Textos más populares esta semana de José Antonio Román etiquetados como Cuento disponibles | pág. 2

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autor: José Antonio Román etiqueta: Cuento textos disponibles


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La Última Ondina

José Antonio Román


Cuento


¡Esfumina, de tez de alabastro y de finos ea bellos rubios, trajeada con vaporosos tules, iba una vez recorriendo el vasto mar en su rauda carretela de nácar y corales. Tenía por cochero á un primoroso pececillo con librea de plata y azul, quien sujetando las riendas con a boca dirigía diestramente la soberbia cuadriga de gallardos delfines, que saltaban veloces sobre las ondas, pulverizando las aguas con sus batientes colas.

Hacia el lejano oriente, decorando el fondo azul claro del cielo, percibíase un prematuro matiz rosa que indicaba el orto del día, y era tan delicada y suave esa coloración, que evocaba el recuerdo de las acuarelas de Watteau. En torno del carruaje de Espumilla, entre los rápidos hervores de espumas que levantaban las ruedas, asomaban sus chatas cabezas algunos lobos y con sus pupilas llenas de extraño asombro miraban alejarse el esplendente carro, mientras los primeros resplandores del alba ponían en sus negros hocicos placas de luz.

La ondina, reclinada sobre almohadones, se sintió estremecida por una ráfaga de fresca brisa y al instante requirió su abrigo de pieles de oso polar. Una vez arrebujada en él, se puso á admirar las magnificencias de la madre Naturaleza. Acaso piense alguno que las ondinas, acostumbradas á esos paseos por los mares, no deberían experimentar esos pasmos de admiración; pero la cosa es fácil de explicar si se atiende á que Espumina era de muy regia estirpe y las de esta clase nunca abandonan su residencia submarina. En la corte de Oceánida XII, reina en ese entonces de las ondinas, desempeñaba Espumina el distinguido cargo de dama de honor, dedicada al servicio inmediato de su soberana.


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10 págs. / 18 minutos / 31 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Walkyria

José Antonio Román


Cuento


Nunca pude ser amigo de Karl O’Brian, estudiante judío, de nacionalidad polaca, quе junto conmigo cursaba Filosofía en la pintoresca Heidelberg. Algo le enajenó desde el primer instante mi fraternal cariño, y ese algo fué la diferencia de religión, pues yo era ferviente católico.

Sin embargo, su sombría actitud, sus grandes y elocuentes pupilas de mirada soñadora, su pálido rostro de frías y correctas líneas y su ingénita displicencia para con todo el mundo, atrajeron vivamente mi curiosidad.

Averigüé sus orígenes. Descendía de noble estirpe irlandesa, y devorado por extraño spleen el joven conde viajaba por Europa buscando en las distracciones y en el estudio un lenitivo para su desencanto. Así transcurría su existencia sin ser comprendido por los hombres ni amado por las mujeres. Era en extremo reservado para espontanearse con alguien. No pude saber más.

Demasiado madrugador, se lo veía muy de mañana, y cuando muchos de nosotros dormíamos todavía, instalado en su mesa favorita de la cervecería del viejo Paddy, su compatriota, bebiendo con lentitud su bock y fumando su enorme pipa.

Largas horas antes de comenzar las clases se estaba allí contemplando pensativo, cómo huían las nieblas tenuemente doradas por los albores matutinos y cómo las calles se llenaban de gentes atareadas y de paseantes vagabundos. Cuando la cercana iglesia alborotaba los aires con sus broncas campanadas, que llamaban á misa de alba, Karl, disgustado, quizás rabiando interiormente del estrépito aquél encaminabase calmosamente hacia la Universidad.

Estudiaba con laborioso afán, como si buscase en la árida ciencia el olvido de alguna idea torturadora. Y al atardecer, entre los esplendorosos matices de un sol poniente, se lanzaba á las afueras de la ciudad, y encaramado sobre los derruidos paredones de las antiguas murallas se abstraía en la silenciosa contemplación del paisaje circunvecino.


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8 págs. / 15 minutos / 30 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Linterna Japonesa

José Antonio Román


Cuento


Eran como las tres de la madrugada, cuando abandonarnos el baile de máscaras aquella lluviosa noche de Carnaval. Había mucha gente en las calles y todos nos dábamos mutuas bromas.

Los picos de gas reflejaban de modo extraño sobre el suelo completamente nevado; el viento desapacible, húmedo, hacíanos tiritar bajo la fina tela de los disfraces.

Marchaba nuestra comparsa atronando los aires con sus estrepitosas carcajadas y cantando, las mujeres especialmente, romanzas cursis de antiguas zarzuelas. El personal que componía la mascarada era el siguiente: dos pierrots con sus rostros enharinados y sus manojos de chilladores cascabeles, un clown— mi buen amigo Peter—vestido de ridícula etiqueta y con su enorme y roja nariz que parecía una brasa ea medio de las tinieblas, una seductora Colombina de rubia cabellera y ojos de suave color de zafiro y amable como buenamente puede serlo una cocotte de París, y por último varios chafarrinescos polichinelas. Yo vestía de juglar japonés.

Los peatones se detenían á vernos pasar sonriéndose burlonamente; Colombina no podía estarse un momento quieta, hacia muecas á los pollos y golpeaba cariñosa con su abanico de rosadas blondas á los señores graves y re posados, que la miraban breves instantes sorprendidos de su descoco.

Nos dirigíamos presurosos á casa de Colombina; allí nos experaba una exquita cena. Una vez instalados en su boudoir, colocados alrededor de las mesas empezábamos á beber, primero de sobria manera, después con impaciencias de sedientos; en tanto que un asmático piano que yacía confinado en un rincón principió á gemir viejas melodías. Con todo vino á aumentar la animación y el contento Aunque bebí poco, el licor se me subió á la cabeza y sentí nublárseme los ojos


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12 págs. / 21 minutos / 30 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Ensueño de Absintio

José Antonio Román


Cuento


En la larga mesa, colmada de botellas vacías, destellaba la luz de las arañas de gas, y lujosamente ataviadas, mundanas incitantes, con ruidosa algazara, sostenían con sus gallardas diestras talladas copas llenas de licor, mientras nosotros, estudiantes en parranda, con cínico atrevimiento, ultrajábamos la tersura de sus desnudos senos al compás de canciones báquicas y destempladas. La orgía estaba en su período álgido. Todos hacíamos locuras, todos menos uno, Ricardo, excéntrico y atrabiliario, á quien llamábamos el taciturno.

Fué durante aquella noche un mudo espectador de nuestras locas alegrías, y bebió muy poco. Y cuando el vocerío subía de punto, mezclando bizarramente voces, gritos ó interjecciones, él replegado sobre sí mismo, dejaba vagar su melancólica mirada por encima de la mesa, deteniéndola, ora en los residuos del jerez, donde tumultuosamente refulgían espesos haces de luz dorada é inquieta, ora en la deslumbrante blancura del mantel, donde se perfilaba limpiamente el brazo de un comensal vestido de frac. A los postres, estalló incontenible la risa en todas las bocas, junto con las frases de cálida galantería. La hermosa Berta, una rubia parisiense, cuyo abanico, de caprichosos paisajes, se agitaba con vivacidad cerca de su rostro de miniatura, sublevando los rizos de su frente, se inclinó con seductora indolencia sobre el hombro de Ricardo, y le murmuró al oído tiernas palabras de amor. Entonces, éste, con brusquedad, sin volver la cabeza y sin despegar los labios, contestó secamente: «¡No quiero nada; déjame en paz! »


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3 págs. / 6 minutos / 28 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Infidelidad

José Antonio Román


Cuento


Y fueron una palabra imprudente, una sonrisa maliciosa y un ligero rumor de asombro que provocó en los concurrentes su aparirición, los que llevaron á su ánimo la dolorosa certidumbre de su deshonra. Le latieron fuertemente las sienes, una repentina oscuridad le envolvió un instante y sintió que el brazo de la infiel se agitaba nervioso bajo la brusca presión del suyo. Pero había que aparentar serenidad ante aquellas pupilas impertinentes, que se clavaban en sus rostros, y ambos empezaron á repartir á diestra y siniestra saludos afectuosos y frases galantes.

Puso término á su embarazosa situación los alegradores preludios de un vals, y las brillantes parejas que discurrían por el vasto salón atrajeron sobre sí la atención del concurso. Al fin estaban salvados. Y mientras ella se instalaba entre un grupo de amigas riendo y charlando de buen humor, él deseoso de aire puro y de soledad se encaminó á la terraza. Una vez allí encendió un cigarro y se dejó caer sobre una butaca sintiéndose quebrantado por tantas emociones. Ante sus ojos se extendía gran parte de la ciudad con sus luces temblorosas, medio velada por una transparente neblina. Las torres de las iglesias se destacaban sobre el brumoso horizonte. De las solitarias calles subía hasta él una bienhechora humedad que calmaba su sobreexcitado organismo. Hacia el oriente una hermosa luna llena, brillante como un inmenso disco de bruñida plata, iluminaba las nieblas, dándoles un aspecto fantástico. Lima en aquella silenciosa medianoche, con los extrañas cúpulas de sus templos y sus balcones de bizarro estilo, traía á la mente dulces recuerdos de antiguas ciudades.


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8 págs. / 15 minutos / 28 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

En el Huerto de Arimatea

José Antonio Román


Cuento


José de Arimatea había presenciado de principio á fin el horrible suplicio del buen Jesús de Nazareth. Varias veces estuvo tentado de acudir en su socorro, y con el alma transida de pena le vió espirar enclavado en el afrentoso madero. Cuando todo concluyó, echando en olvido su habitual prudencia, corrió á mezclarse en el grupo de los fieles discípulos que se desolaban al pie de la Cruz.

Allí estaban, desencajadas por el dolor, arrasadas en copiosas lágrimas, María y Magdalena, á quienes José, con esquisito tacto, prodigó sus consuelos; les ofreció asimismo su propio sepulcro para que en él depositaran el cuerpo de Jesús.

Los apóstoles aceptaron tan generosa proposición, y guiados por José condujeron los restos del Crucificado al blanco sepulcro que durante las noches de luna, iluminado por sus trémulos fulgores, parecía del más pulido mármol. Se encontraba situado en mitad del jardín, entre macizos de geranios, terebintos y rosas. José no descuidó nada, andando diligente en los últimos preparativos del sepelio. Después, concluída la fúnebre ceremonia, abandonó el huerto cogido del brazo de uno de los apóstoles, al cual procuraba distraerle del quebranto que lo poseía. Una vez que se halló á solas se dirigió meditativo á su casa.

A la sazón la tarde moría en el remoto oriente; los purpúreos arreboles manchaban de sangre las techumbres de los edificios de Jerusalem, que estaba invadida por un tenue polvillo de oro, que resaltaba extrañamente sobre el rojo matiz del cielo. Al contemplar José aquel soberbio espectáculo suspiró con honda melancolía, y arrebujándose en su manto se dispuso á cenar.

Por la noche no pudo conciliar el sueño. Congojosas pesadillas pobladas de horrendos monstruos, de espantables vampiros, le produjeron rebeldes insomnios. En vano se revolvía en su lecho, febril, asaltado por los terrores de sus quimeras, porque no le venía el apetecido descanso.


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4 págs. / 7 minutos / 28 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Los Hipocampos

José Antonio Román


Cuento


Para Ernesto G. BOZA.


Entre las blancas caricias de las espumas, surcando velozmente el mar de un verde tenue, oleoso, nadan en grupo deslumbrador los sedosos y níveos hipocampos, las crines sueltas y los ojos brillantes. En el cielo, de un suave color de zafirina, entre movedizas nieblas de oro, luce radiosa una clara luna primaveral, que deja en las inquietas aguas su fulgurante estela.

Piafan gozosos los corceles marinos al sentirse azotados por las turbulentas ondas; sus lustrosos flancos se adornan con irisadas é hirvientes grecas, que les dan un extraño y fantástico aspecto en medio de la tranquila, solemnidad de la alta noche.

¿Adónde va el bullidor rebaño levantando con su furioso galope diamantina polvareda? ¿A qué grandiosa conquista; á qué inaudita pesquería vuela presurosa la blanca legión casqueada de oro y sujetando en la diestra el pesado é invencible arco, mientras la siniestra blande fieramente la maciza lanza?

Van muy lejos; más allá de esa isla solitaria y misteriosa que cierra como broche cabalístico el mágico horizonte, á la triunfal captura de seductoras nereidas. Y fué el legendario dios Océano, quien sacudiendo su antigua cabellera, blanqueada por los siglos, y haciendo fulgurar sus grandes ojos de incomparable esmeralda, les envió á tan peregrina expedición

Al punto, ardiendo en fogosa impaciencia, apenas cubriendo las robustas espaldas por grises pieles de focas, lanzaron su grito de guerra y partieron animosos bajo el comando de un viejo tritón, cuya estruendosa trompa acallaba el resonante mugido de las olas.


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2 págs. / 3 minutos / 27 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Esposa del Sr. de Chantel

José Antonio Román


Cuento


El Sr. Arturo de Chantel despachaba su voluminosa correspondencia, cuando un criado descorriendo el pesado portier, deteniéndose en el umbral, dijo con acento ceremonioso: «Acaban de traer este cablegrama para el señor.» En seguida avanzó hasta la mesa escritorio, colocó encima el papel cuidadosamente doblado y se fué sin nacer ruido.

De Chantel que en esos instantes concluía de escribir una carta y se preparaba á sellarla con su lujoso mono rama de oro que colgaba la cadena del reloj, apenas si levantó rápidamente la cabeza al oir las palabras del doméstico. Después continuó en su tarea, silencioso, abstraído

Hacia el mediodía se sintió fatigado; un calor sofocante, embrutecedor, se cernía en el ambiente de la estancia; el sol en el cenit llameaba como una colosal hoguera. De Chantel abandonó el asiento, abrió una ventana y aspiró largo tiempo el aire fresco y perfumado que venía del cercano jardín. Cuando iba á reanudar su labor reparó en el cablegrama y movido por súbita curiosidad lo abrió presuroso.

Entonces, con grandísima sorpresa, sus ojos recorrieron los siguientes renglones: «Arturo, hoy día parto de Génova y dentro de poco estaré en esa; espérame. Tu Amalia» Creyó haberse equivocado y volvió á leer. Efectivamente su esposa Amalia regresaba de Europa. Y abrumado por la noticia, mirando con aire estúpido la pared, se estuvo largos momentos sin pensar en nada y removiendo entre sus chatos dedos aquel maldito despacho


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9 págs. / 17 minutos / 27 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Sra. Marionnette

José Antonio Román


Cuento


Fué aquel un crepúsculo luminoso, desfalleciente, que llenaba el espíritu de honda melancolía. El cielo plácido, puramente azulado, rasgueado por el incierto vuelo de alguna retardada ave, se extendía sobro nuestras cabezas. A lo lejos, por una abierta ventana, veíamos pasar los carruajes, bulliciosos, naciendo retemblar las piedras.

Bebíamos cerveza con lentitudes de sibarita. Y en los polvorosos aleros de los edificios los dorados reflejos de un sol poniente.

Adoptando una muelle posición levantó su pálido rostro en el que un temprano é incurable hastío había dejado dolorosas huellas, y con su voz dulcemente triste, un tanto cansala, empezó mi amigo así:

—Es al concluir la gran calle que, tortuosa, conduce á la Exposición, donde ella vive. Casi todas las tardes, negligentemente apoyada en su balcón contemplando el desfile de los paseantes solía verla yo. Y horas enteras, trajeada de rojo, se estaba allí con su actitud de ídolo inciensado, con su extraña sonrisa de Astarté-Astaroth, mientras á sus pies, ensordecedores con su áspero traqueteo ritmado por el chillador silbato del conductor, los sucios y pesados tranvías se deslizaban arrastrados penosamente por Hacas bestias. En aquella gente que se apiñaba en las banquetas, sudorosa, tostada lentamente por el sol, clavaba ella sus miradas de hembra ansiosa.


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Quinto Gemara

José Antonio Román


Cuento


Durante una tibia y luminosa noche de verano, varios estudiantes discutiendo ruidosamente bebíamos ginebra. Nuestra modesta brasserie, situada en pleno barrio latino, se había quedado desierta; los mozos dormitaban echados de bruces sobre las mesas. Dos ó tres veces el dueño con afables sonrisas nos había indicado cortesmente la hora: las dos de la mañana Empeño inútil, porque el gordo Max Hunter, idólatra por los maestros italianos de las modernas escuelas positivistas, comentataba con ardor las leyes psicofísicas del profesor Mario Pilo, y cada una de sus afirmaciones iba acompañada de un puñetazo que hacía tintinear las copas. El rubio y soñador Karl, poeta byroniano, era su contradictor, y su voz con inflexiones femeninas nos enviaba nebulosos párrafos de Leibnitz y Kant revueltos con bizarras teorías sobre la psiquis, de brillante originalidad

«Pues bien, queridos amigos míos, de hoy en adelante ese al parecer insoluble problema de la unión del alma con el cuerpo, queda en vía de próxima solución,» concluyó enérgicamente Max.

Y cuando con nervioso ademán se incorporaba Karl en su silla, levantando la mano en señal de protesta, un ruido violento nos hizo volver los rostros hacia la puerta de entrada, en cuyo dintel, densamente pálido, temblororoso, procurando mantenerse de pie, percibimos á Franz Stopen, el más bullicioso de nuestros camaradas. Correctamente embozado parecía ocultar algo bajo su capa. Después avanzó en dirección á nuestra mesa y desplomándose sobre un asiento, nos contempló unos segundos tristemente meditativo.

Nunca recordábamos haberle visto en semejante estado de abatimiento. Le rodeamos cariñosos y compasivos y uno del grupo le interrogó: «¿Franz, qué tienes? ¿Estás enfermo, acaso? ¡Oye, habla por favor!»


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8 págs. / 14 minutos / 23 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

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