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autor: José de la Cuadra etiqueta: Cuento


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Guásinton

José de la Cuadra


Cuento


I

Yo he encontrado a los lagarteros, esto es, a los cazadores de lagartos, en los sitios más diversos e inesperados, a extremo de resultar extraordinarios, de no considerarse la condición trashumante de esos hombres y sus hábitos andariegos, que los llevan a vagar muy lejos de los ríos y de las ciénagas propicios, quizá movidos por un inconsciente anhelo de olvidar los peligros tremendos aparejados a su oficio.

Me topé con ellos cierta vez, cuando hacía a caballo el crucero de Garaycoa o Yaguachi.

Estaban dos entonces.

El uno, machucho ya, de cuerpo delgado, era cojo; alguna ocasión, entre las fauces de los saurios, en quién sabe qué poza distante, se le quedaría perdida para siempre, la pierna derecha, seccionada sobre la articulación de la rodilla.

Cojeaba el infeliz de un modo lamentable, apoyándose en una muleta de palo—amarillo, burda y desproporcionada, que le alzaba el hombro y le obligaba a torcer el tronco hacia la izquierda.

Formaba, por ello, una figura curiosa, mantenida en oblicua aguda sobre el suelo, y que, contra todo sentimiento de humanidad, incitaba un poco a la sonrisa.

No crucé más palabras con él que las rigurosas del saludo; pero, por mi peón, que lo conocía, supe que, a pesar de sus años cansados, se dedicaba aún a su faena de alto riesgo y que gozaba reputación de arponeador habilísimo.

El otro cazador, mucho más joven que el primero, parecía su hijo o su sobrino.

Tenía con el baldado ese inconfundible aire de familia.

Era mozo fuerte, de tórax ancho y recia complexión.

No obstante, bajo su piel cobriza se delataba el palor de la malaria o de la anquiíostomiasis.

Pero, no mostraba huella visible de su trato con la fiera verde.

Su cuerpo se conservaba intacto.

Hasta entonces, por lo menos, los saurios lo habían respetado.


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8 págs. / 15 minutos / 1.667 visitas.

Publicado el 29 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Banda de Pueblo

José de la Cuadra


Cuento


Cornelio, joven de catorce años, ignoraba aún muchas cosas de la vida, como por ejemplo: el verdadero valor de un padre.

Eran nueve, en total: ocho hombres y un muchacho de catorce años. El muchacho se llamaba Cornelio Piedrahita y era hijo de Ramón Piedrahita, que golpeaba el bombo y sonaba los platos; Manuel Mendoza, soplaba el cornetín; José Mancay, el requinto; Segundo Alancay, el barítono; Esteban Pacheco, el bajo; Redentor Miranda, el trombón; Severo Mariscal, sacudía los palos sobre el cuero templado del redoblante; y, Nazario Moncada Vera chiflaba el zarzo. Cornelio Piedrahita no soplaba aparato alguno de viento, ni hacía estrépito musical ninguno; pero, en cambio, era quien llevaba la botella de mallorca, que los hombres se pasaban de boca en boca, como una pipa de paz, con recia asuididad, en todas las oportunidades posibles. Además, aunque contra su voluntad, el muchacho había de ayudar a conducir el armatoste instrumental del padre, cuando a éste, cada día con más frecuencia, lo vencían los accesos de su tos hética. Era, así, imprescindible, y formaba parte principalísima de la banda.

Por cierto que los músicos utilizaban al muchacho para los más variados menesteres; y, como él era de natural amable y servicial, cuando no lo atacaba el mal humor... prestábase de buena gana a los mandados.


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19 págs. / 34 minutos / 487 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Calor de Yunca

José de la Cuadra


Cuento


I

José Tiberíades se revolvió en el camastro, bajo el toldo de zaraza floreada cuyo cielo de ruan casi se le pegaba al rostro.

—¡Mama!

Respondió la vieja desde su tendido cochoso:

—¿Qué?

Contestó José Tiberíades con voz viva:

—Se me ha quitado el sueño.

—¡Ah!...

—Es la calor y los mosquitos.

—¿Se te han metido en la talanquera?

—No; es que zumban, mama... es que zumban... Y la calor... Estoy en pelotas, viera, mama... ¡Y la calor!

—Ahá.

Refugio, la hermana, que se acostaba en el mismo lecho que la mama, gritó:

—¡Dejen dormir!... La noche no se ha hecho para conversar.

Pero a poco José Tiberíades volvió a llamar:

—¡Mama!

—¿Qué?

—Me voy a levantar. No sé; me ahogo en el cuarto encerrado... Voy a echarme en la hamaca de la azotea... Allá corre viento.

—No vayas, mejor.

—¿Por qué?

—Hay luna. Andan las malas visiones.

—¿Y es cierto las malas visiones, mama?

—Sí: el difunto tu padre se topó una vez con una, ahí no más, al pie de los caimitales. Era un bulto blanco. Parecía una mujer. Lo llamaba, alzando el brazo.

—¿Y era mujer?

—Sí.

—¿Y quién era esa mujer, mama?

—La muerte.

—¡Ah!... Pero ¡oiga, mama! A mí no me asustan las malas visiones... Yo tengo calor, no más... ¡Viera, mama!... Un calor adentro... como si estuviera con fiebre... ¡Qué calor!... Allá afuera hará fresco... Cerraré los ojos para no ver las malas visiones... Y me meceré en la hamaca...

Se levantó José Tiberíades... Se puso los calzones, dejando al aire el busto. Salió.

—¡Muchacho necio! ¡Siquiera persígnate!

—Bueno.

Se persignó. Desde su lecho la vieja lo bendijo.

José Tiberíades se fue a la azotea.


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5 págs. / 9 minutos / 61 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Honorarios

José de la Cuadra


Cuento


—Pero, doctor, si ella no era virgen...

—Puede ser, señora; yo no pongo en duda, ¡oh no!, lo que usted asevera. Mas, el informe pericial...

—¡Qué informe pericial, doctor! Nadie me convencerá jamás de que el peluquero Suipanta, ¡mudo morlaco!, y el carnicero Martínez saben examinar eso. ¿Es que han estudiado anatomía...? ¿Es que...?

—Será lo que usted quiera, señora; pero, el comisario, en el severo ejercicio de las funciones de su noble cargo, procedió correctamente al nombrar empíricos para el rápido reconocimiento de la violada... El Código de Enjuiciamientos en Materia Criminal, en su artículo 72 —si la memoria no me es infiel—, faculta en casos como el que nos ocupa, cuando no hay profesionales en cinco kilómetros a la redonda... Verdad es que debió nombrar a mujeres... Pero, ocurre que las personas del sexo de usted, señora, con perdón suyo sea dicho, no se prestan para...

—Sí, sí, doctor. Comprendo. Acaso, somos más honorables.. ¡Ah, dispense!

—Crea usted que si no me alcanzara, como se me alcanza, cuál es su estado de ánimo, habría pensado que trata premeditadamente de ofenderme...

—Ya le pedí excusas. Vuelvo a pedírselas. En fin, doctor; yo no entiendo nada de nada... Con todo, pienso que el comisario debió buscar a otras personas, más calificadas, más expertas, que no a...


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5 págs. / 8 minutos / 368 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

El Hombre de Quien se Burló la Muerte

José de la Cuadra


Cuento


San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, era sin duda, un excelente narrador. Cuidadoso de sus frases, ducho en producir exactamente el efecto deseado, su crédito de ameno conversador lo merecía plenamente.

—Usted sólo tiene un rival en la Republica, coronel —decíale el ingeniero Savrales:— don Gabriel Pino y Roca.

Y en verdad, como el tradicionalista porteño, San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, unía, a sus cualidades de causar un profundo conocimiento de aquellas hermosas y doradas antiguallas cuyo evocar seduce tanto y tan poderosamente encanta.

Perteneciendo como pertenecía, si bien por ramas segundonas y acaso con barra de bastardía en el escudo —con el yelmo mirando a la siniestra, como él habría dicho,— a aquella notable y ya en la línea recta extinguida casa de San Feliú, cara al Ecuador, de cuya historia ilustró gloriosamente muchas páginas desde los días de la Colonia; hallábase en posesión de preciosos datos conservados por tradición en su familia.

Cuando estaba de buen humor, lo cual ocurría a menudo, sus amigos podíamos disfrutar del raro placer de ver pasar delante de nuestros ojos, como en una pantalla cinematográfica, ese Guayaquil que ya se nos fue, ese Guayaquil que se perdió para siempre en las oscuridades de lo pretérito; precisamente, ese Guayaquil romántico que alienta en los cuadros de Roura Oxandaberro, maestro de evocaciones.

La narración que ahora transcribo, no es, por cierto, de aquéllas sobre las cuales pesan siglos; y, así, no era de las que más agradaban a San Feliú; pero, en cambio, su intensidad de vida hace que, entre las que pienso reproducir

haciendo uso do la facultad que me concedió mi amigo poco antes de morir —San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, reposa bajo tierra desde hace más de un lustro,— sea ésta la escogida como la primera: la historia del hombre


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4 págs. / 8 minutos / 136 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Loto-en-Flor

José de la Cuadra


Cuento


Cuando el «San Esteban», bergantín de la matrícula de Guayaquil, echó anclas en aquel encantador y pequeñito —tan pequeñito como encantador— puerto peruano del norte, cuyo nombre no hace al caso; el capitán hízome ver la conveniencia de que tomara pasaje en otro barco, pues el «San Esteban» necesitaba urgentes reparaciones antes de tornar a hacerse a la mar, con lo cual se retardaría el viaje algo más de tres semanas.

La verdad, no me, era indispensable regresar en seguida a Guayaquil, y más bien deseoso de vivir la vida de aquella bonita población desconocida, determiné esperar a que el bergantín fuera reparado, y busqué alojamiento en el puerto.

A la postre lo hallé, no muy confortable por cierto, en un mesón cuyos propietarios —una pareja de japoneses— me cedieron una habitación y un sitio en su mesa a cambio de una cantidad muy oriental por lo fantásticamente elevada.

La comida era detestable; el cuarto, sucio; el celeste posadero se permitía llamarme, familiarmente “mono”; y, la patrona, en ratos de mal humor, me dirigía algunas frases en el idioma del dorado archipiélago, que no debían ser muy cariñosas precisamente.

Metido ya en la aventura, todo arrepentimiento holgaba. La línea peruana de vapores no reconocía, de modo oficial como si dijéramos, la existencia de aquel lindo puertecillo; y, de no resolverme a embarcar mi delicada humanidad en alguna grosera e incómoda chata que hubiera podido llevarme a Guayaquil, estaba condenado a esperarla completa restauración del «San Esteban», cuyo parrillaje iba camino de prolongarse aún.

De todas estas contrariedades me consoló tu dulce sonrisa nipona, Loto-en-flor...


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3 págs. / 5 minutos / 120 visitas.

Publicado el 5 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

El Desertor

José de la Cuadra


Cuento


Sol en el orto. Bellos tintes —ocre, mora, púrpura, cobalto,— ostentaba el cielo la mañana aquella. Y en medio de la pandemoniaca mezcla de colores, la bola roja del sol era como coágulo de sangre sobre carne lacerada.

La peonada se encaminaba a la labor, madrugadora y diligente. Eran quince los peones: encanecidos unos en el mismo trabajo rudo y anónimo; nuevos, otros, retoños del gran árbol secular que nutría de luengos tiempos a los dueños. Adelante, guía de la marcha, iba Prieto, el teniente.

¡Cuánta envidia causaba Prieto a los compañeros noveles! Veían en él al hombre afortunado, protegido de quién sabía cuál santo patrono, que se alzó desde la nada común hasta la cúspide de un grado militar: ¡Teniente!

—¡Mi tiniente! —decíanle a cada paso con unciosa reverencia, opino si se tratase de una majestad—. ¡Mi tiniente!

El lugar del trabajo —un potrero en resiembra—, caía lejos. Prieto avivaba con sus voces el andar cansino de los peones.

—¡Apurarse, pué! Nos va a cantar la pacharaca, de no.

Había un rebelde: Benito González. Se retrasaba siempre.

—Ya voy, tiniente. Un ratito no má. Es que la ñata me ha llamao.

El guía habíase encariñado con Benito. Era hasta su pariente. Pero, Prieto no sabía qué a ciencia cierta; porque, la verdad, no era precisamente su fuerte aquello de agnados y cognados.

En gracia al parentesco le guardaba a Benito más consideraciones. A los otros hubiérales soltado, acto seguido, una chabacanada; a él, lo aconsejaba.


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8 págs. / 15 minutos / 108 visitas.

Publicado el 11 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Sangre Expiatoria

José de la Cuadra


Cuento


I

La covacha pajiza se recostaba sobre la carretera, frente al río. El río era estrecho, pedregoso, todavía de cauce serrano. No tenía denominación fija; lo cual constituía una comodidad, pues cada propietario ribereño lo bautizaba conforme le venía en gana, y generalmente con el nombre de su fundo.

La covacha servía de paradero y hostal.

Su dueña, ña Macaria, era una negra guapetona y varonil, maciza de carnes y de líneas rotundas, quien entre los comarcanos gozaba fama de anafrodita. Según unos padecía de epilepsia. Según otros, estaba hechizada. Lo cierto es que sufría ataques espantosos, durante los cuales corría riesgo grave de morirse.

Ña Macaria conocía el peligro de su vida, y acaso esto le daba uno como desapego y ajenamiento de todo, que la hacían generosa y poco afecta a la ganancia material.

Rodeábala por ello una nutrida corte de paniaguados que la explotaban a su antojo y aun la gobernaban. Estos sujetos le atiborraban el cerebro de absurdos y le socaliñaban los dineros, so pretexto de curarla.

Ña Macaria no ofrecía resistencia. Era una presa mansa. Sin embargo, en ocasiones se rebelaba.

Gustaba de ser tratada consideradamente; como ella decía, que se guardaran las distancias.

Puntillosa en esto, consentía en lo demás.

Su mesa era apetecible. Poníanse a ella platos suculentos, confeccionados al estilo paisano, a base de carne, pescado y plátano. La leche circulaba a jarras. Las frutas se amontonaban en cerrillos pomposos.

De los huéspedes y comensales apenas si algunos eran de paga. La mayoría disfrutaba los beneficios gratuitamente.

La covacha era amplia. A su delantera tenía una galería larga que miraba al río y al camino. Sobre ella se abrían las habitaciones. Detrás quedaban la cocina enorme, los corrales y los potreros.


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5 págs. / 8 minutos / 95 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Disciplina

José de la Cuadra


Cuento


Un cuento negro esmeraldeño


La primera inexactitud que quitará méritos probables a esta narración, se refiere al nombre mismo del cabo Quiñónez. Mi informante abrigaba severas dudas sobre el particular. Según él, el cabo Quiñónez se llamaría Fulgencio, o quizás Prudencio. La mayor vacilación al respecto, radicaba en que nuestros buenos hermanos negros de la provincia de Esmeraldas, cerca de la raya de Colombia, pronuncian el castellano de una manera que puede calificarse, por lo menos, de original, y, generalmente, como mejor les da la gana y se lo permiten sus labios bocotudos.

Aún acerca de si se llamaba Quiñónez, o de otra suerte semejante, no existe una seguridad absoluta. Sin embargo, la abundancia que de Quiñónez hay entre la gente negra de Esmeraldas, concede un elevado porcentaje de verosimilitud a que tal fuera su apellido.

En fin: todo es oscuro en cuanto atañe a la identidad de este modestísimo cabo del ejército ecuatoriano, sobre quien ha tiempos recayera una sentencia del Tribunal de Guerra que lo condenó a la pena de reclusión mayor extraordinaria.

La sentencia hubo de cumplirla, entre los catorce y treinta años de su edad, en el Panóptico de Quito, pétreo edificó que se yergue, todavía, como un monumento a la sombría gloria de García Moreno.

Quiñónez entró al propio tiempo en la pubertad y en el cuartel.

Por entonces, la provincia de Esmeraldas era el escenario de uno de los más cruentos movimientos revolucionarios que hayan ensangrentado a la República: el que auspiciaba y dirigía el coronel Concha contra el gobierno del general Plaza.

Nutridos batallones seguían al jefe insurgente, cuyo prestigio bravío constituía el estandarte tras el cual se iban, incontenibles, los entusiasmos populares.


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6 págs. / 10 minutos / 76 visitas.

Publicado el 25 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Muerte Rebelde

José de la Cuadra


Cuento


I

KENT: ¡Rómpete,corazón; te lo suplico, rómpete!

—Shakespeare. “El Rey Lear”, acto V, escena final.


Don Ramón Manuel Lacunza estaba fundamentalmente hastiado de la vida y había resuelto morirse.

Entiéndase bien: morirse; no matarse.

Tenía veinticinco años de juventud; lo cual quiere decir, sin requilorios, que andaba por ahí cerca de los nueve lustros, no enteros del todo.

Y eran regordetes y acaudalados sus nueve lustros.

Había arrastrado su soltería —mil sucres de renta mensual,— por todos los lugares en que se brinda solaz a precios económicos, puertos ásperos del placer; pero, falto de una voluntad recia, de un ideal motor que lo empujara a superarse, no encontraba, prácticamente —y ahora peor que antes— cuál éra la razón de vivir.

—Ciertamente, los designios de Dios son inescrutables. No doy, por mucho que me exprimo, con el por qué hizo alentar en el barro humano, tan mal adobado después de todo, el ser ... ¿Cuál la finalidad?; ¿dónde el objetivo? ¿Para que se aburra uno como dizque se aburren las ostras...? ¡Puah!

Y acaso no escaseara razón a la sin razón que en su razón se hacía. De veras, don Ramón Manuel Lacunza, de navarra casta, ¿para qué la vida? Al menos, una vida como la suya, señor don Ramón, espejo fiel y singular modelo de tantos ramones, de tantos manueles, de tantos lacunzas como yo conozco...

Entre el querer morirse y el suprimirse voluntariamente, hay una distancia sólo comparable a las siderales. ¡Ah!, si todos los que desearan acabar pusiesen en práctica su deseo, os posible que el mundo estaría convertido, muchos siglos ha, en un sueño realizado de Malthus.


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6 págs. / 11 minutos / 317 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

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