Textos más vistos de Joaquín Dicenta etiquetados como Cuento disponibles | pág. 4

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El Pasaporte Amarillo

Joaquín Dicenta


Cuento


I

La Judería es, en esta noche, museo de alabastros. Cayó en ella la nieve, y congelándose después; ha realizado el prodigio. Gracias a la nieve parece el barrio miserable, iluminado por la luna, un capricho arquitectónico de gnomos. Los cristales del hielo relumbran como piedras preciosas.

Por encima de esos cristales resbala, con homicida cuchicheo, el viento de la estepa. Refugiado en el quicio de un portalón, próximo a la casa de Isaac, aúlla un perro la muerte.

La familia del anciano judío se agrupa en torno del hogar.

Previamente se mojaron los troncos para que ardiesen muy despacio; las mujeres espolvorean con ceniza las ascuas, a fin de que duren más tiempo. Apenas llamea la leña humedecida, y sus llamas son anémicas, intermitentes. Cuando se desprenden del tronco y flotan por la chimenea, parecen fuegos fatuos. El humo que asciende a la campana dibuja sobre sus paredes frases jeroglíficas.

—Por todos se queja—murmura tristemente el viejo, oyendo a un leño chasquear.¡Suerte cruel la de nuestra raza—prosigue— en esta Rusia, donde Jehová dispuso que naciéramos!

Isaac deja ir contra el pecho su cabeza de blancas y despeinadas barbas, de pelo que se eriza, a mechones, bajo un casquete renegrido; sus labios se contraen, irónicos, contra unas encías desprovistas de dientes; su gran nariz tiembla por las fosas y sus ojillos relampaguean entre las arrugas de los párpados.

—¡El Padre!...— exclama, tras una pausa que nadie se atreve a interrumpir.—Con tal nombre designan, designamos al zar sus súbditos. ¡Padre quien nos expolia, por mano de sus agentes administrativos, y por mano de sus agentes policíacos, esgrime sobre nuestras carnes el knout!...


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Dominio público
19 págs. / 34 minutos / 67 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Retrato

Joaquín Dicenta


Cuento


Quien entrase por vez primera en aquel gabinete dudaría si iba a presentarse delante de una cortesana, de una artista o de una gran señora, tan varios aspectos ofrecía en su ornamentación, tan rico era en contrastes, tales y tan diversas las impresiones que causaba a los ojos y al juicio en ese rápido e inconsciente cálculo de probabilidades que todos hacemos al visitar por vez primera la casa de personas para nosotros desconocidas.

Una chaisse longue, semejante a un lecho por su anchura, adornada con blandos almohadones de seda y puesta enfrente de amplio espejo de luna, evocaba la imagen tizianesca de humanos desnudos, reflejando sobre el cristal los retazos íntimos de la pasión, las truhanerías carnales del deleite. Un armónium chapeado de nácar, dos estantes de pelouche encima de los cuales se gallardeaban las partituras de los grandes maestros y las literaturas más peregrinas del humano ingenio; dos o tres coronas que dejaban caer sobre el armónium como una cascada de gloria sus cintas de colores múltiples y algunos lienzos sin concluir, bocetos, apuntes, notas de color, matrices de cuadros, leitmotives pictóricos de esos que los inteligentes veneran y el público no paga, recordaban el estudio de un artista de genio, mientras el resto del mueblaje, de última novedad, ajustado a la moda, con sus silloncitos de raso, sus sillas maqueadas y sus entredós llenos de baratijas, tan costosas como vulgares, pregonaban la existencia de grandes caudales contraídos a la obligación perentoria de costear un lujo inútil.

¿Quién era la dueña de tal mosaico? ¿Había conseguido encontrar en sí misma el punto de intersección, la convergencia de los tres grandes dominadores del mundo, el vicio, la riqueza y el arte?… ¿Quién era?… No entonces, que apenas sí la conocía, ahora que he dejado de conocerla ya, seríame difícil contestar de un modo preciso.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 10 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Entre Sorbo y Sorbo

Joaquín Dicenta


Cuento


Discutíamos mano a mano. ¿De qué? De lo que pueden discutir cuando no riñen o se aburren, una mujer fácil y bonita y un hombre, joven todavía, luego de un almuerzo en que ni escasearon las viandas ni faltaron los vinos. De amor hablábamos: de ese amor que está al alcance de todos los corazones y de todos los seres humanos, porque se detiene en la superficie del sentimiento, y busca, como principalísimo premio, goces rápidos e impresiones picantes. No discutiendo amores, porque antes dije mal: mostaceando deleites futuros, estábamos Eugenia y yo en el elegante comedor de la casa, bebiendo deseos el uno en los ojos del otro, y apurando a sorbos lentos y abundantes, sendas copas de vino de Champagne.

Era Eugenia una deliciosísima criatura.

La Naturaleza, maestra admirable cuando para atención en sus obras, la había modelado irreprochablemente para los objetos a que debía servir en el mundo. Esbelta, fuerte, blanca de piel, con el pelo y los ojos tan negros como encendidos los labios y blancos los dientes, con el cuerpo tan pronto a las languideces súbitas y a los súbitos encrespamientos del deleite, como la boca a la risa y los labios al beso; resultaba una compañera insustituible para un viaje de amor, para un viaje corto, se entiende, no hablo del viaje de la vida.

Ella y yo habíamos emprendido ese viaje corto, almorzando juntos y haciendo la primera parada formal en los postres, mientras el Champagne fermentaba en las copas y el café hervía en su recipiente de acero.

—Mira, para el café —dijo Eugenia—, voy a traerte una botellita de Chartreusse, un Chartreusse especial (regalo del conde); tomaremos un par de copas y… ¡a vivir!


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 41 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Infanticida

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Los Méndez—Urda componen ejemplar familia. De modelo sirven a los buenos vecinos y aun a los malos, que doña Torcuata, la del ocho, madre de la picos pardos Juanita, dice, cuando ve por su frente al hijo mayor de los Urda:

—Como éste quisiéralo para mi niña y no el granujón de Melquiades que, sobre mantenerse con las ganancias de ella, me la pone a parir en cuanto se le enciende el humor.

El jefe de los Méndez—Urda es alto funcionario, ya retirado del oficinesco trajín, con buena cesantía, una sarta de cruces y su miaja de cupón a cortar. Nadie le gana en puntos de honra y en no sufrir mácula en la suya y en las ajenas. Respetos sociales, deberes religiosos, leyes humanas y divinas, tienen en D. Antonio fiel custodio e inquebrantable paladín. Antes pasará por rueda de tortura o por corbatín de garrote que por acción contraria a las costumbres, usos, prejuicios y ortodoxias en que sus padres le educaron.

Ha por compañera de tálamo a una cincuentona señora, casi ciega de ojos y ciega, sin casi, de intelecto. Reparte ella sus días, por mitad, entre la casera obligación y los deberes que, muy a su gusto le imponen, misas, rogativas, confesorio y novenas. En los quehaceres de la casa ayudan a doña Bibiana tres criados; en los de su beatería, el confesor, Dios y una ristra de santos que vuelven Congreso celestial la alcoba de la vieja. Teníalos antes en un gabinetito a la alcoba contiguo. Al cumplir los cincuenta, en la alcoba instaló a sus imágenes, segura de no molestarlas ni ofenderlas con su próxima vecindad.

Frutos hubo este matrimonio en número de cinco: tres varones y dos mujeres.

El mayor de aquellos entró, casi niño aún, a hacer méritos en la oficina de su padre.


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Dominio público
31 págs. / 55 minutos / 97 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

La Desdicha de Juan

Joaquín Dicenta


Cuento


Con las manos en el bolsillo del pantalón, el cabello fosco, erizada la barba y los ojos brillantes, paseaba Juan por el jardín del manicomio, y en él divertía las horas, sin que un recuerdo del pasado viniese a conmover su memoria, sin que una ráfaga de razón ventilase la desconcertada máquina de su cerebro.

¿Cómo se volvió loco? ¿Por qué causa?... Nadie lo supo. Una tarde, aquel obrero que sabía leer y escribir, que ganaba ocho reales diarios la mitad del año, y se moría de hambre la otra mitad, teniendo delante de su miseria dos hijos pequeños, y dentro de su corazón la imagen de una pobre muerta, que le quiso con toda su alma; una tarde, aquel hombre salió a la calle alegre, satisfecho, tan orgulloso de sus harapos como un príncipe de su corona, y dijo a cuantos se tomaron la molestia de oírle, que era grande, omnipotente, igual a Dios; que disponía a su antojo de todas las riquezas humanas, que a un gesto, a una orden suya, modificaríanse en absoluto las leyes por que se rige el Universo y que le bastaba extender un dedo para que la tierra cambiase de forma, de esencia y de substancia.

¡Pedid cuanto se os antoje, os lo otorgo! —dijo a los vecinos que le escuchaban. —Pedid; esta es la hora de las mercedes.

Los vecinos, al oír semejantes palabras en boca de un hombre que no tenía sobre qué caerse muerto, creyeron que estaba ebrio, le acompañaron con un coro de burlas y dicharachos epigramáticos hasta la puerta de su buhardilla, y le dejaron solo, pensando, colectiva y separadamente, que el pobre Juan renunciaría a su omnipotencia en cuanto roncase la mona.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 56 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Epopeya de un Presidiario

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Fue condenado a presidio por delito de sangre. Era un obrero aplicado, trabajador, de instrucción escasa, pero muy útil y muy entendido en su modesta profesión de albañil. Su maestro le apreciaba, los vecinos del barrio se hacían lenguas de él; a su novia le saltaba el corazón en el pecho cuando le veía acercarse a su puerta, y a su madre, una viejecita de pelo canoso y ojos alegres, se le caía la baba de gusto en presencia de aquel muchachote alto, fornido, cariñoso, sostén de la casa desde la muerte de su padre y retrato vivo del padre muerto, en las condiciones físicas y morales de su persona.

Pedro, este era el nombre del simpático mozo, adoraba en su madre, depositaba en ella íntegro o poco menos el producto de su trabajo, y vivía feliz, con ese relativo desahogo del obrero que le permite cruzar el mundo gozando los bienes de una miseria decorosa.

Este edificio de ventura se vino abajo al anochecer de una fiesta. Pedro jugaba a las cartas con otros compañeros en una taberna inmediata a su domicilio. Menudeaban entre los jugadores sendos vasos de vino; hallábanse más que calientes las cabezas y suscitose agria disputa, a propósito de una jugada entre el mozo y su contrincante: hubo aquello de «Eso no me lo dices en la calle», y a la calle salieron navaja en mano, y de frente y cuerpo a cuerpo riñeron y en la calle quedó con el corazón partido de un navajazo el contrario de Pedro, mientras este, amarrado codo con codo por los agentes de la autoridad, era conducido a la cárcel y sentenciado unos meses después, por la Sala correspondiente, a ocho años de presidio.


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4 págs. / 8 minutos / 12 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

La Epopeya de una Zíngara

Joaquín Dicenta


Cuento


El sol caía a plomo sobre la ancha carretera, uno de esos caminos oficiales de Castilla en cuyas lindes busca inútilmente el viajero un árbol que le preste sombra o un arroyo donde calmar su sed. Campos agostados, planicies incultas, áridos y desiguales montículos, mucha luz en el cielo y poca alegría en la tierra: he aquí el espectáculo ofrecido por aquella naturaleza sedienta, amodorrada, codiciosa de aire y de frescura, en la que el silencio hubiera reinado en absoluto a no ser por alguna que otra banda de codornices, las cuales, alzándose de entre los rastrojos, cruzábanlos presurosamente con un rumor no interrumpido de gritos salvajes y de vigorosos aleteos, levantando una nube de polvo, que se transformaba en lluvia de oro al caer herida por los rayos del sol.

Tarde calurosa de Agosto, que convertía en inhospitalario desierto el camino y los campos que lo circundaban, era aquélla; y perdida en este desierto, sufriendo el bochorno que abrasaba la atmósfera, asfixiándose con el polvo por ella misma levantado al proseguir su rumbo, veíase una pequeña y miserable caravana, que hubiese puesto piedad en los ojos y amargura en el corazón de quien la mirase atentamente; pero los hombres suelen mirar estas cosas sin verlas; para ellas no existen otros ojos ni otro amparo que los de Dios; y hasta Dios suele distraerse muchas veces.

Constituían la caravana una mujer, un burro y tres niños.


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4 págs. / 8 minutos / 59 visitas.

Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Finca de los Muertos

Joaquín Dicenta


Cuento


Bajando por la puerta de Toledo, poco antes de llegar al puente y a mano izquierda de la carretera, se abre un camino polvoriento, especie de atajo, en cuyas lindes vierte sus aguas una alcantarilla que serpentea con emanaciones de pantano y pujos de arroyo, para lamer cuatro o cinco casucas de agrietadas paredes y ruinoso aspecto. En sus ventanas colúmpianse con churrigueresco desorden, sujetos a una soga y heridos brutalmente por los rayos del sol, multiples harapos de infinitos colores, los cuales son prendas de vestir, aunque no lo parecen; y junto a la puerta charlan y gritan, formando grupos heterogéneos, mujeres de todas edades, con las greñas sueltas, los brazos desnudos y las medias (cuando las tienen) caídas por encima de los tobillos.

Mientras las mujeres platican, sus criaturas, descalzas, medio en cueros, tiznado el rostro y curtida la piel, chapotean entre las aguas, revolviendo y respirando las putrideces estancadas en el fondo de la alcantarilla, y se revuelcan por la húmeda arena y escarban el suelo y traban disputas, que terminan casi siempre a puñetazos.

Los padres de estos chicos, ocupados en un trabajo que comienza con el día y acaba con el día también, no gozan de tiempo para vigilarles. Las madres, entregadas a sus hablillas, a sus rencores y a sus faenas no les hacen caso tampoco, y los niños se desarrollan en absoluta libertad con el raquitismo en la sangre y la ignorancia en el cerebro.

Sin embargo, tan horrible y triste conjunto representa en aquel camino la nota alegre, porque representa la vida, mejor que la vida, la última frontera de la vida humana.


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Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

La Pícara Vida

Joaquín Dicenta


Cuento


Siempre fue muy cómodo renegar de la vida y hacer de ella renuncia teórica, maldiciendo los disgustos y penalidades que proporciona.

Pero una cosa es predicar y otra dar trigo, como una cosa es llamar a la muerte a voces cuando está lejos, y tenderle amorosamente los brazos cuando se la contempla de cerca.

Tan verdad es esto, que siempre, cuando a las personas que me rodean oigo echar pestes contra la existencia miserable que padecemos los humanos, acude a mi memoria un cuento que mi madre me refería cuando yo era chico, y que puede servir de enseñanza y respuesta a los que piden a todas horas que la muerte venga a librarles de la desdichada vida que sufren.


* * *


En cierto pueblo de Aragón vivían juntos una madre y un hijo.

Era la madre de edad avanzada, muy buena mujer, muy creyente y muy hacendosa a pesar de sus años.

Sólo tenía un defecto: renegar a todas horas de la vida; y era el hijo un clérigo joven, cura del pueblo y hombre de honradas costumbres e intachable conducta.

—¡Dios mío! —decía la madre siempre que encontraba ocasión para ello, y la encontraba a cualquier hora—. ¡Dios mío, haz a mi hijo feliz, conserva su existencia preciosa y no me proporciones el pesar horrible de verle morir, de llevarlo contigo antes que yo muera! Que viva él que es joven, que puede hacer tanto en tu divino servicio. ¡Que viva él!… A mí, señor, a esta pobre vieja que sólo sinsabores y penas ha sufrido en el mundo, llévame ya de él, concédame tu misericordia el descanso que ardientemente solicito. La vida es para mí carga pesada; la muerte fiera, descanso, y yo la recibiría con los brazos abiertos. Venga la muerte para mí: la recibiré como un bien.


* * *


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Viuda del Grande Hombre

Joaquín Dicenta


Cuento


Así la llamábamos todos. Ni el Juzgado municipal, ni el cura, intervinieron en la unión de la gran mujer y el gran artista. No les hizo falta; ella tenía sobrada hermosura y él sobrado entendimiento para burlarse de rutinas y gritar, encarándose con el mundo: «Hacemos lo que nos da la gana. Habla tú lo que te dé la gana también».

Los artistas jóvenes de aquella época teníamos aún la pícara costumbre de admirar y de respetar a nuestros antecesores: costumbre que hoy, afortunadamente para el progreso del arte, de la independencia y de la vanidad va desapareciendo en España. Admirábamos, respetábamos a los viejos ilustres y como a ningún otro al poeta insigne que remozaba sus cincuenta años y sus blancos cabellos con el mirar de sus ojos vivos, con el sonreír de su boca alegre y con sus partos de producciones cada vez más apasionadas y viriles.

Entre los admiradores del maestro, figuraba como uno de los primeros yo. El poeta me favorecía con su amistad; rara era la noche en que no acudía a su casa para deleitarme con los donaires de su conversación o recoger las primicias de sus poemas.

Declaro, honrada y lealmente, que la belleza de Margarita no entraba por nada en mi asiduidad. Ni sentí por ella otros deseos que los inconscientes, propios a mi condición de macho, ni ella me hubiera permitido sentirlos tampoco.

Margarita adoraba al maestro; y, no obstante la diferencia de edad —ella tenía veinticinco años—, hubiera sido difícil hallar compañera más enamorada y más fiel de un hombre; aun entre las que pasan por el Juzgado municipal y reciben la bendición de un cura.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 9 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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