Los Anteojos de Color
José Echegaray
Cuento
I
Don Trinidad de Aguirre ha muerto.
Esta noticia acaso no sorprenda a mis lectores, porque los lectores ya no se sorprenden de nada; pero debía sorprenderles.
Debía sorprenderles por varias razones. En primer lugar, porque ninguno de ellos habrá conocido al difunto, cuando todavía no era difunto. En segundo lugar, porque el suceso ha venido sobre todos nosotros con la rapidez del rayo, sin preparación de ningún género, sin un mal aviso de los periódicos, sin una papeleta de defunción siquiera: se nos dice que don Trinidad ha muerto, y no sabíamos que este don Trinidad existiese. Y en tercer lugar, porque la muerte de este señor ha sido de todo punto injustificada.
Con las entradas en y salidas de este mundo de lágrimas, sucede como con las entradas y salidas de los dramas: las hay que están más o menos justificadas, y las hay que no están justificadas de ninguna manera.
El mutis, digámoslo así, de don Trinidad, ha sido, pues, inesperado e injustificado.
Don Trinidad era joven, era rico, tenía figura simpática, talento natural, mucha ilustración, estaba para casarse con una chica preciosa y, sobre todo, gozó de una salud perfecta, hasta el momento de morirse, que esto no le sucede a todo el mundo.
¿Hay alguien que en estas condiciones se muera? Yo creo que no.
Pues, sin embargo, don Trinidad de Aguirre ha muerto.
Hace dos años viajó por Alemania; allá se estuvo unos meses y volvió del viaje como se fué: tan joven, tan rico, tan simpático, tan alegre y tan sano.
Pero en el mes de Noviembre del 96 tuvo un pequeño ataque a la vista.
Poca cosa, casi nada, enfermedad que no lo era, y que no tenía de serio más que el nombre, que no sé cuál fuese.
Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 168 visitas.
Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.