Textos más vistos de José Fernández Bremón disponibles publicados el 1 de agosto de 2024 | pág. 5

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autor: José Fernández Bremón textos disponibles fecha: 01-08-2024


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Un Crimen en el Cielo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Colás el zapatero era viudo, pobre y estaba próximo a ser viejo: no es de extrañar que viviera solitario en su buhardilla, comiendo mal, cavilando mucho, saliendo a cazar muy de tarde en tarde por único ejercicio, y buscando sus recreos en los recuerdos, mientras machacaba la suela, punzaba con la lezna o untaba con la pez, o en alguna que otra ilusión que cruzaba por su frente: que las ilusiones con sus alas de oro entran también en las buhardillas y acarician a los pobres y a los viejos.

Había velado Colás hasta las altas horas de las noche para acabar un zapatito de señora, el cual iba adquiriendo entre sus manos forma tan delicada y elegante, que cada vez lo manejaba con más consideración y más cuidado. Cuando acabó de dar a su obra la última mano, la contempló con admiración; era perfecta.

Había empezado a examinar en ella la puntada, la suavidad del contrafuerte, la tirantez e igualdad de la plantilla y su adaptación justa a la horma: era crítica de zapatero. Después admiró la elegancia de la hechura, la morbidez y gracia de sus líneas; la admiraba como artista.

—No se puede hacer mejor —exclamó lleno de orgullo—, más diré: no se puede hacer otro igual: este zapatito no tiene par posible y ha de quedar descabalado.

Hasta entonces, en cada obra terminada sólo había considerado Colás la ganancia que le debía producir: en aquel momento experimentaba una emoción espiritual: la satisfacción del arquitecto al concluir una hermosa catedral, la sentía Colás contemplando su obra prima, como si hubiese puesto toda su inteligencia y todo su sentimiento en la confección de aquel zapato.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Un Cuento de Niños

José Fernández Bremón


Cuento


I

Nunca podré olvidar los destartalados buhardillones donde pasé parte de mi infancia: pocos pisos de Madrid conservan en su interior esos desahogos de las casas viejas. Subíase a ellos por una estrecha escalera, pero una vez dentro, ¡qué anchuras para correr, qué encrucijadas y rincones para jugar al escondite y qué pintoresco desnivel en las habitaciones y pasillos! El ama seca era la soberana en aquellas alturas, adonde rara vez llegaban las riñas de los abuelos, ni los rumores del mundo: era la libertad dentro de la clausura. Allí estaba la desahogada y blanca alcoba, de anchas ventanas y techo de bovedilla, donde dormíamos cuatro criaturas y las encargadas de cuidarnos: allí, obedeciendo a un plano que parecía trazado por un loco, había piezas de paso, escaleras ascendentes o descendentes, altas ventanas con rejas, otras de caballete, y boquetes redondos por donde alguna vez nos visitaban los murciélagos; desvanes y nichos para luces: por todas partes cuartitos abuhardillados: en el uno cacareaban las gallinas y sorprendíamos con admiración el secreto de la postura del huevo: en otro espiábamos el arrullar de las palomas que comían por turno, metiendo sus cabecitas blancas o cenicientas por las ventanillas del comedero para atracarse de algarrobas. Éramos felices en aquel paraíso de muchachos y de vez en cuando hacíamos descubrimientos importantes: ya desclavando un baúl viejo encontrábamos un sombrero de tres picos o una silla de montar; ya una cría de ratones en la caja, sin cuerdas, de un violín. Cuando empezaba a anochecer, nos replegábamos poco a poco huyendo de las sombras; cesaban las cabriolas y los gritos y sentados en un ruedo de la alcoba, formábamos un corro, y pedíamos un cuento, de aparecidos y gigantes, hadas con sus varitas de virtudes, lobos, brujas, hechiceros y diablos.


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Un Sermón Contra el Baile

José Fernández Bremón


Cuento


I

¡Con qué aire bailaban las muchachas y los mozos en un pueblo de la Mancha, a fines del siglo pasado, en una hermosa noche de verano de un día de labor! ¡Con qué gusto se aprovechaban de la ausencia del ecónomo don Gabriel Peñazo, cura rígido y setentón, que ejercía sobre ellos una dictadura moral, imponiéndoles el mayor recogimiento! El párroco había salido a cumplimentar al nuevo obispo de la diócesis a una población situada a unas diez leguas; y el sacristán organista señor López había sacado sillas y templado la guitarra para cantar algunas canciones alegres que se le pudrían en el cuerpo por respeto y temor al señor cura. A los primeros rasgueos de la vihuela, mozas y mozos acudieron como mariposas a la luz; luego se aproximaron con sus sillas las personas más formales, y de copla en copla y de tonadilla en tonadilla, se pasó de lleno a las manchegas; salieron las castañuelas al aire, y el baile rompió con toda la furia de la privación y el placer de lo prohibido. Sólo un grupo de viejos formaban círculo aparte murmurando de la fiesta, proponiéndose delatarla a don Gabriel, cuando regresase. El sacristán rasgueaba con entusiasmo, cantando seguidillas picantes; las bailadoras castañeteaban que era un gusto, y los mozos saltaban a compás, cuando una voz terrible dijo:

—¡Don Gabriel!

Se oyó un chillido de mujeres, contenido al instante; el baile se deshizo, dispersándose y desapareciendo bailarines y espectadores, tan deprisa, que en un momento quedó dueño de la plaza, casi desierta, un sacerdote alto, de figura imponente, cuyas negras vestiduras destacaba la luna sobre una tapia blanca.

Mientras el sacristán procuraba en vano ocultar con disimulo la guitarra, los viejos murmuradores se acercaron al señor cura, haciendo ceremoniosos saludos, y dijo el más locuaz:


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Venus Vengadora

José Fernández Bremón


Cuento


I

¡Qué tiempos tan lejanos! Homero no había cantado aún el retraimiento y la cólera de Aquiles. Los tímidos viajes de los marinos griegos bastaban para satisfacer las necesidades del lujo y de los cambios; guiados los pilotos por la estrella del norte y los agüeros, acudían a la isla de Citeres a venerar la playa donde la concha de Venus se detuvo; y descargaban de sus toscas navecillas la miel famosa del Hymeto, higos de Ítaca y de Córcira, armas de cobre forjadas en Chipre, vinos de Lesbos y de Chío, lanas de la Arcadia y pasas de Corinto. Los mercaderes fenicios, que arribaban en naves poderosas, ofrecían a las voluptuosas isleñas de Citeres tejidos de oro y plata, cigarras de oro para recoger en bucles el cabello; pedrería, bálsamos y quitasoles de marfil; y cargaban sus buques de esponjas y corales, púrpura, salazones y frutos de la isla. La pura luz de aquel cielo brillante permitía ver a lo lejos, por el mediodía de la isla, los perfiles de los montes de Creta, y por el norte, en la península vecina, la cima del Taigeto; mientras en el azulado mar que la ceñía, se encontraban y besaban las olas del mar Jónico y las olas del Egeo. Brillaban en los naranjos y limoneros los frutos de oro entre las hojas relucientes; reinaba el arrayán en los jardines dedicados a la diosa y los rosales embalsamaban el aire con su perfume predilecto; el cisne sagrado flotaba en los estanques y revoloteaban las palomas esperando ser uncidas al carro de su ama; devotos de todos sexos y edades venían de remotas tierras a ofrecer en el ara cestos de flores y ofrendas incruentas; y el aroma de esas flores, el piar de los pajarillos en los bosques, el arrullo de las palomas, las músicas y las invocaciones amorosas, todo decía a voces que allí tenía su templo y residencia favoritos la Venus citerea, la querida de Adonis, la madre de Cupido y de las Gracias.


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Vestir al Desnudo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Los periódicos madrileños publicaron una noticia de París que produjo gran satisfacción entre los calvos.


La industria de las pelucas y añadidos está herida de muerte: el químico Mr. De la Peausserie ha descubierto una pasta infalible para hacer crecer el pelo. La Memoria que presentó a la Academia de Ciencias es lacónica. «El fracaso —dice— de todos los ingredientes para remediar la calvicie tiene por causa principal el ser para uso externo, sin fijarse en que el cabello crece de dentro afuera: es como si un labrador cubriese de pieles la tierra y sembrara el trigo encima de la piel. Yo siembro el pelo dentro del cuerpo de que brota, introduciéndole con mis pastillas los elementos que componen el plasma cabelludo: una vez asimiladas las sustancias convenientes el plasma se produce y nace el pelo. Como entre los señores académicos abundan los que pueden comprobarlo, adjuntas varias cajas de pastillas y a la prueba me remito».


Ahora bien: hace siete días que empezaron los ensayos y en todas las calvas académicas ha empezado a nacer un vello sedoso que de día en día se va fortaleciendo.

II

Un mes después añadían nuestros corresponsales de París estos detalles:


El banquete dado por los académicos experimentadores a Mr. De la Posserí ha sido suntuoso. Aquellos hombres doctos ostentaban, en vez de sus antiguas pelucas, largas melenas propias. Cuando apareció el primero de los postres, que era un pastel cubierto de cabello de ángel, los sabios, conmovidos ante aquel símbolo, abrazaron y vitorearon a Mr. De la Posserí.

III

Treinta días más tarde todo había cambiado: extractemos un artículo francés:


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Besos y Bofetones

José Fernández Bremón


Cuento


Era noche de beneficio, y el teatro Español estaba lleno: en esas funciones se atiende, más que a la escena, a la concurrencia de palcos y butacas, y los diálogos de amor que se fingen en las tablas no interesan tanto como los que se cruzan en voz baja: eran muchos los distraídos que apenas se fijaban en la escena amorosa que representaban la dama y el galán. De pronto, el sonido de un beso, seguido de un bofetón, ambos a plena cara, hizo fijar todos los ojos en el escenario, donde la dama, puesta de pie y roja de vergüenza, miraba, indignada, al actor, que, no menos furioso y con la mano en el carrillo, que se hinchaba por momentos, lanzaba a su compañera miradas iracundas.

Como era muy conocida la comedia, comprendió el público al instante que aquello no estaba escrito en el papel, y que se había cometido una indignidad y había recibido su castigo: el galán habría dado un beso a la dama, sin respeto a su estado de casada y a la selecta concurrencia, recibiendo su merecida corrección.

El público todo, levantándose de los asientos, aplaudió calurosamente a la actriz, dirigiendo al ofensor palabras injuriosas. Una y otro saludaban y hacían señas incomprensibles, que no calmaron los ánimos, hasta que el actor, acobardado y rechazado, salió del escenario.

El telón seguía descorrido y la representación interrumpida; nadie sabía qué hacer, cuando el mismo empresario, para terminar el conflicto, se presentó en las tablas, reclamó silencio y lo obtuvo tan profundo... que todos pudieron oír el sonido de otro beso y de otro bofetón en una fila de butacas.

—¡Canalla! —dijo una voz femenina.

—¡Señora! ¡Si fuera usted hombre...!; pero, ¿tiene usted marido? ¿Tiene usted hermanos?

—¡Vámonos, mamá! —decía, llorando y tapándose la cara con el pañuelo, una señorita.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Jaula del Mundo

José Fernández Bremón


Cuento


Dijo la ortiga al clavel:

—Apártate, que tu olor es tan fuerte que marea.

—Ya quisiera apartarme de ti —respondió el clavel—, que tus pinchos me desgarran.

—¡Que yo pincho!

—¡Que yo mareo!

—Haya paz, vecinos —dijo un árbol ventrudo y corpulento—, hay que tener paciencia: habéis nacido el uno al lado del otro y debéis tolerar vuestros defectos y ayudaros en vez de destruiros. Tú, sobre todo, clavel, debes dar ejemplo de prudencia, porque no puedes negar lo fuerte de tu olor, que llega hasta las más altas de mis ramas; y aunque no me parece desagradable, puede molestar a la ortiga que está a tu lado.

—¿Y los pinchos de mi vecina no son nada? —replicó el clavel con acritud.

—Ésos no los veo.

—Pues yo los siento; y no puedes juzgar lo que desconoces.

—No exageres.

Y el árbol, en razonado discurso, demostró al clavel que siendo sus hojas en forma de puás, él debía ser el que pinchara, y no viéndose de cerca las espinas de la ortiga, tenía que ser insignificante la molestia que debían producir. En vano replicó el clavel que la misma sutileza y pequeñez de esos aguijones los hacía más penetrantes. Todas las plantas cercanas convinieron en que el clavel no tenía razón, por no estar demostrado lo principal: que tuviera pinchos la ortiga.

—Sí los tiene —dijo el césped.

—¿Qué sabes tú? ¡Arrapiezo! —respondió el árbol con majestad.

—Lo sé, porque cuando el viento tumba a la ortiga me los clava.

Las plantas murmuraron de indignación ante aquella falta de respeto.

—Vosotras juzgaréis, ¿qué digo?, habéis juzgado ya —repuso el árbol— entre la opinión de un árbol copudo y de mi talla, y el testimonio de una simple hierbecilla que se arrastra por el suelo.

—¡Sí! ¡Sí! —repitieron en coro los arbustos y las plantas.


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La Vista de los Ciegos

José Fernández Bremón


Cuento


En una habitación casi desamueblada, dos pordioseros de edad madura y ambos ciegos comían unas tajadas de bacalao y un pan grande, partido en dos pedazos desiguales. Aunque no necesitaban luz para cenar, la de un farol de gas, penetrando por una claraboya, hubiera permitido ver a otro cualquiera dos camas raquíticas tendidas en el suelo; la una compuesta de colchón, manta y almohada, y la otra sencilla, de un triste jergón: una guitarra colgada de un clavo y seis robustos báculos al lado de la cama principal, y el desamparo de la otra: el diferente tamaño y aun calidad de las raciones que engullían dejaban comprender que si a primera vista parecía reinar allí la igualdad de la miseria, la actitud altiva y humilde de uno y otro ciego demostraba que eran dos pobres de distinta posición.

Golpearon a la puerta y dijo el ciego que comía el bacalao con más espinas:

—¿Abro, mi amo?

—¿Abrir, dices? ¿Acaso tienes la llave? ¿Sabes quién llama y a qué viene?

—Los golpes redoblan.

—¡Calla!

—¡Tiburcio! ¡Tiburcio! —repetían desde fuera.

Sin duda Tiburcio conocía la voz, porque se dirigió a la puerta y dijo:

—¿Quién es?

—¿No conoces a tu amigo Roque?

—Oigo su voz; pero ¿vienes solo?

—Solo y muy solo; la nieve cubre el suelo y no me atrevo a ir hasta mi casa. ¿Quieres prestarme tu lazarillo? Pronto volverá, que vivo cerca.

Tiburcio se determinó a abrir a medias la puerta, dando paso a otro ciego que llevaba vihuela, báculo y zurrón.

—Entra —le dijo—, que hace frío.

—¿Para qué? —respondió Roque—. Me basta con que él salga.

—Entra, o cierro.

—Como quieras.

—¿No te sigue nadie, Roque?

Y Tiburcio, después de palpar a su amigo, sondeó el espacio con su palo, y cerró la puerta con llave.

—¡Cómo! ¿Cierras con llave y cerrojo?


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Los Microbios

José Fernández Bremón


Cuento


Me había acostado bajo la impresión que me produjo el folleto de mi amigo el señor Rodríguez Merino, La electricidad y el cólera. La idea de aplicar aquel fluido como preservativo para destruir con su uso diario los microbios de aquella enfermedad, apenas aparecen en el cuerpo humano, y el propósito de crear gabinetes de electrización a donde acudiéramos para formar cadena y recibir los chispazos de tal modo me preocuparon, que cuando me dormí tuve un sueño disparatado que voy a referir.

I

Los microbios, en ejércitos interminables y en orden de batalla estaban ante mí: unos tenían figura de letras o signos ortográficos, otros parecían troncos retorcidos, herramientas, reptiles, garfios y antiparras; iban los unos armados de mangas filtradoras de venenos; otros de taladros y ganzúas, de picos de águila y garras de león.

Parecían las visiones del Apocalipsis reducidas a la dimensión de puntas de alfileres, que esperaban el día terrible para ensancharse a su tamaño natural.

Hui, sin esperar su acometida.

II

Estaba en mi casa; se oían a lo lejos tiros, cornetazos, voces de mando y gritos subversivos.

—¿Qué motín es ése? —pregunté.

—Escuche usted las voces.

—Oigo vivas y mueras a los microbios.

—En efecto; la gente está dividida en dos partidos: sostienen unos que los microbios que tenemos en el cuerpo son los que conservan nuestra vida, y quieren que se les respete; los otros opinan que son la causa de todas las enfermedades, y piden que se les destruya.

—¿Y quienes tienen razón?

—Todavía no se sabe; los que peguen. ¿Oye usted? Han perdido la batalla los microbios. Bajemos a electrizarnos, para no ser sospechosos.

—¿Y cómo se electriza cada día tanta gente? ¿Formaremos cadenas?


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Tontos y Listos

José Fernández Bremón


Cuento


I

Éste era un lobo grandullón y fiero, que estaba muy orgulloso, y con razón, por haberse comido muchas ovejas, tres mastines, dos pastores y un teniente alcalde: se había casado con una loba tan fiera como él, y tenían seis cachorros que eran la esperanza de sus padres. La mala fama de aquella familia les aseguraba la independencia en la ladera de un monte, pues nadie osaba acercarse a su madriguera. Hembra y macho tenían tal astucia y olfato, que adivinaban los cepos a distancia, conocían la huella del hombre aun sobre la piedra y cazaban impunemente liebres, conejos, reses y personas.

Así hablaba un día el lobo padre a sus cachorros:

—Habéis venido al mundo para comer carne: cuando cacéis algún animal devoradlo hasta los huesos: lo que os quepa en el cuerpo no lo guardéis para mañana, por si otro se aprovecha de los restos.

»Cuando huyáis, no volváis la vista nunca, que en mirar hacia atrás se pierde mucho tiempo.

»Alejaos de todo lo que huela a hombre; es un animal dañino que mata desde lejos y aun estando ausente; pero cuando os juntéis muchos y él esté solo y descuidado, con las manos vacías y en la obscuridad, donde es ciego, entonces atacadle por la espalda, que es muy sabroso de comer.

»Engordad todo lo posible en el verano, porque siempre se enflaquece en el invierno.

»Todo animal es un almuerzo que se mueve y desaparece; no lo dejéis nunca escapar; si pasan dos a un tiempo, dirigíos al más gordo.

Los lobeznos escuchaban con respeto, y el más listo se abalanzó de repente al pescuezo de uno de sus hermanos, que aulló al sentirse atarazado.

—¿Qué haces? —dijo el lobo, separando con trabajo al agresor.

—Iba a almorzarme a mi hermano más gordito.


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