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Iconoclastia

José de la Cuadra


Cuento


(Página de un Diario)


Hoy hemos ido juntos a su iglesia. Ella es creyente ardorosa; su fe es adorablemente primitiva; y, me parece, al verla, que estoy en presencia de una de aquellas vírgenes patricias, que fueron las primeras flores arrancadas por San Pedro en los jardines de la paganía romana.

—¡Amada!

Al lado suyo mismo, no se daba cuenta de mí, absorta en el divino oficio. Seguí la mirada de sus ojos, que iba a clavarse como un rayo verde en el rubio Nazareno que desde Su altar preside, y sentí unos vagos celos absurdos, infantiles, que ahora —al escribir estas impresiones— me hacen sonreír. Maldije, entonces, de aquellos buenos padres del segundo Concilio de Nicea que restablecieron el culto de las imágenes... ¡Ah, hermosos tres siglos de iconoclasia en que la religión fue más pura por ser más abstracto su objeto, y cuando las mujeres no tuvieron dónde posar el milagro de sus ojos tiernamente, con un amor humano, que es el único que ellas entienden!

Habré hablado alto cuando ella se volvió a interrogarme.

—Pues, nada; que me siento mal, con no sé qué de raro.

Y abandonamos la iglesia, turbando con el ruido de nuestros pasos la dulce solemnidad de la liturgia.

En la calle, respirando la alegría de este buen sol nuestro, me sentí mejor, y traté de vengar en ella mi rivalidad loca con Él.

—¿Te parece, Amada, bello el Nazareno?

¡Ah, su voz, que yo sé bien cómo es suave, se musicalizó más para loar Su belleza!

Y yo saborée la venganza:

—Te engañas. Todo eso es una farsa torpe. Él era feo; Él desentonaba en la armonía galilea; Él sólo era bueno. Su belleza era interior. San Cirilo de Alejandría, el propio Tertuliano, y muchos doctores de la iglesia, creen que Su fealdad era horripilante y extraordinaria. Isaías lo deja presentir... Acaso yo, con mis pobres rasgos decadentes, sea más bello que Él lo fué nunca...


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Publicado el 29 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

El Sacristán

José de la Cuadra


Cuento


A Colón Serrano

1

Zhiquir es un anejo de indios, adherido como una mancha ocre, al contrafuerte andino.


Cuando el sacristán —o regidor— de la iglesiuca de Zhiquir, el Elías Toalombo, se largó vida afuera; lo sucedió en el ejercicio del cargo su hijo mayor, el Blas. Entre los Toalombos, la sacristianía era un privilegio hereditario.

Lo de llamarlo a esto privilegio, es duro eufemismo. Crudamente, resultaba la más pesada de las cargas que puede caer sobre las espaldas de un nieto de mitayo, y mitayo él mismo por perdurabilidad de tradición absurda. A más de evacuar las diligencias propias del cargo, el sacristán de Zhiquir había de cuidar celosamente de la cuadrita y de los animaluchos del clérigo y atender a éste en los menesteres domésticos, conforme y como fuera el mandato recio de su paternidad. Por cuanto hacía, el sacristán de Zhiquir recibía, a más de los cocachos y tirones de orejas habituales, una bendición especial para sí y los suyos allá por Pascua florida; sin contar con que, en ocasiones bastantes raras, su paternidad estaba desganado y dejaba mote sobrado en el plato y heces de aguardiente en la copa, —lo que se convertía, por un viejo derecho consuetudinario, en bienes propios del sacristán. De cometer éste alguna falta, el cura —sin perjuicio de ejercer sobre el reo la baja justicia— lo libraba al brazo secular para que ejerciera la alta. El brazo secular era —propiamente— el del teniente político.

Así, para subvenir a las necesidades personales y a las de familia, de tenerla, el sacristán de Zhiquir había de aprovechar las cortas horas libres, trabajando en algún oficio manual; el de zapatero y el de sastre, o entrambos a la vez, eran, por ello, tradicionales en los Toalombos sacristanes, Blas, el actual, era zapatero.


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Publicado el 11 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Anónimo

José de la Cuadra


Cuento


En el salón de la viuda del doctor Urniza, se encontraron Esther de Gaizariaín y María de Medrano, y pudieron charlar a solas y a sus anchas. ¡Tanto como tenían que contarse!

Habían sido amigas íntimas desde la más temprana infancia, cuando estudiaban bajo la férula de las religiosas en el Colegio de la Inmaculada Concepción, y su amistad se había mantenido incólume al través de los años, aún cuando hacía cosa de tres que apenas si se veían. Justamente, desde el punto y hora en que se casaron, en la misma semana de un ardoroso julio.

Sus maridos respectivos se guardaban entre sí una enemiga cuyo origen no es necesario explicar mayormente cuando se diga que el uno, Pedro Gaizariaín, era socio gerente de la casa Gaizariaín e hijos, comerciantes en cueros, y que el otro, Esteban Rigoberto Medrano, era socio gerente de la casa Medrano Hnos., comerciantes en cueros.

Las conveniencias sociales pusieron coto a, la cordialidad que pugnaba por manifestarse cada vez entre Esthercita de Gaizariaín y Maruja de Medrano; quienes, cuando estaban delante de “todo el mundo”, apenas si se saludaban con una grave inclinación de cabeza que era sólo como un homenaje a la cortesía más que un verdadero saludo.

Ah, pero aquí, en el salón de la viuda del doctor Urniza, cambiaban las cosas... Aquí sí podían ser la una para la otra como lo fueron siempre, como jamás dejaron de serlo, no obstante las apariencias respetabilísimas que había que conservar.

Se refugiaron en un lindo tocador amoblado a la japonesa e iluminado a la... danesa, pongamos; porque la viuda del doctor Urniza era amiga de extranacionalizarlo todo con un afán cosmopolita que tenía sus puntos y ribetes de ridiculez. Y en ese ambiente tibio e íntimo, se dieron a lo que por lo general suelen darse dos mujeres cuando están solas: a cambiar confidencias.


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Publicado el 26 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

De Cómo Entró un Rico en el Reino de los Cielos

José de la Cuadra


Cuento


(A Joaquín Gallegos Lara)


Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “De cierto os digo que un rico dificilmente entrará en el Reino de los Cielos. Mas os digo, que más liviano trabajo es pasar un camello por el ojo de una

aguja, que entrar un rico en el Reino de Dios". Mas sus discípulos, oyendo estas cosas, se espantaron en gran manera, diciendo: “¿Quián, pues, podrá ser salvo?"— Y mirándolos Jesús, les dijo: “Para con los hombres imposible es esto, mas para con Dios todo es posible".

—Evangelio según San Mateo, capítulo XIX, versículos XXIII, XXIV, XXV y XXVI.


A las 8.30 a.m., hora de New York, falleció en su opulenta residencia de la Quinta Avenida, Mr. Douglas N. Tuppermill, de Alabama, rey del yute.

Cumplía Mr. Tuppermill en el instante de morir, ochenta y dos años, quince días, siete horas y catorce segundos con un dozavo, según cálculos exactísimos que hiciera su médico de cabecera, prudentemente colocado a los pies del lecho en el momento de espirar el millardario, temeroso, sin duda, de que Mr. Tuppermill, que siempre fue dado a bromas y muy aficionado al box, le propinara de despedida, un recto a la mandíbula en final agradecimiento a lo poco de bueno que hizo realmente el galeno por salvar a su cliente de las garras de la parca.

Así que se durmió la materia, el espíritu de Mr. Douglas N. Tuppermill emprendió su viaje por las regiones del infinito, en procura del Empíreo; pues, se sentía con indiscutibles derechos a ser allí bien recibido.

El viaje mismo le pareció poco eonfortable —¡cómo se va mejor en los trenes y en las naves de la Unión!;— pero, se consolaba de esto con la esperanza del recibimiento, que tenía fundadas razones de creer que sería magnífico.

¿Habéis oído hablar de Mr. Douglas N. Tuppermill? Pienso que sí.


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Publicado el 2 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Camino de Perfección

José de la Cuadra


Cuento


Ante los ojos —azules— de aquella muchachita, Arturo Nilmes —el simpatiquísimo y elegante Nilmes, campeón de tennis, primera copa de automovilismo 1925, —se sintió cohibido, como dominado por una misteriosa atracción, tal ocurre a los que miran largamente los ojos de Budha el silencioso.

Cuando en su peña del club relató a los contertulios habituales aquel “fenómeno”, dos o tres tontos se mofaron del paradójico Nilmes, terror de maridos, “que se había puesto nervioso ante una pequerrucha”.

Sofronio Redal —suegro de profesión y abuelo diecisiete veces y media, según su forma de presentarse,— fué el único que tomó en serio el asunto.

—Es que esa muchachita —dijo— lleva en sus ojos el alma de la madre, de la singular Magdalena, gloria y prez de nuestra tierra, modelo de su sexo.

Sofronio Redal la había conocido. Según aseguró, la había tratado; y, aún insinuó algo más, que decidimos por unanimidad no creer, en mérito a las pocas pruebas y a la petulancia que —en materia amorosa— se gastaba nuestro amigote.

...La había conocido desde muy joven, cuando él, aunque un poco menos, también lo era. Tendría Magdalena, entonces, una veintena de años y trabajaba en una casa de modas con una francesa de Lyon.

Venida de las más bajas capas sociales porteñas, logró interesar con su belleza a todos los chiquillos bien de la urbe, que acudían en bandadas, a las horas de salida, para seguir, entre un fuego granado de piropos más o menos colorados, a la encantadora obrerita hasta su humilde vivienda del arrabal, en las proximidades del Estero Salado.


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Publicado el 4 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Chichería

José de la Cuadra


Cuento


Letreros al óleo:


Chichería "El Ventarrón" de
Mariana de Jesús Contreras V.


NO FIO, SEÑORES: ANTES DE PEDIR
CONSULTEN CON SU BOLSILLO SI
NO QUIEREN QUE INTERVENGA
LA POLICIA


LA MEJOR CHICHERÍA
DE LA TAHONA


Letreros al carbón:


MAS MEJOR ES LA DE
ENFRENTE


YO SOY MUY HOMBRE


¡MALDITA SEA!


¡VIVA BONIFAZ!


¡ABAJO!


Y otros...


El más alto:

En un cuadro de viejísima hojalata, reclavado arriba del marco de la puerta, en letras negras sobre una mancha polícroma, semejante a la bandera de Suecia:


PROPIEDAD ESCANDINAVA


A un costado, a tiza:


MENTIRA, PUEBLO
PROPIEDAD PERUANA.


* * *


Había dos barricas grandes: “La Envidia” y “El Pescozón”. Habrá, además, una serie de barrilitos en varios portes pequeños, hasta algunos que parecían de juguetes o de muestrario, como, por ejemplo, “Lindy”. Todos estaban repletos de buena chicha cogedora, en diversos estados de fermentación, según el día de la llenada y la edad y madera de los envases.

Se servía conforme a los gustos. Decía ña Mariana, la dueña:

—Vea, Camacho a los del reservado me les pone de “El Pescozón”. Esa gente quiere fuerte, como pa quemarse el guargüero.

O, en otros casos:

—Me les vacea de “La Envidia”. Esa chicha no está muy templada que digamo...


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Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Candado

José de la Cuadra


Cuento


Cuando «la Piltrafa» obtenía las dos primeras monedas de a cinco centavos se sentía como feliz.

—Ya hay p’al cuarto —murmuraba.

Y sobre la boca de labios moraduzcos flotaba una sonrisa leve, que dejaba al descubierto las encías vacías.

«La Piltrafa» llamaba, así, pomposamente, «el cuarto», a la pocilga donde se revolvía cada noche, sobre las tablas, con el hijo chiquitín entre los brazos... El cuarto aquel era el dormidero, algo como el hogar nocturno...

Porque en el día eran las calles... Las calles populosas, angustiadas de tráfico, febricitantes bajo el sol... Las calles anchas, hermosas como avenidas, bordeadas de edificios soberbios, por las cuales circulaba en oleadas la gente que puede regalar de limosna las lindas piezas de a cinco centavos.

Clamoreaba «la Piltrafa»:

—Una caridad, futrecito... Hágalo por su mamá... Por Diosito, hágalo... Vea: me dan unos ataques...

El alquiler del cuarto era de tres sucres mensuales. Pagaderos en partes proporcionales cada sábado.

Diez centavos diarios... Dos piececillas de a cinco, de esas brillantes, redonditas, que parecen juguete...

—Una caridad, niñito...

El sábado por la tarde iba a buscar a «la Piltrafa» un señor de rostro hosco, que no reía nunca. Este señor era el corredor. Cobraba el alquiler irremisiblemente. Le mostraba un papel. Recibía las piezas de a cinco centavos. Las recontaba, un tanto asqueado, con las puntas de los dedos no más. Y las echaba en una gran bolsa de cuero. Era después de esto que le daba el papel a «la Piltrafa». Antes no. Lo enseñaba de lejos, como se enseña un bocado de carne a un perro hambreado. Lo mismo.

«La Piltrafa» guardaba el papel en el seno. Tenía ya muchos papeles. Tantos que habría podido cubrir con ellos las paredes del cuarto.


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Publicado el 27 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Si el Pasado Volviera...

José de la Cuadra


Cuento


(Cuento de Año Nuevo).


El doctor Eduardo Rivaguirre, abogado consultor del Banco Nacional, respiro satisfecho al saberse solo en aquel elegante rinconcito hasta donde apenas si llegaba el eco de las músicas y el cascabelear de las risas.

—¡Ah! —suspiró—. No hay duda que envejezco. Casi no soporto ya el ruido de las fiestas.

Era el doctor un hombre delgado y largo de extremidades. Sus movimientos perezosos hacían que, al andar, recordara el paso del camello; y, alguna vez, en sus épocas juveniles de luchador, lo habían hostigado con el nombre de tal animal. No era, por cierto, guapo; pero, su rostro era inteligente y simpático. Aparentaba cincuenta anos. Acaso tuviera más.

Casi tumbado sobre una poltrona baja de marroquín, montada una pierna sobre la otra, había tomado un cigarro de cierta mesita próxima y fumaba.

Ya era sonada la hora magna de la media noche y, luego del champagne de estilo, la gente joven bailaba allá afuera, en los salones feéricos, por la gloria del nuevo año. Los hombres de edad se habían replegado sobre las cantinas y los fumaderos, y las señoras murmuraban —como es natural— en las vecindades de los tocadores. El doctor Rivaguirre, vagamente fastidiado, se acogió al remanso que era este saloncito solitario, al que nadie vendría.

Mas, de improviso se había levantado el portier y aparecido en la entrada la señora viuda de Jiménez Cora.

—¡Oh, doña Elena!

Le ofreció un asiento frente a él, que ella aceptó.

Doña Elena posiblemente le igualaba en edad; pero, aún podía considerarse digna de ser mirada, conservando rasgos de pasada belleza, como momificados en el rostro; y, la armonía de su cuerpo no estaba perdida del todo.

Hizo ella una voz acariciadora, para, decir:


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Publicado el 6 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Olga Catalina

José de la Cuadra


Cuento


Al compañero Carlos Falconi Villagómez.

I

Detrás estaba la selva, apenas hollada, virgen quizá en largas extensiones, vivero de alimañas; y desde la cual, en las tardes soplaban vaharadas de salvajes aromas y golpes de ruidos misteriosos.

Caballero en Bubi —un talamoco enano— en varias ocasiones me había aproximado a los linderos de la selva, sin atreverme a penetrarla, cohibido ante su vieja doncellez.

—Hay una trocha, blanco, que dentra hasta un punto que llaman der Pajonal.

Esto me decía Crisanto, el peón negro, que fuera capataz de la hacienda hasta mi llegada como administrador; y añadía:

—Un compadre mío de allá, me contó de que hay gente... Un gringo no sé cuanto que vino el año pasao...

La trocha era practicable, y en uno de mis frecuentes ocios, casi sin intención seguí por ella.

...Era una mañana clara. Terciada la carabina a la bandolera, jinete en mi Bubi leal, no me arredraba la soledad. Mis lecturas de bachiller huracanaban recuerdos en mi memoria, y suspiraba por el advenimiento de una aventura —al clásico estilo del género— con su inevitable cohorte de fieras y de hombres peor que fieras.

Siguiendo los vuelos de mi imaginación —que era una loca libélula—, apenas prestaba atención a la despampanante belleza de la Naturaleza, desnuda allí, al descubierto la magnificencia de sus encantos; ni a las horas tampoco.

Las repentinas paradas de Bubi y sus relinchos, me volvieron a la realidad... Bubi era mi reloj. Miró al cielo, y el sol ardía ya en el cénit; al propio tiempo que un agradable cosquilleo en el estómago, delataba un próximo apetito, (Ah, mis formidables apetitos de entonces, lejanos ya, imposibles de tornara ser!)


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Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Malos Recuerdos

José de la Cuadra


Cuento


Cuando vengo, cuando voy, cada vez me saluda el pulpero de ahí afuera. No parece sino que ese hombre estuviera en la vida para saludarme a mí.

—Buenos días, don Facundo.

—Buenas tardes, don Rosillo.

—Buenas noches, señor Facundo.

De cualquier manera, a su arbitrio, tratándome como le da la gana, pero no deja de saludarme. Como si no tuviera otra cosa que hacer más que cumplir para conmigo los deberes de urbanidad. Ni yo que aprendí de memoria el manual de Carreño y que ahora soy, por una serie de circunstancias desastrosas, profesor en la escuela nocturna de una sociedad obrera.

Antes el pulpero me decía sencillamente, aun hasta palmeándome la espalda:

—¿Cómo le va, joven?

Hace no sé cuántos años. En la época de la guerra con el Perú, creo... Entonces me sentía enojado por eso que reputaba una confianza excesiva; y, quizás, hoy no me molestaría si el pulpero me dijera una noche, lisamente, cuando regreso de dictar mis clases:

—¿Cómo le va, joven? Tunanteando, ¿eh? ¿Picando a alguna hembrita?

Hasta le perdonaría su asiduidad cortés.

Ah, el pulpero... Desde que lo conozco, sólo tres días no me ha saludado. Y es que no estaba en Guayaquil.

Fue un par de lustros ha. Se marchó a Taura, donde agonizaba su madre. Volvió de un luto detonante de tal luto que era. La camisa, incluso, la llevaba negra: un poco de color y un mucho de sucia.

Ah, el pulpero...

Durante el breve tiempo que estuvo ausente se notó que hacía falta, se advirtió que era necesario para que las cosas del barrio anduvieran como siempre.

Yo lo extrañé. Y me alegré de veras cuando, al ir una mañana a mi trabajo, vi de nuevo abierta su tenducha y escuché su eterno saludo:

—Aló, don Rosillo, ¡buenos días!

* * *


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Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

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