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autor: José de la Cuadra editor: Edu Robsy textos disponibles


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El Montuvio Ecuatoriano

José de la Cuadra


Ensayo


Plan geográfico del Ecuador

Hasta hace veinte años, más o menos, a los muchachos ecuatorianos se les enseñaba en las aulas elementales que el territorio de la República afectaba la forma de un abanico, cuyo vértice se enclavaba en la joroba de la frontera occidental del Brasil, mientras que su arco máximo se desplegaba sobre el océano Pacífico. Ahora que hemos perdido nuestro contacto brasileño, siquiera de hecho, ignoramos con qué otro adminículo le encontrarán semejanza a la heredad nacional los geógrafos escolares; pero, según la comparación referida, el Ecuador habría constituido como una cuña entre Colombia y Perú.

Virtualmente, los individuos de esta generación confrontamos una suerte de desorientación en materia limítrofe. Antes, respecto del Ecuador estaba Colombia al norte, Perú al sur y Brasil al este. Hoy ocurre que también hay Colombia por el meridión y Perú por el septentrión (?); precisamente, la cuestión de Leticia se planteó en tierras que un ciudadano del 900 no habría vacilado en sostener que pertenecían irrefragablemente a la República.

Aparte de las disensiones ocasionadas por la fijación de la línea estrictamente sureña, el problema fronterizo incide toda la parte sudeste del Ecuador, es decir, aquella que lo capacitaría, en derecho, para el condominio amazónico.

Obvia exponer las consecuencias derivadas de esta situación anómala en todos los órdenes. Baste con señalar que ella es uno de los obstáculos para la formación de una verdadera y propia conciencia totalitaria de la economía nacional que imprima rumbos firmes y cargue de sentido preciso a las profundas actividades vitales. A propósito, tómese en cuenta tan sólo el dato de que lo disputado abarca como 350 000 kilómetros cuadrados de los 700 000 kilómetros cuadrados que el Ecuador cree su patrimonio.

Como quiera que sea, el país se divide, de este a oeste, en tres regiones.


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40 págs. / 1 hora, 10 minutos / 1.236 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2022 por Edu Robsy.

La Caracola

José de la Cuadra


Cuento


Cuento simple


Hay cosas realmente difíciles de entender, bien se me alcanza. Sobre todo, cuando uno no se halla dispuesto a entenderlas. Entonces, no es posible, aunque le sean ofrecidas a plena luz, captar siquiera la silueta de ellas, mucho menos su pequeño espíritu escondido.

Esto les ocurrió a mis oyentes de la cocina conventual de Pueblo Viejo, cuando yo les narré la historia de los vagos amores de Samuel Morales con aquella graciosa muchacha guayaquileña que se llamaba, si no recuerdo mal, Perpetua, o algo por el estilo.

Empero, la hora para narrar era propicia. Acabábamos de merendar, y estábamos aún en torno de la gran mesa, que presidía el cura de la aldea, saboreando con deliciosa lentitud nuestro cafe aromado.

El párroco contaba hacía un instante el «ejemplo» del montuvio sordomudo, devoto de la Virgen. Éste se había salvado, porque, ingenuo irreverente, cada vez que pasaba frente a la iglesia arrojaba un pedruzco contra el icono, sin duda para testimoniar su creencia; por los agujeros que hicieron sus pedruzcos en el manto de la Madre, entró en el Paraíso su alma ignorante, pero empapada en la más severa fe religiosa.

Como soy hombre de lecturas, recordé en seguida la leyenda de aquel hermano sirviente que antes fuera juglar y el cual, para congraciarse con la Virgen, realizaba sus juegos malabares delante del altar. Recordé de un modo exacto que esta leyenda la redactó ha muchos años, en lengua moderna, Anatole France, tomándola de viejos textos feudales.

Mas, para no contrariar al párroco, nada dije. Él pensaba que el «ejemplo» del montuvio sordomudo era de una indiscutible originalidad, es decir, de una autenticidad indiscutible. Citaba nombres, lugares y fechas, y hasta circunstancias tan precisas como la de que, el día en que murió el devoto, y su alma inmortal voló a los cielos, estaba lloviendo.


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4 págs. / 8 minutos / 1.976 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Amor que Dormía

José de la Cuadra


Cuento


I

¡Halalí!

¡Vive Dios y cómo grita ese endemoniado marinero chileno!

¡Ha!-¡la-lí! ¡Juicli! Sssss…

Agotaos, muchachos; no importa. Ya descansareis cuando gracias a vuestro esfuerzo pueda el barco soltar el áncora en la bahía risueña. Pensad que será dulce el vaivén de las ondas allá… Allá, hacia donde la prora se enfila como la nariz de un rostro en expectativa.

¡Halalí! ¡Juicli! ¡Sssss!…

Tirad de los caitos sin temor a que se rompan. Arriad a prisa esas maldecidas velas que infla como ubres vacunas el vendaval.

—¡Capitán!

No; no atiende. Para, él –hinchado en el convencimiento de su misión–, soy una cosa más, que habla y que, desgraciadamente, se mueve, en este pandemoniaco movimiento del barco y del mar.

—Oye, araucano de Satanás, ¿pereceremos?

Me mira sin responder.

Tenemos dos vías de agua, allá abajo, en el alma oscura, de la nave, y toda la obra muerta de estribor ha sido barrida por las olas.

¡Cómo trina al desgajarse el palo de mesana!

¡Halalí! Ha-la-lí…

Entiendo que ha llegado el momento de pensar en Dios.

II

Y bien; yo no he hecho nada de malo.

Honré a mi madre. Veneré la memoria –sagrada– de mi padre. Di cuando pude dar y cuanto pude. Prediqué que la misión del hombre es la del árbol: florecer –para alegrar los ojos– y fructificar –para, satisfacer ajenas ansias… Jamás ojos algunos lloraron por mi culpa.

¡Halalí!

Ya es inútil, viejos lobos de mar; asoleados, ennegrecidos nautas: nunca más vuestros pies se asentarán en tierra firme. Para vosotros –como para mí– el grito del cuervo trágico: Never more!

¿A qué luchar? Esperad –como yo lo hago– que la hora llegue, escrutando en el recuerdo, en la honda sima, del recuerdo, las huellas de la vida mala. Y entretanto, elevaos a Dios con el pensamiento.


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3 págs. / 6 minutos / 2.523 visitas.

Publicado el 6 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Horno

José de la Cuadra


Cuentos


Barraquera

I

Los días de entre semana, a las doce quedábase el mercado vacío de compradores. La última cocinera rezagada cruzaba ya la puerta de salida, llevando al brazo la cesta de los víveres y balbuciendo maldiciones contra el calor y contra la entrometida perra que la jaló de las patas.

—¡Mejor mi hubieran dejao podrir en la pipa'e mi madre…!

—No blasfemée, vecina, que tienta a Dios.

—¡ Pa lo que a Dios le importa una!

—Récele a San Pancracio.

—Ese, sí; ese es milagroso.

—Y li oye al pobre.

—No, comadre; li oye al rico.

Ña Concepcioncita escuchaba, devota, medrosa. Se santiguaba repetidamente, precavida. Para no pecar. Porque también los oídos pecan.

Ella permanecía en su barraca, esperando la portavianda del almuerzo, que se la traía un longuito "suyo" que mercó en Licto y que se llamaba Melanio Cajamarcas. Esperaba, también, vagamente, a cualquier marchante ocasional —algún montuvio canoero, de esos que se van con la marea, "verbo y gracia"—, que le completara la venta horra de la jornada.

Mientras tanto, soñaba.

Esta hora caliente del mediodía, que le sacaba afuera el sudor hasta encharcarle las ropas, le propiciaba el recuerdo y la ensoñación.

Ña Concepcioncita ni podía explicarse por qué le ocurría aquello, ni le había pasado por la mente el explicárselo; pero, era lo cierto que le ocurría.

Lo más cómodamente que era dable arrellanaba las posaderas en el pequeño banquito que, tras el mostrador y entre los sacos de abarrotes, le servía de asiento; dejaba descansar sobre los muslos rollizos, hinchados de aneurismas, la barriga apostólica; cruzaba contra las mamas anchotas los brazos; cerraba a medias los ojos; y recordaba, y soñaba…


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95 págs. / 2 horas, 47 minutos / 2.047 visitas.

Publicado el 28 de abril de 2021 por Edu Robsy.

El Derecho al Amor

José de la Cuadra


Cuento


I

Igual que se corre el borrador sobre una pizarra escrita, Enrique Loy pasóse la mano por la frente, con un vago ánimo de alejar, con este movimiento, la idea fija que jamás lo abandonaba... Era la quinta o sexta vez en el transcurso de ese día, que rememoraba aquel episodio doloroso de su vida, cuyo recuerdo era tenaz como un tornillo que quiere penetrar.

—¡Ea, vamos; hay que distraerse! —se dijo—.

Ambulaba por una de aquellas rúas comerciales en las que parece que fuera más de prisa el agua corriente del humano vivir. Delante de él marchaba una señora basta y gorda, viuda a todas las trazas, que conducía de la mano a una niñita como de diez años.

Enrique Loy sonrió a la chiquilla.

—Ella es bonita y pequeña: una chalupita —pensó—; en cambio, la madre es una inmensa barca velera.

Le agradó ésta que consideraba ingeniosa observación, y rió con su risa ancha y sanota de muchacho ingenuo un poco baseballista, y un poco sentimental.

—¡Eso es! Una fragata a la que va acoderada una lanchita. Justamente, una navegación en conserva.

Y se le ocurrió que acaso podría hacer él —crucero de batalla— como en alta mar, un abordaje.

Tornó a reír, ahora escandalosamente; tanto que algún transeúnte volvióse a mirarlo, quizás creyéndolo escapado de la casa de orates.

Momentáneamente resurgió en él el bachiller que obtuvo título en colegio de jesuítas...

—La más cruda visión de la pornografía que caracteriza a las manifestaciones de la moda actual, la dan las niñitas —sentenció—. Y, en conexión con esto, como dicen los periodistas, yo, de ser gobernante, entre las publicaciones cuya importación prohibiría, estarían, además de Gamiani y otras de la laya, La mode a demain y Pictorial Review.


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20 págs. / 35 minutos / 135 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Calor de Yunca

José de la Cuadra


Cuento


I

José Tiberíades se revolvió en el camastro, bajo el toldo de zaraza floreada cuyo cielo de ruan casi se le pegaba al rostro.

—¡Mama!

Respondió la vieja desde su tendido cochoso:

—¿Qué?

Contestó José Tiberíades con voz viva:

—Se me ha quitado el sueño.

—¡Ah!...

—Es la calor y los mosquitos.

—¿Se te han metido en la talanquera?

—No; es que zumban, mama... es que zumban... Y la calor... Estoy en pelotas, viera, mama... ¡Y la calor!

—Ahá.

Refugio, la hermana, que se acostaba en el mismo lecho que la mama, gritó:

—¡Dejen dormir!... La noche no se ha hecho para conversar.

Pero a poco José Tiberíades volvió a llamar:

—¡Mama!

—¿Qué?

—Me voy a levantar. No sé; me ahogo en el cuarto encerrado... Voy a echarme en la hamaca de la azotea... Allá corre viento.

—No vayas, mejor.

—¿Por qué?

—Hay luna. Andan las malas visiones.

—¿Y es cierto las malas visiones, mama?

—Sí: el difunto tu padre se topó una vez con una, ahí no más, al pie de los caimitales. Era un bulto blanco. Parecía una mujer. Lo llamaba, alzando el brazo.

—¿Y era mujer?

—Sí.

—¿Y quién era esa mujer, mama?

—La muerte.

—¡Ah!... Pero ¡oiga, mama! A mí no me asustan las malas visiones... Yo tengo calor, no más... ¡Viera, mama!... Un calor adentro... como si estuviera con fiebre... ¡Qué calor!... Allá afuera hará fresco... Cerraré los ojos para no ver las malas visiones... Y me meceré en la hamaca...

Se levantó José Tiberíades... Se puso los calzones, dejando al aire el busto. Salió.

—¡Muchacho necio! ¡Siquiera persígnate!

—Bueno.

Se persignó. Desde su lecho la vieja lo bendijo.

José Tiberíades se fue a la azotea.


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5 págs. / 9 minutos / 60 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Disciplina

José de la Cuadra


Cuento


Un cuento negro esmeraldeño


La primera inexactitud que quitará méritos probables a esta narración, se refiere al nombre mismo del cabo Quiñónez. Mi informante abrigaba severas dudas sobre el particular. Según él, el cabo Quiñónez se llamaría Fulgencio, o quizás Prudencio. La mayor vacilación al respecto, radicaba en que nuestros buenos hermanos negros de la provincia de Esmeraldas, cerca de la raya de Colombia, pronuncian el castellano de una manera que puede calificarse, por lo menos, de original, y, generalmente, como mejor les da la gana y se lo permiten sus labios bocotudos.

Aún acerca de si se llamaba Quiñónez, o de otra suerte semejante, no existe una seguridad absoluta. Sin embargo, la abundancia que de Quiñónez hay entre la gente negra de Esmeraldas, concede un elevado porcentaje de verosimilitud a que tal fuera su apellido.

En fin: todo es oscuro en cuanto atañe a la identidad de este modestísimo cabo del ejército ecuatoriano, sobre quien ha tiempos recayera una sentencia del Tribunal de Guerra que lo condenó a la pena de reclusión mayor extraordinaria.

La sentencia hubo de cumplirla, entre los catorce y treinta años de su edad, en el Panóptico de Quito, pétreo edificó que se yergue, todavía, como un monumento a la sombría gloria de García Moreno.

Quiñónez entró al propio tiempo en la pubertad y en el cuartel.

Por entonces, la provincia de Esmeraldas era el escenario de uno de los más cruentos movimientos revolucionarios que hayan ensangrentado a la República: el que auspiciaba y dirigía el coronel Concha contra el gobierno del general Plaza.

Nutridos batallones seguían al jefe insurgente, cuyo prestigio bravío constituía el estandarte tras el cual se iban, incontenibles, los entusiasmos populares.


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6 págs. / 10 minutos / 76 visitas.

Publicado el 25 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Shishi la Chiva

José de la Cuadra


Cuento


Yuyu escuchaba. Creíanlo dormido, y por eso hablaban así sus padres en el tendido. Pero no; él estaba despierto. Se había despertado hacía largo rato. Un sueño lindo se le acabó.

—Lindo no más, ¡viera, mama! —musitaba—. ¡Alhajita!

Yuyu atendía a la conversación, interesado.

Decía el taita Miguicho:

—Le mataremos a Shishi la chiva.

La mama Manonga se conformó.

—Ahá.

—Mañana misu, ¿querés?

—Ahá.

—Salaremos la carne. Para comer toda esta luna tendremos.

—Ahá.

De pronto el taita se inquietó:

—¿Y la sal? ¿Quiersde habimos la sal?

La mama susurró despacito:

—Tres puñados tengo... ahí...

Bajó más aún la voz:

—...enterrados...

Estaban solos en la choza; la choza estaba sola en la montaña; la montaña estaba sola en la sierra infinita. Sin embargo, la india Manuela sentía miedo, miedo de que la oyera el viento. El viento es malo. Lleva donde no debe lo que uno dice.

Agregó:

—En la casa del niño Lorenzo los apuñusqué. Harta sal había en la cocina. Cogí no más. Ni me vieron. Fue el día ese que subimos al pueblo a pagarle el diezmo de capulíes a amo curita.

—¡Ah!...

Yuyu seguía atendiendo.

Taita Miguicho dijo:

—Yuyu duerme.

Yuyu se rió para sí.

—Con el ojo pelado estoy —murmuró—. ¡Vieran!

Taita Miguicho ronroneó de frío, como los gatos.

Mama Manonga le propuso:

—¿Por qué no le vendemos a Shishi? Así ahorraremos la sal.

—¿Y?... ¿Quién la compra? En el pueblo nadie merca nada. No hay plata. A caballo anda. No hay plata.

—¡Ah!...

—Así es, pues; así es.

—¿Y por qué no la truecamos, Miguicho? Nosotros damos a Shishi. Shishi está gorda. Nos darán mote, panela, harina... Nosotros daremos a Shishi... Y nos darán mundos...


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5 págs. / 9 minutos / 85 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2022 por Edu Robsy.

¿Castigo?

José de la Cuadra


Cuento


Al doctor J. M. García Moreno, que sabe cómo esta fábula, se arrancó angustiosamente a una realidad que, por ventura, se frustró...


Apenas leves, levísimas sospechas, recaían sobre la verdad de la tragedia conyugal de los Martínez.

Se creía que andaban todo lo bien que podían andar dada la diferencia de edad entre marido y mujer: cincuenta años, él; veinte, escasos y lindos, ella.

Se creía —sobre todo— que el rosado muñeco que les naciera a los diez meses de casados y que frisaba ahora con el lustro, había contribuido decisivamente a que reinara la paz, ya que no la dicha, entre los cónyuges.

Pero, lo cierto era que el hogar de los Martínez merecía ser llamado un ménage a trois. La mujer se había echado encima un amante al segundo año de casada.

El amante de Manonga Martínez era el doctor Valle, médico.

Cuando Pedro Martínez, agente viajero de una fábrica de jabón, íbase por los mercados rurales en propaganda de los productos de la casa, el doctor Valle visitaba (y por supuesto que no en ejercicio de su profesión) a Manonga.

Dejaba el doctor Valle su automóvil frente a unas covachas que lindaban por la parte trasera con el chalet donde vivían los Martínez, y, con la complicidad de una lavandera que hacía de brígida, penetraba por los traspatios hasta la habitación de aquéllos.

Encerrábanse los amantes en el dormitorio, y cumplían el adulterio sobre el gran lecho conyugal.

Manonga, precavida, se deshacía con anticipación de la cocinera y de la muchacha. Para mayor facilidad, veíanse, por ello, a la media tarde.

Al chico —Felipe— lo dejaba la madre en la sala, jugando. Cuando estuvo más crecidito, lo mandaba, al portal o al patio. Ahora permitía que correteara por frente al chalet; pero, eso sí, sin que saliera a las veredas del bulevar. Habíale enseñado a que, oportunamente, negara el que su madre estuviera en casa.


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3 págs. / 5 minutos / 92 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Poema Perdido

José de la Cuadra


Cuento


Aquel ilustre poeta que, con sus hermosos versos de sabor romántico, conmovió hasta el llanto a las mujeres de las tres Américas, escribió cierta noche, de un tirón, un poema que reputó y reputa como el mejor que salir pudiera de su estro.

Lo escribió en la amable soledad de su despacho privado, cómodamente sentado a su escritorio de época y estilo Primer Imperio; y, como cuando inició la faena andaría el sol justamente en el nadir, cuando lo concluyó, hacia la madrugada, estaba el hombre literalmente molido, y no pensó en otra cosa que en retirarse a su alcoba, a reponer con un sueño reparador el dispendioso gasto de fósforo, que lo había dejado exhausto.

Las cuartillas en que estaba escrito el poema que su autor juzgaba por maravilloso, quedaron desparramadas sobre el escritorio, y el viento que se filtraba por los visillos se dió en el juego de distribuirlas asimétricamente por el suelo.

Cuando el criado que cada mañana cuidaba de hacer el arreglo del despacho violas así, túvolas por inservibles papeles de desecho y las arrojó al cesto de basura. Por desgracia, ese día pasó muy temprano, antes de que el bardo dejara el lecho, el camión recolector de basuras, y a éste fueron, —confundidas con los humildes desperdicios de la cocina del poeta, que más se parecía, esta es la verdad, a la de Petronio que a la de Virgilio,— las cuartillas en que se contenía aquel poema —“El singular coloquio de las altas cimas andinas”—, destinado, según su autor, a asombrar a los futuros siglos por la entereza de su factura y el vivo ardor de genio que lo animaba.

El dolor del celebérrimo lirida por la pérdida de lo que calificaba de su obra maestra, no tuvo límites. Ni el de sus amigos y admiradores.

Cada vez que podía, y podía siempre, hablaba en marcha fúnebre del desgraciado acaecido.

—¿Por qué no trata de rehacerlo? —apuntaba alguien—.


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2 págs. / 4 minutos / 1.209 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

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