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autor: José de la Cuadra etiqueta: Cuento


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Madrecita Falsa

José de la Cuadra


Cuento


(Medalla de Oro en el Concurso Literario Municipal de Guayaquil de 1923).

I

—La jeune femme à l'éventail de Helier Cosson! —admiró Leonardo Caner.

Y Ramiro Balmaceda, apegado a las cosas de España, creyente fiel en las glorias iberas, como que era hijo de peninsular, contrarió:

—No, hombre; una silueta de Penagos.

En magnífico evohé luminoso, Josefina. Anchorena había entrado al salón.

—Una Virgen, chico!

—Calla tú, salvaje; salvaje, porque no tienes civilización.

Eso es. Venir con que la Virgen! ¿Crees tú que Pepita Anchorena cambiaría su rostro por el de una Madonna rafaelítica?

—¿O neorrafaelítica? —sazonó Caner.

Ranulfo Alves se amostazó.

—Bueno, la emoción... Como que sin duda es ésta la mujer más guapa que han visto ojos.

—Y elogiado labios.

—Es un rostro tutankhamónico! —bromeó en giro ultramodernista Camilo Zenda.

Julito Peña zanjó la cuestión:

—El señor Alves queda perdonado —dijo aparentando seriedad de juez—; pero con la condición de que sea menos... emotivo.

Pepita Anchorena miraba, de vez en vez al grupo de mozalbetes elegantes, y sonreía. Adivinaba que ella era el tema de la conversación, y como de su linda personita tan sólo elogios podía decirse, lo agradecía.

Alves habló en voz baja a Balmaceda:

—Tú, como socio del Club y miembro de una familia amiga de los Anchorenas, harás el favor de presentarme a Pepita.

—Con todo gusto, Ranulfo. En seguida.

Lo condujo hasta ella y tuvo lugar la consabida banalidad de la presentación. Alves se atrevió a solicitarla un fox en su carnet.

—Sin duda, señor. Mire usted: el primero que ejecute la orquesta lo tenía cedido a mi primo Enrique. No vale la pena; será suyo. Ya me excusaré con él.


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6 págs. / 12 minutos / 264 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Loto-en-Flor

José de la Cuadra


Cuento


Cuando el «San Esteban», bergantín de la matrícula de Guayaquil, echó anclas en aquel encantador y pequeñito —tan pequeñito como encantador— puerto peruano del norte, cuyo nombre no hace al caso; el capitán hízome ver la conveniencia de que tomara pasaje en otro barco, pues el «San Esteban» necesitaba urgentes reparaciones antes de tornar a hacerse a la mar, con lo cual se retardaría el viaje algo más de tres semanas.

La verdad, no me, era indispensable regresar en seguida a Guayaquil, y más bien deseoso de vivir la vida de aquella bonita población desconocida, determiné esperar a que el bergantín fuera reparado, y busqué alojamiento en el puerto.

A la postre lo hallé, no muy confortable por cierto, en un mesón cuyos propietarios —una pareja de japoneses— me cedieron una habitación y un sitio en su mesa a cambio de una cantidad muy oriental por lo fantásticamente elevada.

La comida era detestable; el cuarto, sucio; el celeste posadero se permitía llamarme, familiarmente “mono”; y, la patrona, en ratos de mal humor, me dirigía algunas frases en el idioma del dorado archipiélago, que no debían ser muy cariñosas precisamente.

Metido ya en la aventura, todo arrepentimiento holgaba. La línea peruana de vapores no reconocía, de modo oficial como si dijéramos, la existencia de aquel lindo puertecillo; y, de no resolverme a embarcar mi delicada humanidad en alguna grosera e incómoda chata que hubiera podido llevarme a Guayaquil, estaba condenado a esperarla completa restauración del «San Esteban», cuyo parrillaje iba camino de prolongarse aún.

De todas estas contrariedades me consoló tu dulce sonrisa nipona, Loto-en-flor...


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3 págs. / 5 minutos / 122 visitas.

Publicado el 5 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Don Rubuerto

José de la Cuadra


Cuento


Difícil será que me olvide alguna vez de mi amigo don Rubuerto Quinto, montuvio viejo de los “laos” de Ñausa.

Estaba yo en su casa cañiza, edificada en plena vega del estero, bien asentada. —“como una vaca que quiere caer a l' agua, blanquito”—, sobre sus cuatro patas fuertes de mangle, delgadas, musculosas, que se hundían profundamente por el lodo hasta afirmarse en lo duro del ribazo.

Era a la tarde, después de la merienda. Junto a la ventana, saboreábamos el café con punta de mallorca y arrojábamos el humo de los cigarros contra los mosquitos.

Me preguntó don Rubuerto:

—¿Usté estudia pa doctor de leyeh'u de medecina?

Le respondí, y él sonrió.

—Ta bueno eso, blanquito. Eh máh mejor que todo. Cierto que ar médico le cai er goteo... Pero l'abogado, con una qui'haga tiene p'al año... Se gana la plata así... así...

Manoteaba en gestos de presa, obstaculizando el revolar de los mosquitos, que manifestaban su cólera zumbando, zunbando...

Guardó un rato de silencio. Luego dijo:

—Yo también n'hey metido en esah vainah der paper seyado.

Y habló de sus triunfos, de sus glorias. Relató en detalle sus pobres audacias, sus zafios ardides de tinterillo de pueblo chico.

—Pero, la mejor que'hey hecho, eh la der paisa der cuño...

—¿Y cómo fue ésa, don Rubuerto?

—Verá... Loh de la Rural bían garrao un paisa mentado... Suáreh me creo de que se yamaba... y lo bían garrao con er cuño, loh'áccidos y todo.. Lo tenían fregao ar paisa, bien atrincado en la barra...

—¿Y?


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Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Calor de Yunca

José de la Cuadra


Cuento


I

José Tiberíades se revolvió en el camastro, bajo el toldo de zaraza floreada cuyo cielo de ruan casi se le pegaba al rostro.

—¡Mama!

Respondió la vieja desde su tendido cochoso:

—¿Qué?

Contestó José Tiberíades con voz viva:

—Se me ha quitado el sueño.

—¡Ah!...

—Es la calor y los mosquitos.

—¿Se te han metido en la talanquera?

—No; es que zumban, mama... es que zumban... Y la calor... Estoy en pelotas, viera, mama... ¡Y la calor!

—Ahá.

Refugio, la hermana, que se acostaba en el mismo lecho que la mama, gritó:

—¡Dejen dormir!... La noche no se ha hecho para conversar.

Pero a poco José Tiberíades volvió a llamar:

—¡Mama!

—¿Qué?

—Me voy a levantar. No sé; me ahogo en el cuarto encerrado... Voy a echarme en la hamaca de la azotea... Allá corre viento.

—No vayas, mejor.

—¿Por qué?

—Hay luna. Andan las malas visiones.

—¿Y es cierto las malas visiones, mama?

—Sí: el difunto tu padre se topó una vez con una, ahí no más, al pie de los caimitales. Era un bulto blanco. Parecía una mujer. Lo llamaba, alzando el brazo.

—¿Y era mujer?

—Sí.

—¿Y quién era esa mujer, mama?

—La muerte.

—¡Ah!... Pero ¡oiga, mama! A mí no me asustan las malas visiones... Yo tengo calor, no más... ¡Viera, mama!... Un calor adentro... como si estuviera con fiebre... ¡Qué calor!... Allá afuera hará fresco... Cerraré los ojos para no ver las malas visiones... Y me meceré en la hamaca...

Se levantó José Tiberíades... Se puso los calzones, dejando al aire el busto. Salió.

—¡Muchacho necio! ¡Siquiera persígnate!

—Bueno.

Se persignó. Desde su lecho la vieja lo bendijo.

José Tiberíades se fue a la azotea.


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Publicado el 28 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Mientras el Sol se Pone...

José de la Cuadra


Cuento


(nuestro sol interior...)


Se llama a la Muerte en el supremo libro de los verdaderos nombres, la Consoladora y la final Remediadora.

Es buena por mandato divino. Y, cuando es llegada la hora de su visita ineludible, se atavía, para hacérsenos amable, con el áureo traje de nuestro más bello recuerdo.


Cerró los ojos Luis Manuel —como dos puertas— y tembló de la cabeza a los pies. ¡Qué oscuridad profunda, y pesada! Él —en su pobre pequeñez de humanidad— había sentido durante un momento, durante la eternidad vehemente de un momento, —bien así como Atlas el mundo— todo el profundo peso de la oscuridad...

—Doctor! —clamó

No lo oyeron. Querrían no oírlo. La, enfermera estaría ahí cerca, pensando en quién sabe qué cosas juveniles, rosadas, dulcemente pueriles... Pero, él era un moribundo a, quien ya no valía la pena escuchar cuando llamaba. Vox clamantis in deserto... Puah! Estaba tan cerradamente perdido!

Se agitó en una convulsión loca de 40°. Ahora pidió agua...

Agua...

Los grandes ríos que allá, corren, lejos, en la vida... Dicen que las aguas vomitadas del Amazonas endulzan en extensa zona el Océano Atlántico, el gran Mar Tenebroso que fué...

Agua...

Para la sed milenaria de Egipto, he ahí los Nilos de nombres cromados; los Nilos, hijos de los amplios lagos negros que sueñan en el sur del continente negrísimo; los Nilos obedientes, torpemente bondadosos, migratorios como las golondrinas, o mejor, como el plancton vitalísimo de los océanos fundamentales y todoriginarios.

Agua...


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3 págs. / 6 minutos / 99 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Maruja: Rosa, Fruta, Canción...

José de la Cuadra


Cuento


A Abel Romeo Castillo y Castillo.

1

—Es una abusión de la gente de la orilla, sólo.

—Pero, dicen...

—Abusión, comadre.

—....de que cuando er chapulete ta colorao y bastantote, tetea er camarón.

—Ojalá.

—Pero er veranillo lo que lo trae es er chapulete.

—Farta un bajío.

—Ya sé.

—No sabe.

—Pa coger camarón.

—Claro. No iba a ser pa coger pluma e garza..

—No digo eso.

—¿Qué, entonce?

—Pa cogesle camarón a Maruja, pué.

—Sirve usté pa bruja, comadre.

—Meno... No iba a ser pa su joven,mi comadre... la pobre.

—Humm...

—Sí, compadre. El hombre es candir pa juera. Se consigue mujer pa que le para.

—¡Comadre!

—No se me ofienda. Digo, nomá.

—E que vamo ar dicho.

—¿Negará, compadre?

—¿Er qué?

—Er que dende que vino la Maruja de Guayaquil, la orilla ta revuerta mismamente que pa aguaje. Toda la hombrada anda como cubos de casa tumbada. ¡Caray! Y no hay pa tanto, pué... De haber habemo mujere aquí, en frente y en la Boca... No lo digo por mí... ¡Pero, es gana nomá de albórotalse, ustede!

—El hombre es como er ganao, que le gusta cambiar de manga.

—¡Sinvergüenza!

Pero, había que irse.

Porque el agua zangoloteaba la canoa como si quisiera desamarrarla. ¡Puta, y qué olorsazo a lagarto! En el aire...

Lagartos de Capones: el viento trae vuestra hediondez amenazadora desde tan lejos como estáis, —fieros, terribles, cebados lagartos de Capones...

2

Maruja: rosa, fruta, canción...

Yo soy “ciudadano” como tú, Maruja. Mi amigo Héctor, también lo es. Sabemos —él y yo— cómo se anda en las tardes de domingo, por el bulevar de Octubre. Y, sin embargo...

Maruja: rosa...


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4 págs. / 8 minutos / 66 visitas.

Publicado el 11 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Soga

José de la Cuadra


Cuento


En la claridad azulina del horizonte, muy lejos aún, apareció la comisión.

—¡La soga, pueh! Andan garrando gente.

—¿Y pa qué?

—Pa la guerra.

—Ajá…

Conforme la escolta se acercaba, distinguíase la mancha de color de la bandera que tremolaba uno de los jinetes.

—Van embanderaos…

—Sí; son der gobiesno.

En el portal de su casuca pajiza, mientras rajaba leña del algarrobo para la confección del almuerzo, el viejo Pancho departía con su compadre, Mario, que había ido a visitarlo.

—Toy cansao —dijo Pancho, arrimando el hacha a la pared—. Cuando uno si'hace viejo…

—¡Viejo! Voh podeh manejar todavía un rifle.

—¿Yo? ¡Caray, ni de broma!

Palideció. Y hasta un estremecimiento —como si de algo oscuro y medroso se tratase— agitó sus carnes acarbonadas.

—¡Caray, ni de broma! —repitió— Voy pa lo' sesenta largoh…

—Ayer decíah que te fartaba un mundo.

Pancho miró con rabia a su interlocutor.

—Compadreh somoh, Mario —dijo— Noh conoceme dende mocetoneh, ¿y ti'acuerdah?, pa la dentrada de loh Restauradore, un'hembra peliano, y me la ganaste'n mala ley. Yo no me calenté.

No m’hey calentao nunca con voh… Pero, ¡esto no te lo aguanto! ¿Pa qué tieneh' esoh dicho? Voh mejor que nadien sabeh mih'años; que soy viejo, viejísimo, que no puedo manejar ni l'hacha.

—No hay pa tanto, hombre; no hay pa tanto.

—Claro que sí. Como anda la soga…

—A voh no te bian de garrar. Ti'a juyes de'erbarde.

A tu’hijo Ramón si tarveh lo aprienderían.

—¿A mi'hijo?

—Digo. Como eh mozo y sirve pa sordao…

El viejo Pancho palideció de nuevo. Instintivamente miró hacia arriba, a lo alto de la casa, donde estaba su hijo, y suspiró:

—A mi hijo —repitió en un gagueo—. Y parece que a voh te gusta eso, Mario. Hay una razón.


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3 págs. / 6 minutos / 543 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Disciplina

José de la Cuadra


Cuento


Un cuento negro esmeraldeño


La primera inexactitud que quitará méritos probables a esta narración, se refiere al nombre mismo del cabo Quiñónez. Mi informante abrigaba severas dudas sobre el particular. Según él, el cabo Quiñónez se llamaría Fulgencio, o quizás Prudencio. La mayor vacilación al respecto, radicaba en que nuestros buenos hermanos negros de la provincia de Esmeraldas, cerca de la raya de Colombia, pronuncian el castellano de una manera que puede calificarse, por lo menos, de original, y, generalmente, como mejor les da la gana y se lo permiten sus labios bocotudos.

Aún acerca de si se llamaba Quiñónez, o de otra suerte semejante, no existe una seguridad absoluta. Sin embargo, la abundancia que de Quiñónez hay entre la gente negra de Esmeraldas, concede un elevado porcentaje de verosimilitud a que tal fuera su apellido.

En fin: todo es oscuro en cuanto atañe a la identidad de este modestísimo cabo del ejército ecuatoriano, sobre quien ha tiempos recayera una sentencia del Tribunal de Guerra que lo condenó a la pena de reclusión mayor extraordinaria.

La sentencia hubo de cumplirla, entre los catorce y treinta años de su edad, en el Panóptico de Quito, pétreo edificó que se yergue, todavía, como un monumento a la sombría gloria de García Moreno.

Quiñónez entró al propio tiempo en la pubertad y en el cuartel.

Por entonces, la provincia de Esmeraldas era el escenario de uno de los más cruentos movimientos revolucionarios que hayan ensangrentado a la República: el que auspiciaba y dirigía el coronel Concha contra el gobierno del general Plaza.

Nutridos batallones seguían al jefe insurgente, cuyo prestigio bravío constituía el estandarte tras el cual se iban, incontenibles, los entusiasmos populares.


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Publicado el 25 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Cubillo, Buscador de Ganado

José de la Cuadra


Cuento


Cuento de aventuras


Alonso Martínez conoció a Cubillo en una de las Galápagos, o sea, ya en la etapa más triste de su vida, cuando las circunstancias incontrastables impedían al personaje montuvio practicar su cómoda profesión de buscador de ganado.

Este Martínez era él mismo un sujeto pintoresco. Afirmaba ser oriundo de Santo Domingo, en las Antillas; lo cual no tiene nada de particular. Pero Martínez hallaba en lo de su nacionalidad un motivo para singularizarse; pues, decía —y hasta puede que fuese verdad— que él y un chofer de taxi eran los dos únicos dominicanos que había a lo largo de las costas del Ecuador.

Como el de todo marinero desembarcado, el centro de operaciones de Martínez en Guayaquil era el barrio de La Tahona, ese característico rincón de la ciudad, tan estrictamente porteño, que la piqueta municipal va poco a poco desbaratando. En cualquier cantina o chichería de las innumerables establecidas en la planta baja de las siniestras casas coloniales del barrio, Martínez encontraba auditorio complaciente, formado por marineros retirados o en descanso; quienes, además de escuchar sus fabulosos relatos de mar, le pagaban el consumo abundoso. Porque el isleño no era parco en el comer ni sobrio en el beber, sobre todo cuando, según su expresión, navegaba en buque grande, es decir, cuando había alguien que abonara la adición sin discutirla.

Además de sus artes de narrador, Martínez poseía otra, que lo hacía respetable entre sus colegas: hablaba o pretendía que hablaba el papiamento, esa enrevesada mezcla idiomática del Caribe. Cuando lanzaba una frase en el —según Martínez— más puro estilo de Curaçao, sus oyentes, que apenas mascaban un canalla inglés de cala de barco, se quedaban epatados.


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8 págs. / 14 minutos / 50 visitas.

Publicado el 25 de enero de 2022 por Edu Robsy.

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