Textos más vistos de Joaquín Dicenta etiquetados como Cuento disponibles

Mostrando 1 a 10 de 48 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Joaquín Dicenta etiqueta: Cuento textos disponibles


12345

El Aficionado

Joaquín Dicenta


Cuento


Don Braulio Quiroga era, y seguirá siéndolo positivamente, el hombre más feliz del mundo. Rico, gordo, linfático, casado con una malagueña hermosísima, aficionado a los toros y tonto. ¿Qué mayor mina de felicidades?

Retirado del comercio donde hizo un modesto, pero seguro capital, del que sabía extraer intereses cuantiosos por el fácil y noble método de la usura, habitaba, juntamente con su graciosa cónyuge, un entresuelito situado en un barrio céntrico de Madrid.

Por las mañanas, podía vérsele en su despacho, ocupando, frente a la mesa de escritorio, cómodo sillón de gutapercha, vestido el cuerpo por una bata de tela rameada, semejante a la de las colgaduras económicas que vendía en su juventud, cubierto el cráneo por un gorro de terciopelo gris y calzados entrambos juanetes (cada pie era un juanete) por zapatillas de paño obscuro.

Delante de aquella mesa pasábase don Braulio tres o cuatro horitas revisando escrituras, recibiendo clientes, redactando pagarés, endosando letras… haciendo sudar a los necesitados de dinero su hacienda entera, a cambio de unos cuantos duros y de unos muchos pliegos de papel. Allí estaba desvalijando al prójimo, repasando con la vista el ciento de retratos que, con efigie y firma de toreros ilustres, tapizaban, mejor que adornaban, los muros, y deteniéndola con orgullo en un amplísimo marco oval que servía de orla al busto emperifollado del dueño de la casa.

A las doce entraba don Braulio en el gabinetito donde zurcía ropa la sin par malagueña, hablaba con ella de todo menos de lo que, a una mujer guapa, joven, morena y levantina por añadidura, debe hablar un marido celoso de su porvenir conyugal; y cuando la doméstica gritaba desde la puerta del comedor: «¡Señorito! ¡El almuerzo!» al comedor iba la pareja en busca del pienso cotidiano.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 14 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Amanecer en Madrid

Joaquín Dicenta


Cuento


Pocos habitantes de la corte han examinado lo que significa en ella el amanecer. Los individuos que circulan a tales horas por las calles de la gran población no poseen tiempo hábil ni inteligencia clara para realizarlo. Embrutecidos unos por el alcohol, que sube desde su estómago hasta su cerebro, para fermentar en vapores que sacuden los nervios con el ansia de todas las impurezas y de todos los vicios; enervada, casi desaparecida la inteligencia de los otros, que acuden al trabajo con la pasividad inconsciente de la bestia de carga, apenas si allá, en algún sitio, entre las vidrieras de un balcón entreabierto, se descubre la silueta de un pensador que, asomando su cabeza pálida y febril por el hueco que dejan libres los cristales, fija sus ojos en el lucero de la mañana, que se desvanece en el horizonte, mientras en el fondo de la habitación, sobre la mesa de despacho, chisporrotea al extinguirse la luz de la lámpara que ha presidido los esfuerzos titánicos hechos en obsequio de la ciencia, del arte, de la humanidad, por aquel hombre tembloroso y rendido.

Y, sin embargo, el amanecer en Madrid es uno de los espectáculos más grandes que pueden ofrecerse a las meditaciones del hombre. No hay en él, como en las auroras campestres, gorgeos de pájaros, murmurios de arroyos, estremecimientos de hojas, perfumes desprendidos de las plantas, cuchicheos amorosos del aire y gotas de rocío que palpitan y se estremecen como lágrimas de ventura y de amor sobre la aterciopelada superficie de las flores; no existe el idilio alegre de la Naturaleza que despierta risueña y alborozada a los primeros besos del sol, pero existen las palpitaciones siniestras de una humanidad luchadora que se dibuja entre las tintas grises de crepúsculo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 34 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Idilio de la Noche

Joaquín Dicenta


Cuento


Al finalizar aquel crepúsculo de fuego durante el cual el sol, convertido en inmensa hoguera, arrojaba sobre el horizonte llamaradas de luz y teñía de rojo las fachadas de los edificios, las ramas de los árboles y la hierba de los paseos, anchas nubes de color gris se extendieron por el espacio, aumentando el bochorno, haciendo más sofocante la temperatura, como si en ellas se condensaran y fundieran el vaho caliente que salía de la tierra abrasada y el humo del incendio que amenazaba consumir el infinito. Vino la noche y dijérase que aún no se había puesto el sol, que aún no se había extinguido la enorme hoguera, que después de arrasarlo todo con sus llamas, de convertirse en montón de brasas cubiertas por las cenizas de la catástrofe, ardía en un rincón del cielo a manera de humeante rescoldo que no acaba de extinguirse nunca, y daba señales de existencia rasgando las nubes con relámpagos cárdenos y con trepidaciones sordas.

Así fueron pasando las horas y llegaron las primeras de la madrugada, sin que una ráfaga de aire puro viniese a refrescar la tierra, a sacudir las hojas inmóviles de los árboles, a introducirse en el fondo obscuro de las casas dormidas, que abrían de par en par, para recoger el oxígeno de la atmósfera, sus anchas bocas de madera y de vidrio. Era aquel un amodorramiento sombrío, una quietud de asfixia, el sueño profundo de una ciudad aletargada por el calor y rendida por el cansancio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 41 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Finca de los Muertos

Joaquín Dicenta


Cuento


Bajando por la puerta de Toledo, poco antes de llegar al puente y a mano izquierda de la carretera, se abre un camino polvoriento, especie de atajo, en cuyas lindes vierte sus aguas una alcantarilla que serpentea con emanaciones de pantano y pujos de arroyo, para lamer cuatro o cinco casucas de agrietadas paredes y ruinoso aspecto. En sus ventanas colúmpianse con churrigueresco desorden, sujetos a una soga y heridos brutalmente por los rayos del sol, multiples harapos de infinitos colores, los cuales son prendas de vestir, aunque no lo parecen; y junto a la puerta charlan y gritan, formando grupos heterogéneos, mujeres de todas edades, con las greñas sueltas, los brazos desnudos y las medias (cuando las tienen) caídas por encima de los tobillos.

Mientras las mujeres platican, sus criaturas, descalzas, medio en cueros, tiznado el rostro y curtida la piel, chapotean entre las aguas, revolviendo y respirando las putrideces estancadas en el fondo de la alcantarilla, y se revuelcan por la húmeda arena y escarban el suelo y traban disputas, que terminan casi siempre a puñetazos.

Los padres de estos chicos, ocupados en un trabajo que comienza con el día y acaba con el día también, no gozan de tiempo para vigilarles. Las madres, entregadas a sus hablillas, a sus rencores y a sus faenas no les hacen caso tampoco, y los niños se desarrollan en absoluta libertad con el raquitismo en la sangre y la ignorancia en el cerebro.

Sin embargo, tan horrible y triste conjunto representa en aquel camino la nota alegre, porque representa la vida, mejor que la vida, la última frontera de la vida humana.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 12 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Capuchino

Joaquín Dicenta


Cuento


Llamo celestial a este cuento porque su asunto se desarrolla en el cielo de los católicos, en ese cielo donde, según las descripciones ortodoxas, los ángeles cantan escondidos entre nubes de ópalo y cantan los santos y las vírgenes y los apóstoles (cada grupo desde su nube correspondiente) un himno de alabanzas inacabables al Creador.

En uno de los aposentos más apartados del divino alcázar, celebrábase un juicio de pecadores, juicio presidido por Jesús de Nazaret, el cual tenía a San Juan a la izquierda y a la Virgen a la derecha.

Cristo interrogaba a los pecadores; la Virgen intercedía por ellos, siguiendo los impulsos de su inmensa bondad; y San Juan apuntaba en una pizarra de esmeralda el fallo de su Maestro y el destino que este fallo concedía a los reos.

Los últimos se agrupaban a la izquierda del presidente. Eran autores de pecados leves, y, en clase de tales, libertados por sentencia de la primera instancia celestial del fuego eterno. Tratábase sólo de averiguar en este juicio cuántos años de purgatorio necesitaba extinguir cada uno para entrar en el cielo y poseer el favor celeste y gozar el derecho a vivir cantando desde por la mañana hasta la noche. Era, pues, el de autos, un juicio de faltas.

No obstante ello, los pecadores andaban temerosos en el examen y en la confesión de sus culpas, que aun siendo tan hermoso el porvenir de una bienaventuranza perpetua, no resulta preparación muy grata para realizarlo la de pasarse unos añitos en el purgatorio, socarrándose el alma.

De ahí que los enjuiciados anduviesen acobardadillos y que, a la más insignificante pregunta de Jesús, bajasen los hombres la cabeza, ocultasen las mujeres el rostro entre las manos y temblasen todos con nervioso temblor. Sólo uno de entre ellos permanecía sereno, inmóvil, como seguro de su pureza e inaccesible por consiguiente a las estufas purificadoras del purgatorio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 59 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Adiós

Joaquín Dicenta


Cuento


Al fin pude verla asomada a la ventanilla y dirigiendo sus ojos en mi busca, mientras la máquina avanzaba con lentitud majestuosa por el andén, arrastrando los vagones, que sacudían con intermitente chirrido sus músculos de hierro.


Voy al convento de X…; pasaré por ahí; sal a esperarme y nos daremos el último adiós.


Esta carta, la primera noticia que recibía después de cuatro años de la compañera de mi infancia, de la que compartió conmigo los juegos tumultuosos de la niñez, me hizo acudir a la estación más entristecido que alegre; y mi tristeza subió de punto cuando, al estrechar entre mis manos las suyas, contemplé su rostro hermoso, pero impasible y frío, como los de esas estatuas del Renacimiento que retratan a un tiempo la belleza y la muerte.

Era ella; pero ¡qué diferencia tan grande existía entre aquel rostro alegre, lleno de vida y de expresión, que yo miraba como una aurora en los comienzos de mi juventud, y el rostro que se me ofrecía entonces, arrebujado en una toquilla oscura! Los ojos grandes y negros, donde brillaran antes todas las pasiones y todos los deseos, miraban con triste y monótona indiferencia; sus labios, abiertos siempre por una sonrisa juguetona y fresca, ostentaban un pliegue sombrío; las curvas de su garganta y de sus mejillas tendían a convertirse en líneas angulosas. Era otra mujer; más que ella misma, resultaba un recuerdo borroso de su propia imagen.

—¿Qué es esto? —le dije.

—Que abandono la aldea y voy a meterme en un convento.

—¿En un convento?


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 22 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

A Treinta Años Fecha

Joaquín Dicenta


Cuento


Era una chiquilla encantadora, morena y andaluza, con la agravante de ser perchelera y de tener más sal en su cuerpo y en su lenguaje que todos los boquerones de Málaga. Tenía veintidós años; yo veinte.

La primera vez que la vi asomarse al balcón de su casa, una casita frontera a la mía, se me cayeron los palos del sombrajo, como dicen en la tierra de ella. ¡Vaya una moza!… grité, sin enterarme de que gritaba; y me quedé mirándola, con los ojos muy abiertos, la boca más abierta que los ojos y la cara del más perfecto imbécil que puedan mis lectores imaginarse. Claro, que la muchacha se dio cuenta de lo que ocurría; ¡así que las mujeres son tontas!… Guiñó los ojos; soltó la carcajada; dio un retemblío de caderas y se metió en su cuarto balanceando el cuerpo y dejando sin cerrar balcón, para que yo siguiera llenándome de su persona.

Así empezó la cosa, que no se hizo entretener mucho para llegar al apetecido desenlace. Moza ella, mozo yo; la moza sin ser una virtud y el mozo sin pecar de tímido, ¿qué iba a ocurrir?… Pues… nada; es decir, todo.

Anita había venido de Málaga con una apreciable señora, comerciante en carne viva; pero se cansó muy pronto de trabajar por cuenta ajena y se dedicó a hacerlo por la propia. Ni su desparpajo necesitaba andadores, ni su hermosura intermediarios.

Tal fue el principio de su etapa madrileña.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 83 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Caballería Maleante

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Un grito de piedad y angustia alzóse en España ante el feroz crujimiento de la tierra andaluza, que, abriéndose en espantables bocas, devoraba villas, caseríos, aldeas, llevando a los campesinos hogares la miseria y el luto. Pronto aquel grito halló eco en Europa y América; casi tan pronto se tradujo en auxilios que de todas partes llegaban

Suscripciones públicas y privadas, colectas, representaciones teatrales, corridas de toros, periódicos ilustrados que dedicaban íntegro su producto de venta al socorro de la catástrofe... Cuantos recursos pueden utilizar los hombres para socorro de hermanos en desgracia, se emplearon entonces a favor de las víctimas del terremoto

Y, con ser tantos los recursos, apenas bastaban al remedio del mal. El desastre fue enorme

Desde ya largo tiempo, una gran porción de la tierra andaluza venía sufriendo el azote de la sequía. Un sol implacable bajaba desde el cielo, agostando los vegetales; las noches, a cuenta de frescura, traían ráfagas incendiadas. Las mujeres imploraban a Dios en templos y oratorios; los hombres miraban de cara a cara al cielo con actitud desafiante

Y fue al término de uno de esos días, cuando el espectáculo de la Naturaleza cambióse totalmente. Nubecillas cárdenas acompañaban el ocaso del sol. En los límites del espacio rojeaba el relámpago. Las nubecillas se espesaron, avanzaron rápidas y cubrieron lo azul. Un gran trueno sacudió la atmósfera, partiéndola a golpe de centella; anchas gotas de agua golpearon la tierra. Rugió furioso el huracán; brillaron intensos los relámpagos; los reflejos últimos del sol se perdieron entre negruras


Leer / Descargar texto

Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 100 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Casi Monólogo

Joaquín Dicenta


Cuento


Estábamos solos. Ella enfrente de mí, provocadora, incitante, brindándome en silencio sus espléndidos dones; su perfume, que hacía estremecerse mis nervios con avarienta voluptuosidad; sus tonos de color, que excitaban en mí el ansia de acercar los labios e ir absorbiendo entre pausas, prolongadoras del deleite, la esencia de su vida, que yo y nadie más que yo tenía derecho a poseer; su alma, que se trasparentaba bulliciosa y enérgica al través de los múltiples y artísticos estremecimientos que la agitaban cuando mi mano se alzaba por encima de la mesa para tocar la muselina protectora que la envolvía; toda ella, en fin, porque de toda ella necesitaba mi espíritu fatigado y entristecido por esta lucha que, llamándose existencia, eleva el fastidio a la categoría de imposición.

No era posible resistir más; su virginidad esplendorosa me atraía, y a trueque de merecer fama de libertino, extendí el brazo, la ceñí con mi mano temblorosa de deseos y, oprimiéndola cariñosamente, la levanté del sitio que ocupaba con lentitud mimosa, elevándola despacio, muy despacio, hasta que la puse cerca de mi boca y dejé extasiarse la mirada en sus matices de oro, sobre los cuales se quebraban, descomponiéndose en mil y mil luminosas facetas, los rayos de sol que se introducían de contrabando por la entreabierta ventana de aquel cuartucho miserable.

Porque era una copa de Jerez la que yo tenía en la mano, la que excitaba los apetitos de mi carne, la que reflejándose en mis pupilas con sus cambiantes de oro y sus reverberaciones de ámbar, excitaba las fibras todas de mi organismo, anunciándoles placeres y alegrías entrevistos por mí en el fondo trasparente de la copa cuyo limpio cristal acariciaba con los dedos. Mi corazón, henchido de penas, hallábase necesitado de venturas, y el Jerez podía proporcionármelas. ¿Artificiales?, puede; ¿y qué importa? ¿Acaso las que tomamos por verdaderas lo son?


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 49 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Conjunciones

Joaquín Dicenta


Cuento


Las últimas notas de la orquesta acababan de perderse en el aire, y aún seguía su recuerdo acariciando voluptuosamente los oídos del público, como siguen acariciando el oído del amante, muchas horas después de pronunciadas, las frases de la mujer origen de su amor.

Había terminado el espectáculo, y la Marquesa, levantándose del asiento que antes ocupara, se dirigió hacia el fondo del palco y allí permaneció en pie unos instantes, sin aceptar el abrigo de pieles que le ofrecía su marido, como si quisiera poner de manifiesto ante los ojos de éste y ante los de Jorge (su más asiduo contertulio), todos los maravillosos encantos de su cuerpo; sus hombros redondos, su pecho alto, y bien contorneado, que se desvanecía formando deliciosa curva entre los encantos del corpiño de seda; sus brazos desnudos y frescos, su cintura flexible y sus espléndidas caderas, sobre las cuales se ajustaba para perderse luego en mil y mil pliegues caprichosos que apenas descubrían el nacimiento de unos pies primorosamente calzados, el rico vestido, hecho, más que para velarla, para realzar la estatuaria corrección de sus formas.

Los dos la miraban; el marido, el viejo y acaudalado prócer, con la satisfacción pasiva y moderada de la impotencia; el mozo, con la febril inquietud que pone en los ojos el deseo cuando la sangre es joven y la vida palpita en el organismo pletórica de energía y de poder. Ella sonrió satisfecha de aquel triunfo plástico; la sedosa piel del abrigo cayó sobre su espalda desnuda, y sólo quedaron al descubierto sus ojos negros, su nariz correcta, sus labios sensuales y el extremo enguantado de su brazo, que se apoyó en el de Jorge, mientras la Marquesa decía a éste con voz vibrante y acariciadora:

—Usted me acompañará hasta casa; el Marqués tiene una cita en el Ministerio.

—Sí —respondió el anciano.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 72 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

12345