Textos más largos de José de la Cuadra etiquetados como Cuento disponibles | pág. 2

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Chichería

José de la Cuadra


Cuento


Letreros al óleo:


Chichería "El Ventarrón" de
Mariana de Jesús Contreras V.


NO FIO, SEÑORES: ANTES DE PEDIR
CONSULTEN CON SU BOLSILLO SI
NO QUIEREN QUE INTERVENGA
LA POLICIA


LA MEJOR CHICHERÍA
DE LA TAHONA


Letreros al carbón:


MAS MEJOR ES LA DE
ENFRENTE


YO SOY MUY HOMBRE


¡MALDITA SEA!


¡VIVA BONIFAZ!


¡ABAJO!


Y otros...


El más alto:

En un cuadro de viejísima hojalata, reclavado arriba del marco de la puerta, en letras negras sobre una mancha polícroma, semejante a la bandera de Suecia:


PROPIEDAD ESCANDINAVA


A un costado, a tiza:


MENTIRA, PUEBLO
PROPIEDAD PERUANA.


* * *


Había dos barricas grandes: “La Envidia” y “El Pescozón”. Habrá, además, una serie de barrilitos en varios portes pequeños, hasta algunos que parecían de juguetes o de muestrario, como, por ejemplo, “Lindy”. Todos estaban repletos de buena chicha cogedora, en diversos estados de fermentación, según el día de la llenada y la edad y madera de los envases.

Se servía conforme a los gustos. Decía ña Mariana, la dueña:

—Vea, Camacho a los del reservado me les pone de “El Pescozón”. Esa gente quiere fuerte, como pa quemarse el guargüero.

O, en otros casos:

—Me les vacea de “La Envidia”. Esa chicha no está muy templada que digamo...


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 254 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Madrecita Falsa

José de la Cuadra


Cuento


(Medalla de Oro en el Concurso Literario Municipal de Guayaquil de 1923).

I

—La jeune femme à l'éventail de Helier Cosson! —admiró Leonardo Caner.

Y Ramiro Balmaceda, apegado a las cosas de España, creyente fiel en las glorias iberas, como que era hijo de peninsular, contrarió:

—No, hombre; una silueta de Penagos.

En magnífico evohé luminoso, Josefina. Anchorena había entrado al salón.

—Una Virgen, chico!

—Calla tú, salvaje; salvaje, porque no tienes civilización.

Eso es. Venir con que la Virgen! ¿Crees tú que Pepita Anchorena cambiaría su rostro por el de una Madonna rafaelítica?

—¿O neorrafaelítica? —sazonó Caner.

Ranulfo Alves se amostazó.

—Bueno, la emoción... Como que sin duda es ésta la mujer más guapa que han visto ojos.

—Y elogiado labios.

—Es un rostro tutankhamónico! —bromeó en giro ultramodernista Camilo Zenda.

Julito Peña zanjó la cuestión:

—El señor Alves queda perdonado —dijo aparentando seriedad de juez—; pero con la condición de que sea menos... emotivo.

Pepita Anchorena miraba, de vez en vez al grupo de mozalbetes elegantes, y sonreía. Adivinaba que ella era el tema de la conversación, y como de su linda personita tan sólo elogios podía decirse, lo agradecía.

Alves habló en voz baja a Balmaceda:

—Tú, como socio del Club y miembro de una familia amiga de los Anchorenas, harás el favor de presentarme a Pepita.

—Con todo gusto, Ranulfo. En seguida.

Lo condujo hasta ella y tuvo lugar la consabida banalidad de la presentación. Alves se atrevió a solicitarla un fox en su carnet.

—Sin duda, señor. Mire usted: el primero que ejecute la orquesta lo tenía cedido a mi primo Enrique. No vale la pena; será suyo. Ya me excusaré con él.


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 261 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Santo Nuevo

José de la Cuadra


Cuento


Cuento de la propaganda política en el agro montuvio

I

En la vega estaba el arroz espigón amarillecido. Calentaba el sol dorando las cimeras de las matas; refrescaba el pie de los tallos la marisma lodosa, negruzca, que se hinchaba con las mareas crecidas y se desinflaba en las vaciantes. El viento —que seguía el curso fluvial, jugando en dnamorisqueos con las ondas, desde la lejana cabecera, y que nacía con el agua, como ella cristalino, en el mismo hontanar lejano de la sierra— agitaba las hojas largas, ásperas. Los coletazos de los bagres hediondos y los trampolines maromeros de los camarones, sacudían desde abajo el armazón vegetal. Pronto se pondría reventón el grano, madurado por la obra del lodo y del sol.

—Va a embolsicarse buena plata, don Franco.

—Según: depende de que haya precio. Me creo de que el arroz está en Guayaquil por los suelos. ¡Claro, sudor de pobre!... Hasta apesta...

—No remolque, don Franco. Ya verá los sucres que le entran. Más que mosquitos salen de tembladera.

—Tal vez.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 94 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Vuelta de la Locura...

José de la Cuadra


Cuento


A Arturo Martínez Galindo

Manos presurosas acudieron así que rasgó el aire dormido de la estancia, aquel largo, larguísimo alarido estupendo de la grávida.

He aquí que era varón el recién nacido.

“¡Nos ha nacido un niño,—un hijo nos fuá dado.”

Ojos listos de viejas consultaron el calendario de hojas desprendibles adherido a la pared cerca de la cama de la parturienta: Juan tenía que ser nombrado el infante, porque era —loado sea el Bautista— el blanco día de San Juan.


(Lindo San Juan
—que en el Jordán—
bautizaste a mi Señor,—
tenés mi amor).


...Y otra vieja repitió la cantiga.. Pero otra vieja la modificó, diciendo: “te doy mi corazón...” Lo cual hizo aparecer desdeñosa sonrisa en los labios de las que la precedieron en la tonada ritual.

Mientras tanto, en la habitación contigua habían bañado al pequeño Juan. Envuelto en una gruesa toalla, lo trajeron para que la madre lo besara. Sólo que la madre no podía besarlo, porque había muerto. Sin escandalizar —quizá arrullada por la copla vetusta— o quizá mejor, por no oírla, —se había estirado cuan larga era, había ladeado un poco la cabeza, y...

Era preciso enterrarla.

A un examen somero, la “profesora” aventuró:

—Quizá un embolia pulmonar por trombosis de los senos uterinos...

Con todo, las viejas prestaron curiosa atención al hijo de la muerta. Ah!, era lavadito... y ojiclaro... y, por lo que ofrecía, sería pelirrubio, ¿no? Pero...qué mirada bovina!

Una dijo:

—Este será. loco.

Y otra:

—Sí. Es porque la madre ha estado muerta por dentro al parirlo, ¿no ven?

Otra apoyó:

—Una se va muriendo por partes: de los píes para arriba; de la cabeza para abajo. Cuando llega al corazón...

—En el corazón está el alma.

—El alma...¿Y qué es el alma?

—Dios lo sabe!


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 135 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Muerte Rebelde

José de la Cuadra


Cuento


I

KENT: ¡Rómpete,corazón; te lo suplico, rómpete!

—Shakespeare. “El Rey Lear”, acto V, escena final.


Don Ramón Manuel Lacunza estaba fundamentalmente hastiado de la vida y había resuelto morirse.

Entiéndase bien: morirse; no matarse.

Tenía veinticinco años de juventud; lo cual quiere decir, sin requilorios, que andaba por ahí cerca de los nueve lustros, no enteros del todo.

Y eran regordetes y acaudalados sus nueve lustros.

Había arrastrado su soltería —mil sucres de renta mensual,— por todos los lugares en que se brinda solaz a precios económicos, puertos ásperos del placer; pero, falto de una voluntad recia, de un ideal motor que lo empujara a superarse, no encontraba, prácticamente —y ahora peor que antes— cuál éra la razón de vivir.

—Ciertamente, los designios de Dios son inescrutables. No doy, por mucho que me exprimo, con el por qué hizo alentar en el barro humano, tan mal adobado después de todo, el ser ... ¿Cuál la finalidad?; ¿dónde el objetivo? ¿Para que se aburra uno como dizque se aburren las ostras...? ¡Puah!

Y acaso no escaseara razón a la sin razón que en su razón se hacía. De veras, don Ramón Manuel Lacunza, de navarra casta, ¿para qué la vida? Al menos, una vida como la suya, señor don Ramón, espejo fiel y singular modelo de tantos ramones, de tantos manueles, de tantos lacunzas como yo conozco...

Entre el querer morirse y el suprimirse voluntariamente, hay una distancia sólo comparable a las siderales. ¡Ah!, si todos los que desearan acabar pusiesen en práctica su deseo, os posible que el mundo estaría convertido, muchos siglos ha, en un sueño realizado de Malthus.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 317 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Galleros

José de la Cuadra


Cuento


José Manuel Valverde, el mozo, pasaba, repasaba y tornaba a pasar aquella tarde por frente de la Prevención, donde estaba desde por la mañana, casi cadáver ya, tendido de espaldas sobre el cochino suelo, el Negro Viterbo, que había sido, justamente hasta la noche anterior, el más tenebroso bandolero de la comarca.

Valverde, el mozo, miraba al agonizante con ojos curiosos e intrigados, que se iban sobre él a través de las piernas de los carabineros, quienes lo rodeaban en una guardia inútil.

—¿Inútil, cree usted? Se ve que no ha conocido al Negro Viterbo. Este se levanta de la tumba para escapar a la justicia, si a mano viene. Es tremendo el moreno.

—O, mejor dicho, era...

—Ni lo piense. A lo peor, se alza de esta enfermedad... que l’himos hecho con las balas. De otras más graves ha regresado el bandido. Una vez cuentan que en el Saliere le metieron cinco plomos en el pecho. Al mes dizque ya montaba a caballo y hacía de las suyas, como de costumbre. Por eso es que afirman que el Negro tiene amarrado trato con el Compadre... Patica lo protege.

—Si es así...

—Claro que es así. Por lo mismo nosotros, que tenemos la responsabilidad, no lo aflojaremos ni muerto. Sólo cuando, después de abrirle la panza en la Morgue, lo entrieguen al enterrador, quedaremos tranquilos. Y aún así, yo sería del parecer que le pusieran centinelas de vista en el sepulcro, siquiera por tres días, no sea que resucite al tercero, como don Lázaro el santo.

—No exagere, hombre.

—No esagero, señor.

Este diálogo lo sostenían uno de los policías rurales y el amanuense de la Tenencia Política, un joven «ciudadano», en presencia de Valverde, el mozo, quien no perdía sílaba de cuanto decían.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 92 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Disciplina

José de la Cuadra


Cuento


Un cuento negro esmeraldeño


La primera inexactitud que quitará méritos probables a esta narración, se refiere al nombre mismo del cabo Quiñónez. Mi informante abrigaba severas dudas sobre el particular. Según él, el cabo Quiñónez se llamaría Fulgencio, o quizás Prudencio. La mayor vacilación al respecto, radicaba en que nuestros buenos hermanos negros de la provincia de Esmeraldas, cerca de la raya de Colombia, pronuncian el castellano de una manera que puede calificarse, por lo menos, de original, y, generalmente, como mejor les da la gana y se lo permiten sus labios bocotudos.

Aún acerca de si se llamaba Quiñónez, o de otra suerte semejante, no existe una seguridad absoluta. Sin embargo, la abundancia que de Quiñónez hay entre la gente negra de Esmeraldas, concede un elevado porcentaje de verosimilitud a que tal fuera su apellido.

En fin: todo es oscuro en cuanto atañe a la identidad de este modestísimo cabo del ejército ecuatoriano, sobre quien ha tiempos recayera una sentencia del Tribunal de Guerra que lo condenó a la pena de reclusión mayor extraordinaria.

La sentencia hubo de cumplirla, entre los catorce y treinta años de su edad, en el Panóptico de Quito, pétreo edificó que se yergue, todavía, como un monumento a la sombría gloria de García Moreno.

Quiñónez entró al propio tiempo en la pubertad y en el cuartel.

Por entonces, la provincia de Esmeraldas era el escenario de uno de los más cruentos movimientos revolucionarios que hayan ensangrentado a la República: el que auspiciaba y dirigía el coronel Concha contra el gobierno del general Plaza.

Nutridos batallones seguían al jefe insurgente, cuyo prestigio bravío constituía el estandarte tras el cual se iban, incontenibles, los entusiasmos populares.


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6 págs. / 10 minutos / 65 visitas.

Publicado el 25 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Olga Catalina

José de la Cuadra


Cuento


Al compañero Carlos Falconi Villagómez.

I

Detrás estaba la selva, apenas hollada, virgen quizá en largas extensiones, vivero de alimañas; y desde la cual, en las tardes soplaban vaharadas de salvajes aromas y golpes de ruidos misteriosos.

Caballero en Bubi —un talamoco enano— en varias ocasiones me había aproximado a los linderos de la selva, sin atreverme a penetrarla, cohibido ante su vieja doncellez.

—Hay una trocha, blanco, que dentra hasta un punto que llaman der Pajonal.

Esto me decía Crisanto, el peón negro, que fuera capataz de la hacienda hasta mi llegada como administrador; y añadía:

—Un compadre mío de allá, me contó de que hay gente... Un gringo no sé cuanto que vino el año pasao...

La trocha era practicable, y en uno de mis frecuentes ocios, casi sin intención seguí por ella.

...Era una mañana clara. Terciada la carabina a la bandolera, jinete en mi Bubi leal, no me arredraba la soledad. Mis lecturas de bachiller huracanaban recuerdos en mi memoria, y suspiraba por el advenimiento de una aventura —al clásico estilo del género— con su inevitable cohorte de fieras y de hombres peor que fieras.

Siguiendo los vuelos de mi imaginación —que era una loca libélula—, apenas prestaba atención a la despampanante belleza de la Naturaleza, desnuda allí, al descubierto la magnificencia de sus encantos; ni a las horas tampoco.

Las repentinas paradas de Bubi y sus relinchos, me volvieron a la realidad... Bubi era mi reloj. Miró al cielo, y el sol ardía ya en el cénit; al propio tiempo que un agradable cosquilleo en el estómago, delataba un próximo apetito, (Ah, mis formidables apetitos de entonces, lejanos ya, imposibles de tornara ser!)


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5 págs. / 10 minutos / 327 visitas.

Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Chumbote

José de la Cuadra


Cuento


A Manuel Benjamín Carrión


Aseguraban que Chumbote era cretino. Quizás. Después de todo, parece lo más probable.

El patrón —don Federico Pinto— que se las daba de erudito en cuestiones etnológicas, repetía:

—¡Muy natural que sea una bestia el muchacho éste! Es cambujo, y de los cambujos no cabe esperar otra cosa. La ciencia lo afirma.

No obstante, don Federico Pinto, y su mujer, la gorda Feliciana —"la otela" o "la chancha" como a espaldas suyas apodábanla sus amigas—apaleaban cotidianamente a Chumbote, acaso con el no revelado propósito de desasnarlo, aun cuando el conseguir lo tal fuera contrariar las afirmaciones de la ciencia.

Chumbote había entrado los doce años, y ya se masturbaba en los lugares "sólidos", como había visto hacer al niño Jacinto, el hijo de sus patrones. Entre la masturbación y los palos se le habían secado las carnes. Y era larguirucho, flaco, amarillento, como si lo consumiera un paludismo crónico. Por lo demás, nada raro habría sido que estuviese palúdico: su cuerpo servía banquetes a los zancudos, en las noches caliginosas, tendido sobre las tablas cochosas de la cocina.


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5 págs. / 9 minutos / 697 visitas.

Publicado el 24 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Calor de Yunca

José de la Cuadra


Cuento


I

José Tiberíades se revolvió en el camastro, bajo el toldo de zaraza floreada cuyo cielo de ruan casi se le pegaba al rostro.

—¡Mama!

Respondió la vieja desde su tendido cochoso:

—¿Qué?

Contestó José Tiberíades con voz viva:

—Se me ha quitado el sueño.

—¡Ah!...

—Es la calor y los mosquitos.

—¿Se te han metido en la talanquera?

—No; es que zumban, mama... es que zumban... Y la calor... Estoy en pelotas, viera, mama... ¡Y la calor!

—Ahá.

Refugio, la hermana, que se acostaba en el mismo lecho que la mama, gritó:

—¡Dejen dormir!... La noche no se ha hecho para conversar.

Pero a poco José Tiberíades volvió a llamar:

—¡Mama!

—¿Qué?

—Me voy a levantar. No sé; me ahogo en el cuarto encerrado... Voy a echarme en la hamaca de la azotea... Allá corre viento.

—No vayas, mejor.

—¿Por qué?

—Hay luna. Andan las malas visiones.

—¿Y es cierto las malas visiones, mama?

—Sí: el difunto tu padre se topó una vez con una, ahí no más, al pie de los caimitales. Era un bulto blanco. Parecía una mujer. Lo llamaba, alzando el brazo.

—¿Y era mujer?

—Sí.

—¿Y quién era esa mujer, mama?

—La muerte.

—¡Ah!... Pero ¡oiga, mama! A mí no me asustan las malas visiones... Yo tengo calor, no más... ¡Viera, mama!... Un calor adentro... como si estuviera con fiebre... ¡Qué calor!... Allá afuera hará fresco... Cerraré los ojos para no ver las malas visiones... Y me meceré en la hamaca...

Se levantó José Tiberíades... Se puso los calzones, dejando al aire el busto. Salió.

—¡Muchacho necio! ¡Siquiera persígnate!

—Bueno.

Se persignó. Desde su lecho la vieja lo bendijo.

José Tiberíades se fue a la azotea.


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5 págs. / 9 minutos / 46 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2022 por Edu Robsy.

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