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autor: Joaquín Dicenta textos disponibles


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Entre Sorbo y Sorbo

Joaquín Dicenta


Cuento


Discutíamos mano a mano. ¿De qué? De lo que pueden discutir cuando no riñen o se aburren, una mujer fácil y bonita y un hombre, joven todavía, luego de un almuerzo en que ni escasearon las viandas ni faltaron los vinos. De amor hablábamos: de ese amor que está al alcance de todos los corazones y de todos los seres humanos, porque se detiene en la superficie del sentimiento, y busca, como principalísimo premio, goces rápidos e impresiones picantes. No discutiendo amores, porque antes dije mal: mostaceando deleites futuros, estábamos Eugenia y yo en el elegante comedor de la casa, bebiendo deseos el uno en los ojos del otro, y apurando a sorbos lentos y abundantes, sendas copas de vino de Champagne.

Era Eugenia una deliciosísima criatura.

La Naturaleza, maestra admirable cuando para atención en sus obras, la había modelado irreprochablemente para los objetos a que debía servir en el mundo. Esbelta, fuerte, blanca de piel, con el pelo y los ojos tan negros como encendidos los labios y blancos los dientes, con el cuerpo tan pronto a las languideces súbitas y a los súbitos encrespamientos del deleite, como la boca a la risa y los labios al beso; resultaba una compañera insustituible para un viaje de amor, para un viaje corto, se entiende, no hablo del viaje de la vida.

Ella y yo habíamos emprendido ese viaje corto, almorzando juntos y haciendo la primera parada formal en los postres, mientras el Champagne fermentaba en las copas y el café hervía en su recipiente de acero.

—Mira, para el café —dijo Eugenia—, voy a traerte una botellita de Chartreusse, un Chartreusse especial (regalo del conde); tomaremos un par de copas y… ¡a vivir!


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 41 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Estrellita del Alba

Joaquín Dicenta


Novela corta


I

Estrellita del Alba. Por este nombre la llamaban los trianeros. La espartería de su padre era, mejor que una espartería, una colmena, según la de zánganos que rondaban sus alrededores. Y eso que el zeñó Curro Piques tenía mal carácter y aun con sus cincuenta y ocho sobre las costillas, poníase, cuando le hurgaban, en actitud de rompérselas al más guapo.

Ni el zeñó Carro Piques, ni los tres hijos suyos, chalanes de ocupación y raza, tenían los aguantes largos y el vino cariñoso. Pero la niña era un primor; y los gitanillos y no gitanillos del barrio, sin contar el sevillano señorío, galleaban por el frontis de la espartería, al fin un si es no es astronómico, de ver cuándo y cómo se hacía luz la Estrellita del Alba.

El zeñó Curro llevaba dibujado el mapa de España sobre las plantas de los pies, y guardaba en sus tobillos y muñecas señales de toda la brazaletería carcelaria.

Hizo lo suyo por caminos, montes y ciudades. Visitó Ceuta, el Peñón, Melilla, Chafarinas..., y a los cincuenta de su edad, cansado de tourismos, y con buen golpe de onzas entre los pliegues de la faja, acogiose con la Deslumbres, su mujer, y cuatro chorreles de ella habidos, a la faraónica Cava, resucito a vivir en paz absoluta, primero con la Guardia civil: después, por lo que pudiese tronar allí arriba, con Dios.

Alquiló a su objeto una casa con puerta a la calle y portón al campo. «Zolo el Eutarpe zabe lo que pué ocurrir en er mundo» —decía el zeñó Curro.


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Dominio público
31 págs. / 55 minutos / 150 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Galerna

Joaquín Dicenta


Novela corta


Capítulo I

Amanece. Violeta pálido es el cielo. Ni la más pequeña nube hay en él. El mar parece lago, que poetizan las gaviotas con el desperezo de sus alas. Por la cumbre de un monte verde, conduce sus vacas el pastor. Chirriante baja una carreta, al pezuñeo cansino de dos bueyes, por los accesos de otro monte. El boyero canta:


«Es la mozuca mía
la mejor moza
que hay desde Castro-Urdiales
hasta Reinosa.»
 

Así, esclavizando a la hermosura de su queredora todo el mujerío montañés, canta su cantar el boyero; y van los ecos del cantar extendiéndose por el espacio en himno de amor, que sube y se pierde hacia los orientes de la luz.

¡Amanecer tibio de Julio, el aire te embellece con el musicar de sus besos sobre las hierbas enjoyecidas por los brillantes del rocío; con su ir y venir sobre las aguas del Cantábrico, que se deshace contra el rocaje en caireles de espuma!... A tus resplandores va contorneándose el pueblecillo pescador.

Las lanchas boniteras negrean encima de la ría; a pliegues apabellónase el velamen al largo de los palos.

Todo es quietud, dulcedumbre en la aldea, en la campiña y en el mar.

A misa de alba repican las campanas del románico templo. Algunas viejas suben por la cuesta que a la iglesia conduce. Son las primeras parroquianas del oficio dominical. El mocerío duerme, aguardando la misa mayor para exhibirse bajo las naves anchurosas, entre sones de órgano y perfumes de incienso.


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34 págs. / 1 hora / 122 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Infanticida

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Los Méndez—Urda componen ejemplar familia. De modelo sirven a los buenos vecinos y aun a los malos, que doña Torcuata, la del ocho, madre de la picos pardos Juanita, dice, cuando ve por su frente al hijo mayor de los Urda:

—Como éste quisiéralo para mi niña y no el granujón de Melquiades que, sobre mantenerse con las ganancias de ella, me la pone a parir en cuanto se le enciende el humor.

El jefe de los Méndez—Urda es alto funcionario, ya retirado del oficinesco trajín, con buena cesantía, una sarta de cruces y su miaja de cupón a cortar. Nadie le gana en puntos de honra y en no sufrir mácula en la suya y en las ajenas. Respetos sociales, deberes religiosos, leyes humanas y divinas, tienen en D. Antonio fiel custodio e inquebrantable paladín. Antes pasará por rueda de tortura o por corbatín de garrote que por acción contraria a las costumbres, usos, prejuicios y ortodoxias en que sus padres le educaron.

Ha por compañera de tálamo a una cincuentona señora, casi ciega de ojos y ciega, sin casi, de intelecto. Reparte ella sus días, por mitad, entre la casera obligación y los deberes que, muy a su gusto le imponen, misas, rogativas, confesorio y novenas. En los quehaceres de la casa ayudan a doña Bibiana tres criados; en los de su beatería, el confesor, Dios y una ristra de santos que vuelven Congreso celestial la alcoba de la vieja. Teníalos antes en un gabinetito a la alcoba contiguo. Al cumplir los cincuenta, en la alcoba instaló a sus imágenes, segura de no molestarlas ni ofenderlas con su próxima vecindad.

Frutos hubo este matrimonio en número de cinco: tres varones y dos mujeres.

El mayor de aquellos entró, casi niño aún, a hacer méritos en la oficina de su padre.


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31 págs. / 55 minutos / 97 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

La Casa Quemada

Joaquín Dicenta


Cuento


I

En Elche la oriental, que triunfa de Efraim con sus palmas, y evoca, por su paisaje y sus costumbres, el Hedjaz de Mahoma, hay un campo, donde los granados arraigan y abren las higueras sus hojas y reprietan los naranjos sus ramas. En Abril se cubren los árboles de flor. Una esmeralda es cada botón en las higueras; una gota de sangre, cada capullo en los granados; cada brote de azahar un copo de nieve. El aire huele a incienso música de amor tañen las ondas de la acequia, nupciales himnos cantan, entre matas y arbustos, los verderones y jilgueros; las hierbas cuchichean lascivamente en los bancales. La luz del sol cae sobre la tierra como una lluvia de oro; la de la luna como un polvo de nácar. Cinturonean los frutales una planicie. De ella arrancan los muros de una casería que el incendio arruinó. Mordisqueados por la llama, los muros negrean. De un boquete, que fue ventana, descuelgan astillas a medio calcinar. Entre ellas se retuerce un clavo. Diríase que este clavo interroga.

Macizos de tierra, extendidos por la planicie y cubiertos de vegetaciones salvajes, hablan de algo que era jardín. Entre dos macizos blanquea la fábrica de un pozo. Una cadena pende de un soporte, cariado por la herrumbre, junto al pozo se yergue una palmera. Su tronco, frontero a la casa, se doblaba bruscamente hacia atrás, como estremecido por una trágica visión. En las noches obscuras, los ojos del búho relampaguean tras las palmeras. Las lechuzas van y vienen chirriando por cima de las ruinas.

—¿Mira usted La casa quemada? —me dijo un labrador.

—Sí —le contesté—. Serán fantasías, pero, cuanto más la contemplo, más imagino que esta casa ha de tener leyenda.

—No es leyenda. Es historia.


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7 págs. / 12 minutos / 70 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Los Dulces de la Boda

Joaquín Dicenta


Cuento


Ellos hubieran querido que la boda fuese aquel mismo día; pero necesitaban esperar al día siguiente, un domingo de enero, más hermoso para los novios, con sus esperanzas y sus promesas, que todos los domingos de mayo, con sus flores y con sus perfumes.

¡Qué remedio! No era cosa de perder un día de trabajo en casarse… ¡Así que no andaban necesitados de ganar un jornal, para desperdiciarlo, aun tratándose de la dicha! Y luego, que habían hecho un gasto enorme; su fondo de ahorros estaba completamente exhausto; el arreglo de un hogar nuevo se traga una fortuna. Cuatro años de privaciones y de fatigas les fueron precisos a Moncho y a Teresa para constituir el suyo.

Durante aquel tiempo, ni Moncho bebió un vaso de vino, ni Teresa compró una cinta de seda para adornarse el moño. Uno y otro vivieron como dos avaros, escatimando un céntimo de este lado, un real del otro, una peseta de más allá; pero al fin tocaban el límite de sus ambiciones; ya tenían puesta su casa; ¡y qué casa!, daba gozo mirarla.

Un albañil le había lavado la cara, y era de verla, coquetona y humilde, apoyada sobre una roca, dorada por el sol, saludada por el mar, que la acariciaba con risas de espuma, y curioseada por las gaviotas de la costa, que no pasaban una vez siquiera por delante de ella sin prorrumpir en graznidos envidiosos, como si quisieran decirse:

«¡Pero qué felices van a ser esos pícaros!».

Esto por lo que tocaba al exterior de la vivienda. Del resto no se diga: Teresa estaba segura de que no existía en el pueblo otra más limpia y aseada; y con todos sus menesteres.


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9 págs. / 16 minutos / 17 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Los Melocotones

Joaquín Dicenta


Cuento


Sale el tren mixto de Calatayud y emprende el camino de Zaragoza con lento caminar de bestia de carga. Chirrían antipáticamente los ejes sin escrupulosidad engrasados, vomita humo negro la chimenea de la máquina, escúchanse en los vagones de mercancías cacareos de gallinas, balidos de corderos, relinchos de caballos; los coches de primera van llenos de aire y polvo, los de segunda y tercera de gente alegre y decidora. El cierzo del Moncayo golpea con sus alas de nieve ventanillas y portezuelas, y el campo aragonés se extiende como una inmensa alfombra verde a uno y otro lado de los raíles. Uno de los coches de tercera va ocupado en su mayor parte por labradores; pues excepción hecha de un cura y un sujeto que por las trazas debe ser médico o boticario de algún pueblo próximo, los viajeros restantes visten el clásico calzón, la morada faja, la obscura chaquetilla y el embotonado chaleco, y calzan sus pies con las alpargatas de cinta y cubren la cabeza con el pañuelo de colores. Sólo un asiento queda libre, vamos, libre de persona ocupante, porque lo usufructúa un cesto de melocotones sobre el cual apoya uno de sus brazos el más perfecto tipo de baturro que parió la tierra. Alto, huesoso, con la nariz corva, saliente la barba y los ojos vivos y tenaces, viaja mi hombre con el cuerpo recostado en el respaldo de madera, una pierna cruzada sobre la otra y un cigarro de papel, grueso como un puro, entre los dientes negros y desiguales; frente a él va otro labriego de cara gruesa, abultado estómago y linfático aspecto, que dormita al arrullo del eje, cacareos, balidos, relinchos y conversaciones dando cabezadas mayúsculas.

En la estación inmediata a Calatayud se abre la portezuela del coche y entra un individuo de porte entre señoril y campesino.

—Buenos días —dice el recién llegado.

—Buenos días —le contestan los viajeros del vagón.


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2 págs. / 4 minutos / 55 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¡Pa Mí que Nieva…!

Joaquín Dicenta


Cuento


Mirábase reproducido en el ancho espejo colocado sobre el lujoso tocador de la fonda, y aún dudaba si sería él.

¡Cómo!, aquel señor, que se levantaba de dormir en colchones de pluma, entre sábanas de hilo y colchas de seda, aquel hombre de cuarenta y cinco años, vestido por fuera y por dentro como un banquero o como un príncipe, aquel caballero afeitado, perfumado, estirado, limpio, ¿era él, Pepillo, el Pepillo de antes?… ¡Vaya que no!… Seguramente soñaba y no tardaría en despertarle de su sueño la bota de un guardia de orden público. Estaba hecho a semejantes despertadores desde su infancia. Sólo le sorprendía el retraso. ¡A que se habían olvidado de dar cuerda a los despertadores en la prevención del distrito!…

Así discurría Pepe por lo bajo, intercalando su discurso con sonrisas alegres y gestos de satisfacción. A fe que tenía motivos para estar contento. ¡Volver a Madrid al cabo de veintiséis años; instalarse en el hotel de Roma y verse asistido por tres o cuatro sirvientes que lucían frac, corbata blanca y bota de charol! ¡Coche para el paseo, palco en el teatro y cheques por valor de tres millones en la cartera!… Y no era sueño; era la realidad indiscutible.

¿Cómo el granujilla, el golfo, el vendedor de periódicos, el que tuvo por lecho el quicio de las puertas y los bancos del Prado, el que se lavaba en el pilón de Neptuno y comía en la taberna de la Liendres, llegó a tan empingorotada posición social? Pues como ocurren estas cosas. Con ayuda de la suerte, del trabajo, de la intrepidez y de la constancia.


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4 págs. / 7 minutos / 44 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Página Rota

Joaquín Dicenta


Cuento


I

El poeta vivía retirado en un barrio extremo de Madrid. Más que ciudadana, era campesina su vivienda —entre hotel y casa de campo—, limitada por tierras en labranza y embellecida por un jardín y un huerto.

Certamen celebraban en el jardín las flores durante la primaveral estación, volviéndolo paleta, donde lucían los rosales su espléndida gama que va, por entre perfumes, desde el blanco al bermejo; los claveles, sus amarillos y sus grana; los pensamientos, sus caritas de gnomo; los lirios y violetas, sus obispales vestiduras; los jazmines, su nácar; los nardos, su marfil. Los girasoles esplendían sobre el espacio como soles minúsculos; como astros brillaban en el cielo verde de los macizos margaritas y tréboles. Los ramos de acacias y de lilas volvíanse airones al suave empuje de los céfiros. La atmósfera, hecha incienso por los alientos vegetales, ascendía, en moléculas irisadas, al encuentro del sol.

Desde el mayo al septiembre, desbordaban en frutos los árboles y las plantaciones del huerto.

Los tomates coqueteaban entre las rejas del cañizo; los pimientos campanilleaban sobre el esmalte de los tallos como caireles de coral; entre hojas berilianas se erguían las fresas, tal que sueltos rubís. A este lado descubría el calabazal sus anchos panes de oro; al otro desflecábase la escarola en rizos o se abría la lechuga en penachos.

Los frutales enrejaban sus ramas, para ofrecer a los pájaros nido. Por ellas descolgaban los albaricoques pecosos, las ciruelas amoratadas, los agridulces nísperos, las guindas carmesí, los higos goteantes de miel. Naranjos enanos embalsamaban el ambiente con los perfumes de su azahar. Un pino solitario derramaba sobre su viudez lágrimas de resina.


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 83 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Por Dónde Vienen las Actas

Joaquín Dicenta


Cuento


Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mi­rada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo re­comienda.

—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis afi­ciones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.

—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?

—Tengo grandes proyectos —re­plicó el joven, á tiempo que su ros­tro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evolu­ciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á econo­mía, todo lo que se ha escrito; naci­do en el pueblo, me ha sido suma­mente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un pro­grama que defenderé con inque­brantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me pro­porcione el periodismo, donde pien­so exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honra­damente los intereses de mi patria.

—¿Conque tales son los pensa­mientos que á usted animan?

—Sí, señor.

—Usted será rico.

—No, señor.

—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.

—¡Qué dice usted!


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3 págs. / 5 minutos / 13 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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