Textos más populares esta semana de José Fernández Bremón publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 1 de agosto de 2024 | pág. 3

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autor: José Fernández Bremón editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 01-08-2024


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Sor Andrea y fray Andrés

José Fernández Bremón


Cuento


A los que juzguen inverosímil este cuento, les diremos que es histórico el hecho fisiológico en que se funda. Jerónimo de Quintana lo consigna en su Antigüedad, nobleza y grandeza de Madrid, bajo la fe de Gonzalo Fernández de Oviedo, que conoció y trató al protagonista: éste tuvo en realidad el nombre que le damos, y nació en la casa solariega de sus padres en la plaza Mayor, parroquia de San Ginés. Sólo nos hemos permitido imaginar la forma en que aquellos sucesos debieron ocurrir y las emociones que sin duda ocasionaron.

I

El caballero Rui Sánchez del Monte y Heredia estaba muy contento: había recibido una carta de su hijo el capitán Pedro del Monte, que había salido ileso en las batallas que acababa de dar el César Carlos V; venía de ver comenzar la fabricación de la capilla que edificaba en la iglesia de San Miguel para enterramiento de los suyos; sus hijos Alonso y Rui le ayudaban a quitarse el abrigo de pieles; su hija Juana le besaba la mano con respeto, y su mujer, doña Flor, le sonreía. Además traía una buena noticia, de carácter reservado.

—Gracias, gracias, hijos —dijo entregándoles la espada y quitándose la gorra—, dejadnos un momento que luego os llamaremos.

Y sentándose en una silla de cuero al lado de su esposa, exclamó alegremente:

—Vengo de la Morería y he encontrado lo que necesitaba. Una morisca se compromete a extirpar el pícaro bigote y la barba de nuestra pobre monjita y dejar su cara limpia como antes.

—¿Y no teméis que emplee sortilegios?

—No: es un procedimiento natural; los moros son muy diestros en ese arte, porque sus prácticas lo exigen.

—¿Y permitirá la priora que entre la morisca en el convento para quitar a nuestra hija Andrea ese defecto?


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Un Cuento de Niños

José Fernández Bremón


Cuento


I

Nunca podré olvidar los destartalados buhardillones donde pasé parte de mi infancia: pocos pisos de Madrid conservan en su interior esos desahogos de las casas viejas. Subíase a ellos por una estrecha escalera, pero una vez dentro, ¡qué anchuras para correr, qué encrucijadas y rincones para jugar al escondite y qué pintoresco desnivel en las habitaciones y pasillos! El ama seca era la soberana en aquellas alturas, adonde rara vez llegaban las riñas de los abuelos, ni los rumores del mundo: era la libertad dentro de la clausura. Allí estaba la desahogada y blanca alcoba, de anchas ventanas y techo de bovedilla, donde dormíamos cuatro criaturas y las encargadas de cuidarnos: allí, obedeciendo a un plano que parecía trazado por un loco, había piezas de paso, escaleras ascendentes o descendentes, altas ventanas con rejas, otras de caballete, y boquetes redondos por donde alguna vez nos visitaban los murciélagos; desvanes y nichos para luces: por todas partes cuartitos abuhardillados: en el uno cacareaban las gallinas y sorprendíamos con admiración el secreto de la postura del huevo: en otro espiábamos el arrullar de las palomas que comían por turno, metiendo sus cabecitas blancas o cenicientas por las ventanillas del comedero para atracarse de algarrobas. Éramos felices en aquel paraíso de muchachos y de vez en cuando hacíamos descubrimientos importantes: ya desclavando un baúl viejo encontrábamos un sombrero de tres picos o una silla de montar; ya una cría de ratones en la caja, sin cuerdas, de un violín. Cuando empezaba a anochecer, nos replegábamos poco a poco huyendo de las sombras; cesaban las cabriolas y los gritos y sentados en un ruedo de la alcoba, formábamos un corro, y pedíamos un cuento, de aparecidos y gigantes, hadas con sus varitas de virtudes, lobos, brujas, hechiceros y diablos.


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El Eclipse

José Fernández Bremón


Cuento


I

El campamento estaba atrincherado para evitar una sorpresa, y en el centro la tienda del capitán Jorge Robledo, enviado en 1539 por el marqués don Francisco Pizarro, para fundar y poblar ciudades en los llanos que se extienden por delante de Cali. Los caballos, bajo un cobertizo improvisado, estaban mejor alojados que la gente, por calcularse en aquellas expediciones de la India Occidental la utilidad de un caballo por la de cinco o seis españoles, así como un español valía por veinte o treinta indios. Los oficiales formaban corro junto a la tienda del jefe, y los soldados, con trajes de la más pintoresca variedad, sentados o tendidos en el suelo, charlaban en grupos mientras hervían en las marmitas los fríjoles cocidos con tocino, y se tostaban en piedras calientes las tortas de maíz que habían de cenar. Algunos, los menos, llevaban armadura completa de labor italiana; otros cubrían su cabeza con antiguo y enmohecido capacete y el pecho con un peto de cuero, y no faltaba quien lucía en aquellas soledades alto sombrero con plumas y capa ??? de cenefa de colores y una cota de malla por debajo; la irregularidad y diversidad de las armas formaba juego con la falta de simetría de los trajes. Algunos indios cuidaban y sazonaban los manjares, mientras los más de ellos, fatigados con el trabajo de la jornada, dormían entre los fardos que constituían su carga, arropados con sus mantas de algodón.

Un veterano de los más derrotados decía en un grupo de jóvenes:


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La Buenaventura

José Fernández Bremón


Cuento


I

Todo lo que ha ganado Madrid en limpieza, comodidades y extensión en el último medio siglo lo ha perdido en carácter. Ya no se ven por las calles de Alcalá, Segovia y Toledo ni las sillas de posta, ni las galeras, ni los pintorescos calesines, ni los variados trajes que distinguían al catalán del andaluz y al maragato del manchego; nadie recuerda al buñolero que vendía su mercancía enristrada en una caña; ni al pobre de San Bernardino, mecha en mano, ofreciendo fuego a los fumadores y recogiendo la limosna en un cepillo de hoja de lata; ni apenas hay idea del arroyo, o sea el declive central o lecho para que corriesen las aguas pluviales por en medio de las calles; ni del ruido de los chaparrones cuando caían de todos los tejados gruesos caños de agua que retumbaban en la bóveda del paraguas; ni de la sucia servidumbre que convertía los portales en desahogo de los transeúntes; ni de las mulas que llevaban pendientes de unos garfios la carne descuartizada para distribuirla en las tablajerías. Entonces los serenos tenían que hacer prueba de su voz para obtener su plaza y cantar las horas de la noche, cruzar con la escalera al hombro y la cesta en lo alto de ella, con los paños de limpiar y la alcuza del aceite. Entonces hacían la compra de las casas los aguadores, que vestían montera y traje corto, y quisiéramos para los políticos más probos su fama de honradez, que compartían con los mozos de aduana, conocidos por su robustez, su chapa y su sombrero de anchas alas. Era la época de las trabillas, y la milicia nacional, el telégrafo de torre, la ronda de capa, las jaranas y el Diccionario de Madoz. En donde está hoy el palacio del marqués de Linares había un edificio mezquino y redondo dedicado a pósito de trigo; lo que hoy es barrio de Salamanca era una sucesión de campos de cebada; la Puerta del Sol era más que plaza una encrucijada de calles de forma irregular.


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El Desacato

José Fernández Bremón


Cuento


I

Entrando en el Retiro por la plaza de la Independencia, me senté poco antes del anochecer en un banco de piedra, para ver el desfile de las gentes; a mi lado estaba un viejo con los anteojos tan obscuros como los que se usan en los eclipses.

Los primeros que se retiraron del paseo fueron los niños con sus ayas, nodrizas y niñeras, vestidos de marineros o en pernetas los varones, y ellas con anchos sombreros y toneletes o capotas de paja y trajes largos como unas mujercitas; iban saltando y corriendo, cayendo y levantándose, riendo o echando lagrimones. Era la generación del siglo próximo, bulliciosa e inconsciente del papel que desempeñará en el mundo dentro de veinte años, cuando en vez de saltar en la comba, salten por encima de la moral y de las leyes, y en vez de jugar al escondite, jueguen a la Bolsa y se jueguen la cabeza.

Pasaron luego las personas graves que huyen de la humedad y el reumatismo; las niñas y viudas casaderas, y las casadas aspirantes a viudez; los solitarios meditabundos, los jardineros y los guardas.

La luz iba faltando; las caras se desvanecían y se apagaban los colores de los trajes; después sólo pasaban bultos cenicientos, luego sombras, después oí pisadas, pero nada se veía. Un murciélago me dio un abanicazo con sus alas como para despedirme del Retiro, y empezó la sinfonía de la noche.

—El espectáculo de hoy se ha acabado —dije levantándome—, buenas noches.

—Ahora es cuando empieza el espectáculo —respondió el viejo, lanzándome dos miradas luminosas que me parecieron las de un gato.

—No entiendo, caballero.

—¿Cree usted que todo lo que ocurre en este mundo no deja vaciados, sombras, ecos y reflejos que vibran y se reproducen en el infinito?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Certamen de Inventores

José Fernández Bremón


Cuento


Jamque adeo donati omnes...
(Eneida, Liv. V.)


El Tribunal, que debía adjudicar el premio al invento más útil, y todos los oyentes, escuchábamos con asombro la explicación de un descubrimiento extraordinario.

—Voy a concluir, señores —decía Sapiens, el inventor—. Los cerebros de los contemporáneos más ilustres se conservan rotulados en mis frascos y si he profanado sepulturas, he descubierto y poseo en toda su energía, o atunuado en cultivos de diferentes graduaciones, el microbio de esa enfermedad que llaman henio. Gracias a mis inyecciones, brillan en el mundo algunos imbéciles de nacimiento, sometidos por sus padres a mi régimen, Porque, señores, pocos hombres han creído necesaria para sí la inoculiación de mi bacilo: he ofrecido bacterias del cerebro de Bismarck a nuestros políticos, de Víctor Hugo y Zorrilla a los aprendices de poeta, y de Moltke a nuestros generales más obscuros, y las han rehusado con desdén. Sólo algunos músicos de murga han adquirido microbios atenuadísimos de Wagner, y me han aturdido a tompetazos; la sublimidad en música tiene manifestaciones formidables. Únicamente he transmitido el bacilo del genio militar a un sacerdote, y el del genio poético a un prestamista: el primero está enseñando la estrategia a una comunidad de capuchinas, y el segundo está versificando la ley hipotecaria.

Sapiens saludó modestamente, y hubo un murmullo de aprobación que ahogaron los otros inventores. Uno de éstos, el licenciado Muceta, le interrogó con ademanes descompuestos:

—¿No afirmas que el genio es una enfermedad?

—Así lo aseguran autores afamados.

—¿Y quieres reproducirla, miserable, cuando se ha extinguido felizmente, en España, hace ya tiempo?

—La administro en cultivos atenuados.

—Sapiens, explica tu sistema.


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Carta de un Ladrón

José Fernández Bremón


Cuento


He recibido por el correo una carta extraña firmada por Un ladrón. Suprimo de ella los cumplimientos, el preámbulo, y las palabras ociosas. Se queja de que su clase no tenga periódico, ni club, ni medios de manifestar sus aspiraciones, y me elige como intermediario para dar publicidad a sus ideas, por constarle que no tengo quejas ni miedo de los ladrones.

«Usted sólo posee algunos libros, y no quitamos eso, dejándolo para que lo roben las personas honradas. Crea usted —escribe el ladrón— que no robamos ideas, inéditas ni impresas. Siempre hemos respetado la guardilla del escritor: éste sólo tiene en vida y en muerte dos enemigos: los bibliófilos y los ratones. ¿Qué inconveniente puede usted tener en prestarnos el servicio que reclamo?».

Justificada mi neutralidad e intervención, trascribo la carta sin comentarios.


La justicia nos persigue, y hoy que todos hablan, sólo a nosotros se nos niega la palabra: todo se defiende menos el robo, con el nimio pretexto de estar penado por la ley. ¿Acaso lo estuvo y lo estará siempre? Somos ilegales, es verdad, pero aspiramos a no serlo. ¿Cómo podremos ocupar algún día el Gobierno y practicar nuestros ideales, si no se nos facilitan los medios para ello?


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El Gremio de Verdugos

José Fernández Bremón


Cuento


Se convoca a los ejecutores de la justicia, sus ayudantes y los que aspiren a tan honrosa profesión, para defender los intereses de la clase: sólo podrán hablar los asociados, etc., etc.


El teatro estaba lleno de curiosos atraídos por el anuncio; y como vacaba una plaza de verdugo, los socios inscritos llenaban el salón: había, entre los pretendientes al destino, doctores, arqueólogos, boleros, ex gobernadores, obreros no asociados, cómicos sin contrata, amoladores sin piedra y una señorita.

El presidente invitó a los asociados a esclarecer y dar contestación a la pregunta primera.

¿Qué medios deben adoptarse para honrar la menospreciada profesión de los ejecutores de la justicia?

—Señores —dijo un letrado macilento—: las preocupaciones del vulgo, que han alejado a mis clientes propalando que infundo mal de ojo, han tachado asimismo de vil una función grave del poder judicial. La ley que impone pena de muerte es la manifestación más alta de la soberanía nacional; el tribunal que la aplica ejerce el más tremendo de los ministerios, pero todo sería papel escrito sin el funcionario que lo cumple. En éste reside el poder ejecutivo. El que asume todas las realidades de la ley y la sentencia es el verdugo. Es el sacrificador y el sacerdote de la ley: si otro que él matase al sentenciado a morir, sería culpable de homicidio, porque es el único que tiene el privilegio de retorcer el pescuezo a un rival, acaso a un acreedor, tal vez a su casero. Y con tales atribucines ¿no es venerado de las gentes?

(Murmullos de aprobación.)


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La Mata de Pelo

José Fernández Bremón


Cuento


I

El labrador y su mujer dormitaban en dos escaños, y la madre de ésta, vieja de ochenta años, a quien llamaban la abuela Prisca, hilaba en un rincón.

—Madre —dijo la labradora a la anciana—, ya es hora de recogerse; mi marido y yo la llevaremos a la cama.

—Sí —respondió la vieja con voz cascada—, que mañana es domingo y debéis aprovechar esta noche de descanso. ¡Ay, mis huesos!... llevadme con cuidado... Pobre de mí, baldada de medio cuerpo; ya sólo sirvo de estorbo en este mundo.

El labrador y su mujer consolaron a la abuela Prisca, dejándola acostada en su cuarto, el mejor de la casa, y le besaron la mano con respeto, que eran cristianos viejos, y la abuela era la más anciana del hogar de Lozoyuela. Después se asomaron de puntillas a la habitación de su hija Tomasita, pimpollo de dieciséis años, y se retiraron despacio y sonriendo, al ver a su hija tan hermosa y tan dormida; luego se recogieron a su vez.

Pero Tomasita no dormía; saltó en silencio de la cama; esperó a que roncaran sus padres, y convencida de que no se sentía ruido en el cuarto de su abuela, desatrancó con mucho tiento la puerta de la calle, la cerró con cuidado, y golpeó con los nudillos en la ventana de una casa vecina. Poco después entraba en una especie de choza, donde una vieja, poco menor que su abuelita, pero sana y hombruna, con un candil en la mano, dijo a la chica alegremente:

—Bien, Masita, veo que quieres ir al baile.

—No, señá Trébedes; tengo mucho miedo.

—¿Acaso irás sola? ¿No te llevo a la grupa de mi escoba? ¿Crees que nos faltará acompañamiento?

—Es que he oído contar cosas muy feas de esa fiesta; dicen que hay un macho cabrío y danzan muchas viejas andrajosas.


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Un Crimen en el Cielo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Colás el zapatero era viudo, pobre y estaba próximo a ser viejo: no es de extrañar que viviera solitario en su buhardilla, comiendo mal, cavilando mucho, saliendo a cazar muy de tarde en tarde por único ejercicio, y buscando sus recreos en los recuerdos, mientras machacaba la suela, punzaba con la lezna o untaba con la pez, o en alguna que otra ilusión que cruzaba por su frente: que las ilusiones con sus alas de oro entran también en las buhardillas y acarician a los pobres y a los viejos.

Había velado Colás hasta las altas horas de las noche para acabar un zapatito de señora, el cual iba adquiriendo entre sus manos forma tan delicada y elegante, que cada vez lo manejaba con más consideración y más cuidado. Cuando acabó de dar a su obra la última mano, la contempló con admiración; era perfecta.

Había empezado a examinar en ella la puntada, la suavidad del contrafuerte, la tirantez e igualdad de la plantilla y su adaptación justa a la horma: era crítica de zapatero. Después admiró la elegancia de la hechura, la morbidez y gracia de sus líneas; la admiraba como artista.

—No se puede hacer mejor —exclamó lleno de orgullo—, más diré: no se puede hacer otro igual: este zapatito no tiene par posible y ha de quedar descabalado.

Hasta entonces, en cada obra terminada sólo había considerado Colás la ganancia que le debía producir: en aquel momento experimentaba una emoción espiritual: la satisfacción del arquitecto al concluir una hermosa catedral, la sentía Colás contemplando su obra prima, como si hubiese puesto toda su inteligencia y todo su sentimiento en la confección de aquel zapato.


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