—¿Por qué sonreías al dormir? Antonio: me ha dado lástima despertarte.
—¡Qué mujer! —dijo mi amigo restregándose los ojos—. Ya no la veré
más, ni encontraré en este mundo otra semejante. Cuando interrumpiste mi
sueño era rubia y de ojos grandes y azules.
—¿Cómo? ¿Variaba de tipo la mujer con quien soñabas?
—Sí; tomaba la forma y el carácter que deseaba mi capricho: si se me
antojaba una gitana de ojos negros, ella era la gitana que yo apetecía:
blanca, morena, alta, baja, delgada o corpulenta, sumisa, varonil, seria
o alegre; tenía alternativamente todas las apariencias de mis deseos
variables, siendo siempre la misma. ¡Oh! Te aseguro que le hubiera sido
fiel.
—Has sufrido una gran pérdida. Pero entre tantos tipos, ¿cuál era el suyo verdadero?
—No lo sé.
—¿Le hiciste tomar muchas apariencias?
—Sí.
—Permíteme una observación: eso no era una mujer, sino un harem. Con
ella hubiera sido monógamo el mismo Salomón. Tu fidelidad no tendría
mérito. Salomón fue fiel a sus setecientas mujeres y trescientas
concubinas.
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