¿Cuál?
Joaquín Dicenta
Cuento
Se hablaba de un marido engañado y, según costumbre, todo eran burlas para la víctima y plácemes para el burlador.
—No os moféis tan sin juicio de un hombre que ignora su engaño —dijo uno de los circunstantes—; no le apliquéis el astado calificativo. Mejor haríais aplicándoselo al amante de su mujer.
—¿Al amante?… —interrumpió otro de los contertulios con tono de asombro.
—Al amante, sí. En la mayoría de los casos, y cuando el esposo no sabe su deshonra, no es él, sino el amante, quien merece el calificativo.
—¿De veras?…
—De veras. Y para que no tengáis dudas respecto de mis afirmaciones, os referiré un suceso del que fui ridículo protagonista.
—Venga de ahí.
—Allá va —repuso.
Y luego de hacer una pausa, invertida en liar un pitillo, encenderlo, llevarlo a la boca y lanzar al espacio unas bocanadas de humo, nos refirió la siguiente historia que puede titularse como yo titulo este cuento.
* * *
Era yo estudiante; vivía en Madrid, usufructuaba, por el módico
interés diario de tres pesetas, una casa de huéspedes y concurría todas
las noches al café del Callao, situado entonces en la plaza del mismo
título y sustituido hoy por un almacén de géneros de punto.
En clase de puntos, y como precursores de los futuros destinos del establecimiento, frecuentábamoslo, cuando ejercía de café, cinco o seis jovenzuelos que, a puro entramparnos con el mozo, podíamos saborear sendas tazas de agua de achicorias con almidón y azúcar. ¡Dichosos tiempos aquellos en que el paladar y el estómago aceptaban como indiscutible moka aquel brebaje!… ¡Oh, santa candidez de la juventud! ¡Cuánto te echo de menos cuando me dan café con leche y otras cosas por el estilo!…
Dominio público
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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.