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autor: José Fernández Bremón textos disponibles


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El Hijo del Sordomudo

José Fernández Bremón


Cuento


I

(Recorte de un periódico.)


El individuo que murió ayer arrollado por el salvavidas de un tranvía eléctrico llamábase don Juan Ruilópez; era sordomudo, de posición independiente, y habitaba en una propiedad aislada de Chamberí, sin más compañía, según creencia general, que sus perros: esto no era exacto: en el registro que hizo la Autoridad en la casa del difunto, se halló dormido en un felpudo un muchacho como de trece años, que al despertar ladró al Juzgado, y concluyó por lamer la mano a un guardia del orden público. En vano se hicieron preguntas al niño, porque no las entendía, y así lo manifestó, valiéndose del idioma de los mudos, aunque no lo es.

El caso no puede ser más raro: educado por un padre sordomudo que temía exponer a su hijo a los riesgos de la calle con sus bicicletas y tranvías, no salió nunca de casa, ni oyó la voz humana, sino en algún grito lejano y sin sentido. Comprende, pues, el castellano y se expresa en él por señas, pero no lo puede hablar ni entender de viva voz, y le extraña ver salir las palabras de la boca del hombre. En cambio, el haber vivido siempre rodeado de mastines le ha acostumbrado a manifestar sus impresiones a la manera de los perros, con tal propiedad, que al guardia, con quien ha intimado, se le escapó esta barbaridad al oír cómo ladraba:

—Ladra como un ángel.

En cambio, el niño Ruilópez, viendo que el secretario sacaba recado de escribir, tomó la pluma y trazó en buena letra esta respuesta, presentándola al juez que le había interrogado:

—No entiendo lo que ladras.

Para el desgraciado joven el ladrido es el lenguaje oral, y el castellano un idioma silencioso que se expresa por señas o por escrito nada más.


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4 págs. / 7 minutos / 7 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Sacrificio de Venus

José Fernández Bremón


Cuento


Al comenzar el siglo XVII, la calle que hoy se llama en Madrid del Ave María se llamaba calle del Barranco: aún a principios del siglo pasado existía en la de la Esperanza una imagen de Nuestra Señora de ese título, colocada por el venerable siervo de Dios fray Simón de Rojas, y que dio nombre a esa calle. Cuando aquel santo varón vino a Madrid, reinaba ya Felipe III y el lupanar que existía en el Barranco estaba convertido en la callejuela de la Rosa. Los vecinos del Barranco, en unión del virtuoso fundador de la congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María, pusieron bajo el patronato de la Virgen aquella calle, para hacerle perder su mala fama, colocando estampas del Ave María en sus puertas, e ingresando en la hermandad, en que era obligatorio a los cofrades decir Ave María setenta y dos veces diarias, y servirse de aquella salutación siempre que se encontraban. El venerable Rojas fue el autor de aquella reforma en las costumbres: todo Madrid, desde el Consejo de Castilla y el Ayuntamiento, hasta el pueblo que derribó las puertas de la Trinidad, para hacer reliquias con los hábitos del padre Rojas, el día de su muerte, le tuvieron por santo: y los vecinos del barrio del Ave María le consagraron una calle, que se llama de San Simón en honor suyo: es decir, le proclamaron santo ciento diez años antes de que Roma le declarase venerable: tuvo gran influencia el ilustre vallisoletano: su consejo pesó mucho en el ánimo de Felipe III para la expulsión de los moriscos, y en el reinado siguiente para impedir la boda de la hermana de Felipe IV con el príncipe de Gales, luego Carlos I, a quien sus vasallos cortaron la cabeza.


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Dominio público
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Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.

¡A la Hoguera!

José Fernández Bremón


Cuento


—Ven aquí, mariposa, que no quiero dormir por el gusto de alumbrarte —decía el gusano de luz—; son tus alas tan blancas como las hojas del jazmín, y tienen una franja de un color de fuego, que sólo lo he visto igual en el cielo y en tus alas. Mi luz cae sobre las hojas festoneadas de este clavel doble, para que te detengas y aspires su aroma y sorbas la miel que hay en sus venas. Ven, mariposa, y agita tus alitas sobre mí, y perfuma estas ramas con el polvillo de rosa que esparces al volar.

—¡Ja, ja! —respondió la mariposa—. ¡Vaya una luz la tuya!, mira hacia arriba y compara esas luces con tu pobre candileja.

—Ya lo sé: allí brillan las estrellas y luceros; pero están muy lejos y no podrías alcanzarlas.

—¿Y aquella flor de luz que hay en el jardín envuelta en un palacio transparente?

—Esa luz quema, es un farol de gas; no acerques a él tu cuerpo delicado.

—¿Quieres que me resigne a esta obscuridad? ¿No dices que soy linda?, ¿que tengo un traje hermoso? ¡Adiós!

—¿A dónde vas?

—A brillar un momento y desaparecer entre las llamas.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Conversaciones de Café

José Fernández Bremón


Cuentos, colección


El toreo y la grandeza

—¿Cree usted que está bien un grande de España toreando?

—Según y conforme. Si es buen torero lucirá y será muy aplaudido; si es malo...

—Prescindo del mérito y me refiero al hecho de torear.

—El toreo fue un ejercicio aristocrático, hasta que vino a España un rey que no entendía de toros, y los nobles se alejaron de la plaza por complacerle. Entonces el pueblo se apoderó del redondel; vinieron luego reyes aficionados a los toros, pero los nobles no sabían ya torear. Quizás por eso no son hoy populares. Dígame usted si el pueblo no adoraría hoy a la nobleza, si en ella se hubiese perpetuado el conocimiento y el arte del toreo.

—Pero ese oficio retribuido quita prestigio al que lo ejerce.

—Bueno; figurémonos que el duque de Medinaceli sale a matar en una fiesta real o de Beneficiencia; ¿deshonrará su casa por hacer lo que hicieron sus antepasados?

—Yo no sé... presenta usted las cosas de un modo que parece que tiene razón, y sin embargo, creo que no la tiene usted. Hoy es un oficio mal considerado; los que lo ejercen sufren los insultos del público.

—¿Cree usted que en las plazas antiguas no se silbaría y gritaría, y que diez o doce mil personas podrían estar en silencio ante los accidentes de la lidia, y el valor o torpeza de los caballeros?

—Pero no cobraban por sufrir esa crítica. Hoy es un oficio pagado.

—¿Y en qué puede haber deshonra para cobrar lo que se trabaja? ¿No cobraban en tierras los antiguos conquistadores sus hazañas? ¿No cobran todos los funcionarios sus servicios?

—Bueno: la desconsideración tendrá por motivo el dedicarse al toreo personas muy humildes.

—Sustitúyalas usted con los títulos más antiguos. ¿Qué podrá decirse de un oficio que ejercieron en España las familias más ilustres, y en el cual las ganancias se conquisten con la punta de la espada?


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 6 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Sueños Pesados

José Fernández Bremón


Cuentos, colección


Sueño I. El pantalón negro

Soñé que el baile se daba en mi obsequio y los convidados debían haber llegado casi todos, según la hora, y por la animación que se notaba desde la calle: yo caminaba de puntillas para no mancharme el calzado, y ya estaba cerca de la puerta, cuando caí en un barrizal: levanteme con precipitación, y de un salto me refugié en el portal, y vi mi pantalón negro convertido en gris. La escalera de mármol estaba cubierta de una alfombra clara e iluminada a todo gas: dos filas de lacayos con peluca hacían los honores a los convidados y al verme chorreando barro, retrocedí.

Era tarde: habían parado algunos coches de los cuales salían varias damas con sus trajes de baile. ¿Qué hacer? Me deslicé por un pasillo lateral, pero todas sus revueltas iban a dar en una puerta iluminada. Asomeme con precaución y vi una pieza de baño... Entré, cerré la puerta y me puse a lavar los pantalones, que recobraron su color negro en un instante. Cuando los estaba colgando para que se secasen oí la voz de la dueña de la casa que decía a sus amigas:

—Éste es mi cuarto de baño.

Sólo tuve tiempo de zambullirme en el baño y aguantar en su fondo la respiración. Entraron las señoras y vieron mi sombrero que flotaba sobre el agua.

—¡Un ahogado! Hay un ahogado en el baño —dijeron dando gritos—: ¡Luces! ¡Luces!

Hice un remolino con el agua y empecé a arrojarla sobre las señoras, que huyeron espantadas. Me eché al hombro los pantalones: trepé a la ventana y me tiré por ella, cayendo sobre un arbolillo del jardín. La sombra me ocultaba: pero los convidados paseaban por debajo muy cerca de mí.

—¡Apartarse, señoras, que van a encender! —decían algunos caballeros.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 7 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Bocetos

José Fernández Bremón


Cuentos, colección


La prima de dos mártires

Publio y su esposa Celsa, ciudadanos de Roma, aunque cristianos y piadosos, no tenían las virtudes y el carácter que en el siglo IV de la Iglesia conducían al desierto o al martirio. Admiraban a los correligionarios que repartían a los pobres sus haciendas para practicar la pobreza voluntaria, y no se consideraban con abnegación para imitarlos; socorrían en secreto a los perseguidos, y practicaban del mismo modo los sencillos ritos de la Iglesia primitiva, y les asombraba y espantaba aquel valor contagioso de las doncellas, los niños y los ancianos, que confesaban en público sus creencias en aquellos tiempos en que costaba el declararse cristianos sufrir una verdadera pasión y morir crucificados o a saetazos, ser lanzados al fuego o perecer en el circo desgarrados por los tigres.

Algo disculpaba la tibieza relativa de Publio y Celsa: el amor de padres: ¡era tan hermosa y cándida Virginia, su hija única! Pero no menos jóvenes y hermosas habían sido sus primas Julia y Marciana, y fueron arrojadas al Tíber, dentro de un saco lleno de culebras, por no hacer sacrificios a la diosa Juno. Publio y Celsa recordaban con terror aquel episodio sublime y doloroso, y el valor indomable de aquellas niñas delicadas, que con sus respuestas irritaron a los jueces, y con su resignación y belleza hicieron llorar a los verdugos. ¿Qué sería de los padres de Virginia si un día llamaran a sus puertas los satélites de Diocleciano para conducir a la presencia del emperador aquella niña de dieciséis años, de ojos tristes y cara angelical, acostumbrada al recogimiento de la casa de sus padres? Aquella idea les sobrecogía y angustiaba. Vivían en una época de terror y crueldades. Además, su sobresalto tenía fundamento.


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12 págs. / 22 minutos / 6 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Cuentos

José Fernández Bremón


Cuentos, colección


Un crimen científico

Á mi querido tío
D. José María Bremon


Permite que tu nombre respetable figure en las primeras páginas del libro en que colecciono estos cuentos, dispersos hasta ahora en los periódicos. En tu casa, siendo niño y huérfano, hizo á hurtadillas mi pluma sus cándidos ensayos. En tu librería, que forcé muchas veces para leen las obras que ocultabas á mi prematura curiosidad, está el gérmen de estos cuentos: en la consideracion y prestigio que te habian conquistado tus trabajos literarios y políticos fundaba mis aspiraciones á distinguirme, que no se han realizado: es evidente que hay en este libro y en cuanto escriba algo que te pertenece, y debes restituirte tu agradecido y respetuoso sobrino,


Pepe.

Primera parte

I

Los vecinos de un pueblo de Castilla cargaban de grano sus carretas y sacaban á la plaza sus ganados para conducirlos á la feria: los que nada tenian que vender, ayudaban cargar, ó formaban corrillos bulliciosos. A la puerta de una de las casas habia un carro tan repleto de trigo, que los sacos parecian una especie de montaña: cuatro robustas mulas uncidas esperaban en traje de camino, es decir, llevaban al costado sus raciones en los correspondientes talegos, como llevamos nuestras carteras de viaje. El carro, el atalaje y el ganado indicaban en sus dueños desahogo y abundancia: sin embargo de eso, una mujer jóven, con el rostro inquieto y la voz conmovida, decia á un fornido labrador que, látigo en mano, se disponia á arrear á las caballerías.

—¡Por Dios, Tomás! No juegues en la feria: llevas todo lo que nos queda, y si lo pierdes, tendrémos que empeñar hasta los ojos.

—Lucía, no tengas cuidado; respondió el buen mozo mirando con cariño á su mujer: pasado mañana estaré de vuelta con el carro vacío y la bolsa bien provista: estoy desengañado, y, ademas, te he prometido no jugar.


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221 págs. / 6 horas, 27 minutos / 87 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Último Mono

José Fernández Bremón


Cuento


Recuerdos de un viaje a Oriente, tomados del álbum de un tourista. Conversación con el doctor Osford.


—¿Cree usted —dije al doctor mientras tomábamos el té en su casa— que el medio en que se vive modifica el organismo?

—A la vista tenemos un ejemplo: desde que en el siglo pasado se estableció aquí el doctor que fundó esta casa, quiso hacer un experimento que se ha seguido por la tradición de la familia. Compró a un titiritero dos orangutanes amaestrados, macho y hembra, que servían a la mesa, comían como personas y hacían otras muchas habilidades; los puso en una alcoba, los sentaba a su mesa, los castigaba cuando se dejaban llevar de sus instintos, y se propuso educarlos como personas, mandando a sus descendientes que hiciesen lo propio con las crías de los monos, anotando en un registro las vicisitudes del experimento.

—¿Y se conservan esos apuntes?

—Yo he escrito sus últimas páginas, que son interesantes: es un archivo de observaciones que se disputarán algún día los archiveros principales del mundo.

—¿Y han continuado hasta hoy las generaciones de los orangutanes?

—Aún subsiste uno, y se conservan en el museo que luego enseñaré a usted las descendencias momificadas de todas las crías sucesivas. Verá usted allí las modificaciones del tipo primitivo, merced a la cultura que los monos recibieron, progresando siempre en la vida de familia que hicieron todos a fuerza de constancia.

—¿Puede darme usted algunos datos?


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 6 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Fuente de Apolo

José Fernández Bremón


Cuento


Primera época

Era el Prado de Madrid, por el año 1855, el mejor paseo de la villa, por las tardes en invierno y por las noches en verano: una barandilla de hierro, parecida a la del estanque del Retiro, separaba el paseo de carruajes del llamado «París», faja estrecha donde el hormiguero elegante lucía con monótona uniformidad la última moda, y las señoras paseaban los abultados miriñaques.

En la parte ancha y central del salón, enarenada y lisa, dominaban la chiquillería, las nodrizas y niñeras a los melancólicos y algunas parejitas modestas que huían de la luz; y era grande el estruendo de los muchachos con sus juegos, gritos, lloros y canciones: si en un lado se oía:


Cucú, cantaba la rana,
cucú, debajo del agua...,


más lejos, cantaban otras niñas:


De los inquisidores
tengo licencia, sí,
para bailar el baile
que le llaman el chis:
el chis con el chis, chis...,


o esta disparatada seguidilla chamberga:

>Juanillo;
mira si corre el río;
si corre,
tira un canto a la torre;
si mana,
tira de la campana;
si toca,
es señal que está loca, etc., etc.,


mientras gritaban los muchachos:

—¡Atorigao! ¡Marro parao!

—¡Acoto la china! ¿Quién me la honra?

—Yo soy justicia.

—Yo ladrón.

Cansadas del «Sanseredí» y del «Alalimón, que se ha roto la fuente», por parecerles juegos de menores, dos niñas como de doce años salieron de un corro, y con el atrevimiento de la inocencia se pusieron a seguir a dos muchachos, que no pasarían de los catorce y paseaban gravemente fumando cigarrillos de salvia. Enlazadas por la cintura, rozándose las alas de los sombreros de paja para hablarse muy quedito, decía la más linda de aquellas mujercitas de falda corta, pelo suelto y pantalones largos fruncidos junto al ribete de puntilla:


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 7 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Cadena Perpetua

José Fernández Bremón


Cuento


Apenas me había quedado dormido, me encontré sujeto en una especie de cepo: había caído en una trampa como un lobo. Una vieja flacucha y acartonada corrió a mí, y dijo sin desatar mis ligaduras:

—Eres mío.

—Está bien —repuse—: soy tu prisionero.

—No lo creas: ésta es una trampa de cazar maridos, y te he cazado yo.

—Señora, ¡misericordia!

—No hay piedad: te tengo amarrado de pies y manos: toma el beso nupcial.

Y estampó sus labios de lija en mis carrillos, dejándolos escocidos.

—Señora... —repuse—, prefiero la pena de muerte.

—Está abolida en este país: tendrás la inmediata.

—Sea.

—Quedas condenado a cadena perpetua.

La vieja dio un silbido; dos hombres forzudos me colocaron una cadena en el pie izquierdo, sacándome del cepo. Luego lanzaron una carcajada, y se alejaron. Habían sujetado el pie de la vieja al otro extremo de mi cadena. Estábamos amarrados para siempre.

Di un tirón; cayó al suelo mi pareja, y hui arrastrándola por un pedregal. ¡Qué noche tan terrible! Yo corría y corría, y mi pie izquierdo se lastimaba con el peso de la cadena y de la vieja, que lanzaba aullidos y se agarraba a las rocas y a los árboles para detenerme y morderme los tobillos.

Cuando desperté, estaba mi pie hinchado y dolorido; me había dormido en el sillón al descalzarme, y tenía puesto en el pie izquierdo una botina nueva.


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1 pág. / 1 minuto / 5 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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