El nacimiento de la pulga
En los primeros tiempos, cuando toda la materia fue poco a poco condensándose y tomando forma, dijo Dios al Genio de la Tierra:
—Ha llegado el momento de poblar de vivientes tu planeta: convoca a
los espíritus creados para habitarla y que elijan cuerpo y manera de
vivir a su gusto. Y hágase.
El Genio bajó a la Tierra para obedecer sin discutir; pero muy
desconsolado, y pensando que aquel decreto iba a arruinar el planeta que
se le había confiado, decía con tristeza:
—¿Habré cometido alguna falta en la distribución de montañas y
llanuras, climas y paisajes, y curso y reglamento de las aguas? ¿Estarán
mal calculados los movimientos de la atmósfera? ¿Parecerán mezquinos
los árboles que yo creía tan gallardos, y las variedades que imaginaba
tan complicadas e ingeniosas de los minerales y las plantas? Bajo el
temor de haber desagradado, ahora me parece ruda y bárbara mi obra. ¡Qué
pálidos, escasos y pobres son los colores que ha combinado con las
vibraciones de la luz, y qué mal dispuestas me parecen las leyes del
sonido, de la gravedad y del calor! Los contornos de las montañas y la
forma de los continentes no tienen armonía y son extravagantes.
Y un pensamiento aún más terrible le hizo afligirse hasta el extremo.
—¿Habré revelado por torpeza el gran secreto del crear, que se me
ordenó poner de manifiesto claramente, pero de modo que resultase oculto
por su misma claridad? Grave ha sido mi error cuando se me manda
entregar la Tierra a esos espíritus inquietos e innumerables, para que
la estropeen con sus malos instintos, brutalidad, torpeza, orgullo y
condiciones destructoras y malignas. Es verdad que no todos son malos, y
los hay inofensivos y agradables... ¿Qué resultará?
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