Primera época
Era el Prado de Madrid, por el año 1855, el mejor paseo de la villa,
por las tardes en invierno y por las noches en verano: una barandilla de
hierro, parecida a la del estanque del Retiro, separaba el paseo de
carruajes del llamado «París», faja estrecha donde el hormiguero
elegante lucía con monótona uniformidad la última moda, y las señoras
paseaban los abultados miriñaques.
En la parte ancha y central del salón, enarenada y lisa, dominaban la
chiquillería, las nodrizas y niñeras a los melancólicos y algunas
parejitas modestas que huían de la luz; y era grande el estruendo de los
muchachos con sus juegos, gritos, lloros y canciones: si en un lado se
oía:
Cucú, cantaba la rana,
cucú, debajo del agua...,
más lejos, cantaban otras niñas:
De los inquisidores
tengo licencia, sí,
para bailar el baile
que le llaman el chis:
el chis con el chis, chis...,
o esta disparatada seguidilla chamberga:
>Juanillo;
mira si corre el río;
si corre,
tira un canto a la torre;
si mana,
tira de la campana;
si toca,
es señal que está loca, etc., etc.,
mientras gritaban los muchachos:
—¡Atorigao! ¡Marro parao!
—¡Acoto la china! ¿Quién me la honra?
—Yo soy justicia.
—Yo ladrón.
Cansadas del «Sanseredí» y del «Alalimón, que se ha roto la fuente»,
por parecerles juegos de menores, dos niñas como de doce años salieron
de un corro, y con el atrevimiento de la inocencia se pusieron a seguir a
dos muchachos, que no pasarían de los catorce y paseaban gravemente
fumando cigarrillos de salvia. Enlazadas por la cintura, rozándose las
alas de los sombreros de paja para hablarse muy quedito, decía la más
linda de aquellas mujercitas de falda corta, pelo suelto y pantalones
largos fruncidos junto al ribete de puntilla:
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