El Último Adiós
Joaquín Dicenta
Cuento
Al fin pude verla asomada a la ventanilla y dirigiendo sus ojos en mi busca, mientras la máquina avanzaba con lentitud majestuosa por el andén, arrastrando los vagones, que sacudían con intermitente chirrido sus músculos de hierro.
Voy al convento de X…; pasaré por ahí; sal a esperarme y nos daremos el último adiós.
Esta carta, la primera noticia que recibía después de cuatro años
de la compañera de mi infancia, de la que compartió conmigo los juegos
tumultuosos de la niñez, me hizo acudir a la estación más entristecido
que alegre; y mi tristeza subió de punto cuando, al estrechar entre mis
manos las suyas, contemplé su rostro hermoso, pero impasible y frío,
como los de esas estatuas del Renacimiento que retratan a un tiempo la
belleza y la muerte.
Era ella; pero ¡qué diferencia tan grande existía entre aquel rostro alegre, lleno de vida y de expresión, que yo miraba como una aurora en los comienzos de mi juventud, y el rostro que se me ofrecía entonces, arrebujado en una toquilla oscura! Los ojos grandes y negros, donde brillaran antes todas las pasiones y todos los deseos, miraban con triste y monótona indiferencia; sus labios, abiertos siempre por una sonrisa juguetona y fresca, ostentaban un pliegue sombrío; las curvas de su garganta y de sus mejillas tendían a convertirse en líneas angulosas. Era otra mujer; más que ella misma, resultaba un recuerdo borroso de su propia imagen.
—¿Qué es esto? —le dije.
—Que abandono la aldea y voy a meterme en un convento.
—¿En un convento?
Dominio público
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Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.