Descolgábase del árbol una oruga sujeta al hilo que iba formando
trabajosamente con su baba. Pero el viento, encorvando la delgada hebra,
arrastraba al insecto por el aire, jugando con él y columpiándolo.
—¡Qué he hecho! —decía la pobre oruga quejándose de su suerte—. Quise
descender al suelo y me remonto hacia las nubes, y mi cuerpo está a
merced del primer pájaro hambriento que me vea. Vuelo sin alas, y cuanto
más hilo saco más me elevo.
El insecto ascendía como sube una cometa mientras no se agota su bramante.
Así pasaron largas horas, hasta que el viento se calmó, y la oruga,
cansada y dolorida, pudo ganar la tierra y refrescar y extender su
cuerpo en una hierba.
—¡No eres poco delicada! —dijo otra oruga que la vio—; cualquiera
diría que has hecho un gran viaje; cuéntale tus trabajos a quien no haya
bajado del árbol como yo; sé muy bien que basta sujetar el hilo en una
rama y dejarse caer poco a poco, porque nuestro peso mismo nos lleva a
tierra en un momento.
Casi todas las orugas atestiguaron lo mismo y consideraron a la primera como una embaucadora.
—¡Habrase visto la embustera!
—¿Pues no sostiene que ha volado como un ave?
—¡Olé por la mariposa!
—¡Qué cosas tan raras suceden en el mundo!
—No hagas caso a esas imbéciles —dijo un saltamontes—; he corrido mundo y he visto cosas más extraordinarias y difíciles.
El vulgo que marcha acompasadamente no sabe lo que otros luchan para
vivir, e ignora que quien arrostra los vientos de la vida puede volar
más alto que los otros.
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