicenta


Cuento


El transeúnte paró frente al chiquillo, que, hecho tres dobleces contra el quicio del portalón, se dibujaba bajo un rayo de luna.

La escarcha esmaltaba los adoquines; de la atmósfera, diáfana, plenamente azul descendían frialdades crueles. Un chorrillo de agua, vuelta hielo al tropezarse con el aire, colgaba del caño de la fuente, como un cairel de azúcar cande.

En la noche glacial, sobre el escalón festoneado por la escarcha, dormía el chiquillo con la gorra embutida hasta las narices, las manos ocultas bajo las solapas de su desgarrada chaqueta y una de las piernas doblándose hacia la cruz de los pantalones para encubrir el pie desnudo.

La otra pierna se extendía, mejor dicho, se retorcía contra una muleta que resbalaba desde el borde del escalón al ras de las baldosas.

El transeúnte era piadoso y dio al chiquillo con el pie, mientras murmuraba por entre las pieles del gabán: «¡Esta criatura va a helarse!».

Al puntapié benéfico el montoncillo de harapos y de carne hizo un movimiento, acompañado de un ronquido. A seguida tornó a su quietud. Se hizo menester que el transeúnte, sacando de los bolsillos del gabán las enguantadas manos, sacudiera con fuerza al durmiente, para que éste se desdoblara.

Fueron primeras en el desdoble dos manos huesudas, que subieron hasta la visera de la gorra para alzarla y dejar al libre una carilla pícara, donde relucían dos ojuelos y un hocico de mono. Los ojos guiñaron, el hocico se abrió con estrepitoso bostezo, a cuyos sones el busto se irguió, las piernas se estiraron y la criatura toda concluyó por quedar en pie, apoyándose en la muleta.

—Creí que era un guardia —dijo, luego de mirar de arriba a abajo al transeúnte—.Vaya, menos mal, es un cabayero. ¿Qué desea el señor?...

—Y tú ¿qué haces aquí en noche tan cruda, muchacho?


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 68 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

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