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autor: Joaquín Dicenta


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Conjunciones

Joaquín Dicenta


Cuento


Las últimas notas de la orquesta acababan de perderse en el aire, y aún seguía su recuerdo acariciando voluptuosamente los oídos del público, como siguen acariciando el oído del amante, muchas horas después de pronunciadas, las frases de la mujer origen de su amor.

Había terminado el espectáculo, y la Marquesa, levantándose del asiento que antes ocupara, se dirigió hacia el fondo del palco y allí permaneció en pie unos instantes, sin aceptar el abrigo de pieles que le ofrecía su marido, como si quisiera poner de manifiesto ante los ojos de éste y ante los de Jorge (su más asiduo contertulio), todos los maravillosos encantos de su cuerpo; sus hombros redondos, su pecho alto, y bien contorneado, que se desvanecía formando deliciosa curva entre los encantos del corpiño de seda; sus brazos desnudos y frescos, su cintura flexible y sus espléndidas caderas, sobre las cuales se ajustaba para perderse luego en mil y mil pliegues caprichosos que apenas descubrían el nacimiento de unos pies primorosamente calzados, el rico vestido, hecho, más que para velarla, para realzar la estatuaria corrección de sus formas.

Los dos la miraban; el marido, el viejo y acaudalado prócer, con la satisfacción pasiva y moderada de la impotencia; el mozo, con la febril inquietud que pone en los ojos el deseo cuando la sangre es joven y la vida palpita en el organismo pletórica de energía y de poder. Ella sonrió satisfecha de aquel triunfo plástico; la sedosa piel del abrigo cayó sobre su espalda desnuda, y sólo quedaron al descubierto sus ojos negros, su nariz correcta, sus labios sensuales y el extremo enguantado de su brazo, que se apoyó en el de Jorge, mientras la Marquesa decía a éste con voz vibrante y acariciadora:

—Usted me acompañará hasta casa; el Marqués tiene una cita en el Ministerio.

—Sí —respondió el anciano.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 198 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Juan José

Joaquín Dicenta


Teatro


Carta a modo de prólogo

Sr. D. José de Urquía


Querido amigo y compañero:

Me pide usted autorización para publicar Juan José en La novela corta y dedicar el número, en que mi drama se publique, a los obreros españoles.

La miseria me llevó a convivir con los humildes y con los miserables.

Entre ellos escogí modelos para personajes de mi obra; ellos, con sus dolores, con sus ignorancias, con la pobreza material y moral a que les reducían la codicia, el egoísmo y la (crueldad) de explotadores y viciosos, trajeron a mi corazón primero que a mi inteligencia el trágico poema de los desheredados, al cual quise dar vida escénica en Juan José.

Mucho ha progresado el obrero español desde que escribí la obra; pero la médula de mi drama subsiste, subsistirá mientras la mujer pueda ser empujada a la prostitución y el hombre honrado al crimen, por la miseria, por el abandono y por las explotaciones sociales.

Dedicando usted, querido Urquía, mi drama a los obreros en la fecha 1.º de Mayo, satisface mi deseo más firme. No lo he realizado antes por mi propio, temeroso de que tal acción se atribuyera a vanidad o a ansias ruines de lucro.

Gracias pues y una usted la mía a su dedicatoria.

Muy sinceramente amigo y admirador de usted.


Joaquín Dicenta

Personajes

ROSA.
TOÑUELA.
ISIDRA.
MUJER 1.ª
MUJER 2.ª
JUAN JOSÉ.
PACO.
ANDRÉS.
EL CANO.
IGNACIO.
PERICO.
EL TABERNERO.
UN CABO DE PRESIDIO.
BEBEDOR 1.º
BEBEDOR 2.º
Un mozo de taberna.
Bebedores.


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Dominio público
75 págs. / 2 horas, 12 minutos / 131 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Galerna

Joaquín Dicenta


Novela corta


Capítulo I

Amanece. Violeta pálido es el cielo. Ni la más pequeña nube hay en él. El mar parece lago, que poetizan las gaviotas con el desperezo de sus alas. Por la cumbre de un monte verde, conduce sus vacas el pastor. Chirriante baja una carreta, al pezuñeo cansino de dos bueyes, por los accesos de otro monte. El boyero canta:


«Es la mozuca mía
la mejor moza
que hay desde Castro-Urdiales
hasta Reinosa.»
 

Así, esclavizando a la hermosura de su queredora todo el mujerío montañés, canta su cantar el boyero; y van los ecos del cantar extendiéndose por el espacio en himno de amor, que sube y se pierde hacia los orientes de la luz.

¡Amanecer tibio de Julio, el aire te embellece con el musicar de sus besos sobre las hierbas enjoyecidas por los brillantes del rocío; con su ir y venir sobre las aguas del Cantábrico, que se deshace contra el rocaje en caireles de espuma!... A tus resplandores va contorneándose el pueblecillo pescador.

Las lanchas boniteras negrean encima de la ría; a pliegues apabellónase el velamen al largo de los palos.

Todo es quietud, dulcedumbre en la aldea, en la campiña y en el mar.

A misa de alba repican las campanas del románico templo. Algunas viejas suben por la cuesta que a la iglesia conduce. Son las primeras parroquianas del oficio dominical. El mocerío duerme, aguardando la misa mayor para exhibirse bajo las naves anchurosas, entre sones de órgano y perfumes de incienso.


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Dominio público
34 págs. / 1 hora / 143 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Un Idilio en una Jaula

Joaquín Dicenta


Cuento


Ella era una muchacha rubia, muy rubia, verdadero tipo de soñadora, con los ojos azules, el cutis pálido y los labios entreabiertos, como si tratasen de ofrecer salida a los suspiros de su pena. Porque sufría mucho aquella infeliz víctima de dieciocho años, que, soñando con un amor todo sensibilidad y delicadeza, se encontró unida, sin quererlo y sin saberlo casi, a un banquero materialote y soez, insolente como una onza y pletórico como las talegas de plata que almacenaba en la caja de sus caudales.

La boda fué uno de esos contratos brutales que se conciertan a espaldas de la ley, y que la ley sanciona luego tranquilamente. Dolores era hermosa, el banquero rico y los padres de la muchacha pobres y egoístas. El trato se hizo pronto.

—«Toma su belleza y abre tu bolsa» —dijeron los padres de la niña; y, previa la bendición de un clérigo, arrojaron a su hija en los brazos de el adinerado traficante.

Aquel abrazo tronchó la existencia de la joven, como troncha, la mano grosera del patán, una flor delicada, y Dolores se iba muriendo poco a poco, a semejanza de las flores que se marchitan, derramando perfumes que nadie se cuidaba de recoger.

Se iba muriendo y, avara de encontrar algo bello, armonioso y dulce en derredor suyo, tenía en su gabinete una pajarera, y se pasaba las horas muertas delante de ella, oyendo los trinos de sus canarios, única nota de poesía que vibraba en aquel hogar repleto de lujo y falto de ternura.

¡Cuánto quería a sus compañeros de esclavitud aquella mujer!


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 78 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Una Letra de Cambio

Joaquín Dicenta


Novela corta


I

Era angosta y encuestada la calle: calle de barrios bajos madrileños. Alfombrábanla por su centro guijarros en punta, y servían de orla a tal alfombra dos aceras estrechas, que iban cuesta arriba y cuesta abajo en franco e independiente desnivel.

De las casas arraigadas sobre las dos aceras, no hablemos; si independientes en su desnivel eran éstas, éranlo más aquéllas en sus arquitecturas. Habíalas altas, de cinco pisos, hombreándose junto a casuchos en que sólo una ventana y una puerta daban testimonios de ventilación. Unas ostentaban en sus remates aleros, adornados con canalones prontos a convertirse en duchas de sorpresa, para el transeúnte, a poco que diesen las nubes en llover; otras ufanábanse con balcones de hierros negros y torcidos, que hacían pensar en los últimos Austrias; cuales con balconcetes minúsculos, que revivían a los penúltimos Borbones; algunas se acortinaban con enredaderas o se volvían jardín a puro rellenarse de tiestos; no escasas afeitaban su vejez con revoques o enlucían sus huecos con todo linaje de multicolores harapos. Por la mayor parte salía un rumor continuo, formado con todos los gritos que puede lanzar un ejército de mujeres, y todos los juramentos que puede proferir una legión de hombres, y todos los llantos que puede promover una colmena de chiquillos. Y es que las tales casas pertenecían a las llamadas de vecindad, a las que en buena ley debieran llamarse antesalas del infierno, purgatorios donde la suciedad tiene su palacio, el hombre su banderín de enganche y la desdicha humana su natural habitación.

En una de estas casas, que dentro de poco serán un recuerdo arqueológico para los vecinos de Madrid, vivía mi persona, que, dentro de poco también, será, si consigue serlo, un recuerdo para los jóvenes que ahora la saludan.


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Dominio público
32 págs. / 57 minutos / 137 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Gañanía

Joaquín Dicenta


Novela corta


Capítulo I

Es la noche; noche marceña de ventisca que empuja por la atmósfera partículas de la nieve acaperuzada sobre los cabezos serranos. El viento gruñe entre los matorrales. Son gruñidos amenazadores los suyos, como de alimaña salvaje pronta al mordisco y al garrazo. La deshelada hízose torrente, y baja, revolviendo espumas, por las peñas. Romeros y cantuesos llenan el espacio de fragancias. El chaparro se yergue en la obscuridad con atlética rechonchez; la encina abre a las tinieblas sus brazos; en ellos lucen como joyería topaciesca los ojos de los búhos. Lejos aúlla el lobo las canciones de su hambre. Los mastines respóndenlas con su ladrido, escarbando la tierra y sacudiendo las carlancas.

Pájaros de la noche aletean brujescamente bajo el cielo que las nubes entoldan. Abrense éstas de raro en raro, para descubrir cachos azules claveteados con estrellas. A las veces se oye un golpe sordo; ecos suyos vibran por la negrura: es piedra, desprendida de lo alto, que busca fondo en los abismos. Otras veces suena algo así como un quejido: rama es que se desgajó en el amoroso robledal.

Al abrigo de unos peñotes se alzan los chozos pastoriles, afachados con piedras y encubertados con recia trabazón de ramaje.

Los gañanes duermen dentro de ellos, sobre incurtidas pieles, haciendo de los zurrones cabezal y de las mantas cobertura. A su alcance, pronta contra el embite de las fieras —sean ellas hombres o lobos— está la cayada, endurecida al fuego, hecha lanza por el regatón.

Los apriscos se tienden cerca de los chozos. En torno a ellos van y vienen los canes, venteando el tufo del lobo con sus narizotas de par en par abiertas.


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Dominio público
30 págs. / 52 minutos / 114 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

A Treinta Años Fecha

Joaquín Dicenta


Cuento


Era una chiquilla encantadora, morena y andaluza, con la agravante de ser perchelera y de tener más sal en su cuerpo y en su lenguaje que todos los boquerones de Málaga. Tenía veintidós años; yo veinte.

La primera vez que la vi asomarse al balcón de su casa, una casita frontera a la mía, se me cayeron los palos del sombrajo, como dicen en la tierra de ella. ¡Vaya una moza!… grité, sin enterarme de que gritaba; y me quedé mirándola, con los ojos muy abiertos, la boca más abierta que los ojos y la cara del más perfecto imbécil que puedan mis lectores imaginarse. Claro, que la muchacha se dio cuenta de lo que ocurría; ¡así que las mujeres son tontas!… Guiñó los ojos; soltó la carcajada; dio un retemblío de caderas y se metió en su cuarto balanceando el cuerpo y dejando sin cerrar balcón, para que yo siguiera llenándome de su persona.

Así empezó la cosa, que no se hizo entretener mucho para llegar al apetecido desenlace. Moza ella, mozo yo; la moza sin ser una virtud y el mozo sin pecar de tímido, ¿qué iba a ocurrir?… Pues… nada; es decir, todo.

Anita había venido de Málaga con una apreciable señora, comerciante en carne viva; pero se cansó muy pronto de trabajar por cuenta ajena y se dedicó a hacerlo por la propia. Ni su desparpajo necesitaba andadores, ni su hermosura intermediarios.

Tal fue el principio de su etapa madrileña.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 105 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Críticos Espontáneos

Joaquín Dicenta


Cuento


Es cosa que produce asombro el adelanto conseguido por y para la crítica en los tiempos que corren. Antiguamente (me refiero a diez o doce años atrás) ejercían de críticos hombres de gran autoridad literaria, de vasta erudición, de talento sólido, de juicio sereno, de extraordinarias y respetables aptitudes; y estos hombres cuando trataban de juzgar alguna obra dramática hacíanlo al cabo de una semana, después de oirla, de verla, de leerla y de estudiarla, pues de todo eso necesitaban aquellas pobres gentes, tan inocentonas y premiosas, que si escribían algo a la mañana siguiente de un estreno, calificábanlo con el modesto y ruin titulejo de Impresiones teatrales.

¡Infelices señores aquellos que se pasaban la vida revolviendo clásicos y revolucionarios de todas las literaturas para tener un criterio fijo, cimentado en bases duraderas y firmes, y analizaban concienzudamente las obras sujetas a su examen, por gozar fama de escrupulosos y de justos! ¡Qué desengaño tan grande el suyo, cuando hayan visto probado, con el irrefutable testimonio de los hechos, que los críticos no se forman en fuerza de estudios y de meditaciones hondas, si no que brotan espontáneamente, a semejanza de los saludadores; y así como éstos llevan la salud en la lengua por obra y gracia del Espíritu Santo, llevan ellos en el mismo sitio, y por las mismas divinas mercedes, el don maravilloso de la crítica.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 40 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Aficionado

Joaquín Dicenta


Cuento


Don Braulio Quiroga era, y seguirá siéndolo positivamente, el hombre más feliz del mundo. Rico, gordo, linfático, casado con una malagueña hermosísima, aficionado a los toros y tonto. ¿Qué mayor mina de felicidades?

Retirado del comercio donde hizo un modesto, pero seguro capital, del que sabía extraer intereses cuantiosos por el fácil y noble método de la usura, habitaba, juntamente con su graciosa cónyuge, un entresuelito situado en un barrio céntrico de Madrid.

Por las mañanas, podía vérsele en su despacho, ocupando, frente a la mesa de escritorio, cómodo sillón de gutapercha, vestido el cuerpo por una bata de tela rameada, semejante a la de las colgaduras económicas que vendía en su juventud, cubierto el cráneo por un gorro de terciopelo gris y calzados entrambos juanetes (cada pie era un juanete) por zapatillas de paño obscuro.

Delante de aquella mesa pasábase don Braulio tres o cuatro horitas revisando escrituras, recibiendo clientes, redactando pagarés, endosando letras… haciendo sudar a los necesitados de dinero su hacienda entera, a cambio de unos cuantos duros y de unos muchos pliegos de papel. Allí estaba desvalijando al prójimo, repasando con la vista el ciento de retratos que, con efigie y firma de toreros ilustres, tapizaban, mejor que adornaban, los muros, y deteniéndola con orgullo en un amplísimo marco oval que servía de orla al busto emperifollado del dueño de la casa.

A las doce entraba don Braulio en el gabinetito donde zurcía ropa la sin par malagueña, hablaba con ella de todo menos de lo que, a una mujer guapa, joven, morena y levantina por añadidura, debe hablar un marido celoso de su porvenir conyugal; y cuando la doméstica gritaba desde la puerta del comedor: «¡Señorito! ¡El almuerzo!» al comedor iba la pareja en busca del pienso cotidiano.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 55 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Infanticida

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Los Méndez—Urda componen ejemplar familia. De modelo sirven a los buenos vecinos y aun a los malos, que doña Torcuata, la del ocho, madre de la picos pardos Juanita, dice, cuando ve por su frente al hijo mayor de los Urda:

—Como éste quisiéralo para mi niña y no el granujón de Melquiades que, sobre mantenerse con las ganancias de ella, me la pone a parir en cuanto se le enciende el humor.

El jefe de los Méndez—Urda es alto funcionario, ya retirado del oficinesco trajín, con buena cesantía, una sarta de cruces y su miaja de cupón a cortar. Nadie le gana en puntos de honra y en no sufrir mácula en la suya y en las ajenas. Respetos sociales, deberes religiosos, leyes humanas y divinas, tienen en D. Antonio fiel custodio e inquebrantable paladín. Antes pasará por rueda de tortura o por corbatín de garrote que por acción contraria a las costumbres, usos, prejuicios y ortodoxias en que sus padres le educaron.

Ha por compañera de tálamo a una cincuentona señora, casi ciega de ojos y ciega, sin casi, de intelecto. Reparte ella sus días, por mitad, entre la casera obligación y los deberes que, muy a su gusto le imponen, misas, rogativas, confesorio y novenas. En los quehaceres de la casa ayudan a doña Bibiana tres criados; en los de su beatería, el confesor, Dios y una ristra de santos que vuelven Congreso celestial la alcoba de la vieja. Teníalos antes en un gabinetito a la alcoba contiguo. Al cumplir los cincuenta, en la alcoba instaló a sus imágenes, segura de no molestarlas ni ofenderlas con su próxima vecindad.

Frutos hubo este matrimonio en número de cinco: tres varones y dos mujeres.

El mayor de aquellos entró, casi niño aún, a hacer méritos en la oficina de su padre.


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Dominio público
31 págs. / 55 minutos / 106 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

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