Textos más vistos de José Fernández Bremón publicados por Edu Robsy | pág. 13

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autor: José Fernández Bremón editor: Edu Robsy


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La Mujer Soñada

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Por qué sonreías al dormir? Antonio: me ha dado lástima despertarte.

—¡Qué mujer! —dijo mi amigo restregándose los ojos—. Ya no la veré más, ni encontraré en este mundo otra semejante. Cuando interrumpiste mi sueño era rubia y de ojos grandes y azules.

—¿Cómo? ¿Variaba de tipo la mujer con quien soñabas?

—Sí; tomaba la forma y el carácter que deseaba mi capricho: si se me antojaba una gitana de ojos negros, ella era la gitana que yo apetecía: blanca, morena, alta, baja, delgada o corpulenta, sumisa, varonil, seria o alegre; tenía alternativamente todas las apariencias de mis deseos variables, siendo siempre la misma. ¡Oh! Te aseguro que le hubiera sido fiel.

—Has sufrido una gran pérdida. Pero entre tantos tipos, ¿cuál era el suyo verdadero?

—No lo sé.

—¿Le hiciste tomar muchas apariencias?

—Sí.

—Permíteme una observación: eso no era una mujer, sino un harem. Con ella hubiera sido monógamo el mismo Salomón. Tu fidelidad no tendría mérito. Salomón fue fiel a sus setecientas mujeres y trescientas concubinas.


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1 pág. / 1 minuto / 5 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Noche Larga

José Fernández Bremón


Cuento


I

Roberto era a los veinte años el más gallardo de los escandinavos, pero era pobre. Eda la más rica y hermosa de las doncellas: bebía en cálices de oro: vestía telas cuajadas de aljofar y ardían junto a su lecho lámparas de plata, saqueadas en los templos cristianos, por su padre el fiero Otón, de fuerzas de gigante. En todas las costas del mundo conocido temblaban los habitantes al recuerdo del pirata.

En las noches largas Roberto, envuelto en sus pobres pieles, rondaba la casa de la joven, sin cuidarse de los aullidos de los lobos, ni tiritar cuando el aliento, helándose al salir, caía endurecido sobre el suelo, ni cuando la nieve, cubriendo su traje, le daba la apariencia de una estatua de mármol.

La luz rojiza de la aurora boreal teñía a veces como de sangre la casa de Otón, las montañas y los témpanos de hielo: las estrellas parecían, en aquel cielo iluminado de rojo, botones de oro en un manto de grana. Las auroras boreales son la sangre que corre por los cielos, en esas batallas nocturnas que, envueltos en las tinieblas, se dan por los espacios los gigantes y los dioses: batallas silenciosas para no interrumpir el sueño del mundo, los combatientes forcejean en remolino, pecho a pecho, hasta que el vencido cae arrojando un caño de sangre por la boca, y su cuerpo, deshecho en nube, se evapora: si fue un gigante, queda extinguida una fuerza: si es un dios, una religión desaparece.

Otón veía al rondador de su hija a la luz de esos incendios. Eda le veía también y suspiraba, porque el resplandor de aquella luz daba más gracia a la varonil figura de Roberto. El padre fruncía las cejas, y callaba. Una noche salió a la puerta e invitó al enamorado a beber vino caliente en la mejor de sus copas; veinte cráneos con asas y pie de plata eran su vajilla.


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4 págs. / 7 minutos / 20 visitas.

Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Oruga Cometa

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


Descolgábase del árbol una oruga sujeta al hilo que iba formando trabajosamente con su baba. Pero el viento, encorvando la delgada hebra, arrastraba al insecto por el aire, jugando con él y columpiándolo.

—¡Qué he hecho! —decía la pobre oruga quejándose de su suerte—. Quise descender al suelo y me remonto hacia las nubes, y mi cuerpo está a merced del primer pájaro hambriento que me vea. Vuelo sin alas, y cuanto más hilo saco más me elevo.

El insecto ascendía como sube una cometa mientras no se agota su bramante.

Así pasaron largas horas, hasta que el viento se calmó, y la oruga, cansada y dolorida, pudo ganar la tierra y refrescar y extender su cuerpo en una hierba.

—¡No eres poco delicada! —dijo otra oruga que la vio—; cualquiera diría que has hecho un gran viaje; cuéntale tus trabajos a quien no haya bajado del árbol como yo; sé muy bien que basta sujetar el hilo en una rama y dejarse caer poco a poco, porque nuestro peso mismo nos lleva a tierra en un momento.

Casi todas las orugas atestiguaron lo mismo y consideraron a la primera como una embaucadora.

—¡Habrase visto la embustera!

—¿Pues no sostiene que ha volado como un ave?

—¡Olé por la mariposa!

—¡Qué cosas tan raras suceden en el mundo!

—No hagas caso a esas imbéciles —dijo un saltamontes—; he corrido mundo y he visto cosas más extraordinarias y difíciles.

El vulgo que marcha acompasadamente no sabe lo que otros luchan para vivir, e ignora que quien arrostra los vientos de la vida puede volar más alto que los otros.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Pata de Avispa

José Fernández Bremón


Cuento


I

Una caña, arrastrada por el agua, se había atravesado formando un puente entre las dos orillas de un arroyo. Las hormigas, horadando los nudos, habían colocado sus almacenes en el hueco de la caña, y abierto agujeros en los dos extremos y la parte superior, interceptando el paso a los insectos. ¡Ay del que se aventuraba a pasar por aquel puente! Éste, bien sujeto por sus dos cabos a la tierra, era una fortaleza y un camino militar a prueba de pájaro, pues apenas se cimbreaba al posarse en él alguna paloma u otro monstruo alado de aquel peso. Tenía, además, una fama trágica, contándose de mata en mata y de hoyo en hoyo, en todas las cercanías, historias lastimeras de gusanos cautivados y orugas arrojadas al caudaloso arroyo, que formaba saltos de agua y remolinos entre guijarros gigantescos del tamaño de una rata. Las hormigas eran respetadas, pero también aborrecidas por acaparadoras, egoístas, ladronas, crueles y opulentas.

Solían las abejas y las avispas posarse sobre el puente cuando bajaban a beber al arroyo; aquéllas, con brevedad, como insectos formales y ocupados. Las otras, con pesadez, como holgazanas y sin obligaciones, que pasaban el día luciendo su talle esbelto y sus chillones trajes amarillos, con cintas negras, y levantando ampollas con el aguijón envenenado de sus lenguas.

Un día se trabaron de palabras una hormiga y una avispa, porque se burló la segunda del traje sencillo y obscuro de aquélla, diciéndole:

—¿Se puede saber por quién estáis de luto?

—Estamos ??? ??? ??? ???.

—¿Qué ??? ??? ???

—Porque no nos avergüenzan los instrumentos del trabajo. Por eso tenemos una casa bien provista.

—¿Llamáis casa al hueco de una caña? Estáis viviendo en el mango de una escoba.

—Calla, amarillenta; que parece que tienes ictericia.

—¡Calla, embetunada! Que pareces nacida en un montón de cisco.

—Cursi.

—¡Ladrona!


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3 págs. / 6 minutos / 7 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Prima de Dos Mártires

José Fernández Bremón


Cuento


Publio y su esposa Celsa, ciudadanos de Roma, aunque cristianos y piadosos, no tenían las virtudes y el carácter que en el siglo IV de la Iglesia conducían al desierto o al martirio. Admiraban a los correligionarios que repartían a los pobres sus haciendas para practicar la pobreza voluntaria, y no se consideraban con abnegación para imitarlos; socorrían en secreto a los perseguidos, y practicaban del mismo modo los sencillos ritos de la Iglesia primitiva, y les asombraba y espantaba aquel valor contagioso de las doncellas, los niños y los ancianos, que confesaban en público sus creencias en aquellos tiempos en que costaba el declararse cristianos sufrir una verdadera pasión y morir crucificados o a saetazos, ser lanzados al fuego o perecer en el circo desgarrados por los tigres.

Algo disculpaba la tibieza relativa de Publio y Celsa: el amor de padres: ¡era tan hermosa y cándida Virginia, su hija única! Pero no menos jóvenes y hermosas habían sido sus primas Julia y Marciana, y fueron arrojadas al Tíber, dentro de un saco lleno de culebras, por no hacer sacrificios a la diosa Juno. Publio y Celsa recordaban con terror aquel episodio sublime y doloroso, y el valor indomable de aquellas niñas delicadas, que con sus respuestas irritaron a los jueces, y con su resignación y belleza hicieron llorar a los verdugos. ¿Qué sería de los padres de Virginia si un día llamaran a sus puertas los satélites de Diocleciano para conducir a la presencia del emperador aquella niña de dieciséis años, de ojos tristes y cara angelical, acostumbrada al recogimiento de la casa de sus padres? Aquella idea les sobrecogía y angustiaba. Vivían en una época de terror y crueldades. Además, su sobresalto tenía fundamento.


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1 pág. / 3 minutos / 5 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Sombra de Cervantes

José Fernández Bremón


Cuento


I

Paseaba melancólicamente junto al solar extenso y rodeado de tablones a que ha quedado reducido el histórico palacio de Medinaceli, cuando un hombre de aspecto grave salía de la cerca, saltando la empalizada como un ladrón, con un bulto en la mano. Sin duda se asustó al verme, creyéndose sorprendido, porque, perdiendo el equilibrio, dio consigo en tierra, lanzando al caer un gemido. Acudí a socorrerle, y cuál sería mi asombro al reconocer en aquel supuesto merodeador nada menos que a mi amigo el sabio anticuario don Lesmes de los Fósiles, gran investigador de historias viejas, a quien hube de dar la mano y ayudar a levantarse.

—¿Se ha hecho usted daño? —le dije.

—¿Qué importa un porrazo más o menos? —respondió—, si he perdido el fruto de la trasnochada. ¡Sí! —añadió alzando del suelo un aparato parecido a los cazamariposas de los chicos—. ¡Se me ha escapado!

—¿Quién?

—El venerable fray Tomás de la Virgen. Tres noches hace que le estaba acechando, y le había ya cazado.

—¿Pero usted caza frailes?

—Cazo sombras.

—Permita usted que me asombre.

—No lo extraño, porque no está usted en el secreto, y debo revelárselo para que no me tome por un ladrón nocturno. Todos los eruditos poseemos una red de cazar sombras, como esta que usted ve, y salimos a las altas horas de la noche a caza de personajes de otros tiempos para interrogarlos.

—¿Y se dejan atrapar?

—¿Qué han de hacer? Ven tan poco que casi andan a tientas y huyendo de la luz.

—Y ustedes ¿cómo las ven en la obscuridad?

—Tenemos acostumbrada la vista a las tinieblas.

—Buena broma me da usted, don Lesmes.


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8 págs. / 15 minutos / 6 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Última Labor de San Isidro

José Fernández Bremón


Cuento


Era una tarde de verano de 1172.

Los mozos de labor de la hija de Iván de Vargas trillaban en lo alto de las cuestas situadas entre Carabanchel Bajo y Madrid, a la derecha del Manzanares, y algunas pobres mujeres, cristianas y moriscas, espigaban en los campos ya segados. La sierra de Guadarrama erguía a lo lejos sus nevados picos y sus bosques de pinos, de enebros y de encinas, que concluían hacia las inmediaciones de Madrid en espesos carrascales. Pasado el río, los huertos y cercas de frutales llegaban hasta las puertas de Moros y de la Vega, término de los caminos de Toledo y de Segovia; brillaba a trechos, herido por el sol, el pedernal de la muralla de Madrid, coronada de cubos y de almenas; y veíanse tras ella los campanarios de San Andrés, San Pedro y Santa María, las torres de ladrillo de algunas casas solariegas y, dominándolo todo, los torreones del Alcázar; fuera del recinto, y por los lados de Levante y Mediodía, campos de cereales, la ermita de San Millán y algunos caseríos.

Respiraban los campesinos una brisa cálida pero embalsamada por los tomillares y mil flores silvestres: cantaban los grillos y cigarras en el campo, y las ranas en las orillas del río y en las charcas: zumbaban las abejas y los moscardones entre las amapolas y las malvas, el trébol y el mastranzo: y revoloteaban y piaban en el aire jilgueros y verderones, golondrinas y vencejos. Conejos y liebres aparecían y desaparecían al instante entre las matas, y saltaban y huían a lo lejos los ciervos y los gamos: la codorniz cantaba bajo el trigo: los perros olfateaban las huellas de los jabalíes y los osos que habían bajado a beber al Manzanares; y las palomas, que anidaban desde tiempo inmemorial en el Alcázar, detenían su vuelo, para mojar sus alas y sus picos en el caño de una fuente que salía de una peña en las heredades que fueron de Iván Vargas.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Las Costas del Pleito

José Fernández Bremón


Cuento


Subía el gusano de luz por las ramas de un fresno para evitar, a buena altura, el pico de un gallo que se había salido del corral, y al revolver una hoja tropezó sin querer con la cantárida.

—¡Aparta, farolero! —dijo ésta despertando con mal humor—; si no ves de día, enciende tu linterna.

—¿Mi linterna? Ya quisieras tener ese adorno, que sólo tienen las estrellas en el cielo; con ella doy luz de noche, y alumbro algunas veces a un sabio amigo mío cuando no tiene vela para escribir. Tú eres inútil.

—No es verdad; mi cuerpo se lo disputan los boticarios apenas muero, para medicina. ¿Quién te busca ni repara en ti cuando se apagan tus faroles?

—Pero tú eres como el avaro, que necesitas perecer para que aprovechen tus despojos.

—¿No es mejor ser útil después de existir que brillar en vida?

—Bajad aquí —dijo el gallo alzando el pico— y yo sentenciaré ese pleito.

—¡Qué más qusieras sino que bajásemos, para resolver la cuestión con un par de picotazos. ¡Vaya un juez!

—Para que veáis mi desinterés, decidiré desde aquí sin exigiros adelantos. Tú, gusano de luz, eres útil, celebrado y brillante mientras luces; es un mérito. Tú, cantárida, tienes un valor medicinal después de muerta; es otro mérito también; pero uno y otro sois incompletos: el verdadero saber consiste en ser útiles en vida y después de la muerte, como yo.

—¿Pues para qué sirves? —dijeron a la vez los coleópteros.

—Mientras vivo, defiendo y aumento el gallinero, y soy de noche un cronómetro; cuando muero, preguntad a los hombres a qué sabe el gallo con arroz. He fallado en justicia: si sois honrados, bajad a entregar vuestros cuerpos en pago de honorarios.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Las Dos Cocinas

José Fernández Bremón


Cuento


I

Es indudable que en el reinado de Carlos II los demonios andaban sueltos por España, pues fue preciso traer exorcistas alemanes que expulsasen los diablos del cuerpo de su majestad. Si el rey era energúmeno, ¿qué defensa contra el demonio opondrían los vasallos? Nadie hizo contra el infierno en aquel tiempo resistencia tan heroica como la venerable sor Clara de Jesús, humilde cocinera del monasterio de la Purísima Concepción de Mercenarias Descalzas en la ciudad de Toro, según puede leerse en su historia, escrita por fray Marcos de San Antonio, que presenció las luchas y probó los guisos de la santa cocinera. Sabemos por aquel fraile que el demonio penetró muchas veces en la cocina conventual para echar ceniza en la olla, apagar el fuego, romper cacharros y hacer toda clase de estropicios; y sabemos el triunfo de la virtuosa Clara de Jesús, que sanó a muchos enfermos con sus guisos celestiales.

II

Lo que no refieren las historias y vamos a contar es la perdición de la posadera Juana Agraz, la mejor guisandera del término de Toro. Nadie acertaba como ella con el agrio que debía tener la gallina a la morisca; y venían de lejos los grandes comilones para probar sus cazuelas de pajarillos, hojaldres, asados y jaleas. Los cazadores decían, al entregarle perdices, chochas y conejos:

—Hemos cazado esto para que lo guises: si no guisaras tú no cazaríamos.

Y Juana Agraz vivía satisfecha y halagada, reinando en los fogones.

Cuando algunos frailes empezaron a dar fama a los potajes de la monja, se consolaba Juana Agraz diciendo a sus amigos:

—Nunca fue delicado el gusto de los frailes; por eso dicen los libros de cocina al tratar de ciertos platos: guisos para frailes, soldados y demás gente ordinaria.


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Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Las Lágrimas de Momo

José Fernández Bremón


Cuento


Júpiter se aburría en el cielo desde que no bajaba a la tierra por no dar celos a Juno. En vano procuraba Momo divertirle haciendo muecas y extravagantes contorsiones: el dios de la risa, humillado y entristecido, hizo pedazos el aro de cascabeles, y se retiró a una apartada viña de los Campos Elíseos, donde se pasaba las horas muertas comiendo pámpanos y echando lagrimones.

Entristeciose el Empíreo con la ausencia del payaso de los dioses. La misma Noche, que antes tenía la apariencia de una viuda enlutada, quedó más lúgubre y más triste, aumentándose las sombras en su rostro. En vano cantaban, bailaban y recitaban versos las nueve Musas para regocijar el Olimpo. Sólo parecían satisfechas de aquella tristeza general la vengativa Némesis, la destructora Parca, las Furias y Medusa, que se pasaba a contrapelo las manos por la cabeza para que se agitasen y silbaran sus trenzas de serpientes.

Plutón y Proserpina abreviaban sus visitas para regresar a los Infiernos, que estaban más alegres que el Olimpo: allí al menos los recibía el Cancerbero ladrando de alegría con todas sus bocas. Las Horas daban vuelta a su devanadera bostezando. Venus no llamaba a los amorcillos para que le atusaran su cabello dorado, y en sus mejillas descuidadas nacía espesa barba.

Se llamó a Hércules para que hiciese juegos malabares con estrellas; a Proteo para que, cambiando de formas, divirtiese a los dioses, y a Mercurio para hacer suertes de escamoteo mercantil: la linda Hebe, que alegraba la vista cuando se adelantaba con la copa de néctar en la mano, resbaló por el cielo rompiendo su copa en la cabeza de una harpía que atronó con sus alaridos el Olimpo.


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2 págs. / 4 minutos / 8 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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