Textos más vistos de José Fernández Bremón publicados por Edu Robsy | pág. 6

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autor: José Fernández Bremón editor: Edu Robsy


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Gestas, ó el Idioma de los Monos

José Fernández Bremón


Cuento


A mi hermano político
Manuel Mendoza y Sainz de Prado,
en prueba de cariño.


En los cuentos y en algunos libros religiosos del Oriente se supone ó afirma que ciertos hombres han poseido el dón de comprender el lenguaje de los animales. Difícil es averiguar si ha existido ó no semejante ciencia, como es dudoso decidir si los cuentos se derivan de la historia ó la historia se deriva de los cuentos. Parece probable que los animales se comunican entre sí y que sus gritos expresan algo, por lo cual es sensible la pérdida del antiguo y erudito diccionario en que se explicaba la significacion del cacareo de la gallina, del zumbido de la mosca, de la carcajada de la hiena, y de los estrepitosos calderones del jumento. Tal vez, cuando los estudios filológicos se perfeccionen, hallarán los sabios analogías entre ciertos idiomas humanos y los lenguajes de las aves ó cuadrúpedos, en que Nabucodonosor debió ser muy versado, y de los cuales quizá introdujo voces en su idioma, que trasmitidas de pueblo en pueblo, pueden haber llegado hasta nosotros. En tanto que se aclara este misterio, forzoso es ignorar si el lenguaje de los grillos es tártaro ó semítico, y si tiene ó no tiene hipérbaton el maullido de los gatos; y es imposible establecer diferencia entre lo que discurren muchos hombres y lo que acaso se dicen entre sí los habitantes de la selva.


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22 págs. / 39 minutos / 34 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Juguetes Prehistóricos

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


Cuando el Señor creó la Tierra de la nada y sacó de la tierra todos los vivientes, el planeta estaba inmóvil en el espacio, y en aquel mundo tranquilo los hombres y los animales morían de vejez.

Satanás estaba furioso con aquel sosiego, y convocó a sus espíritus para que aquello terminara.

—¡Satanás! —le dijo el ángel Gabriel—; todo lo que intentes para destruir la Tierra se convertirá en un juego de muchachos.

El Ángel Caído, en su soberbia, no hizo caso del consejo y dijo a los diablos:

—Es preciso que destruyamos ese planeta; proponed medios.

—Sabed lo que dolería más en los cielos, que destruyeran la Tierra sus propias criaturas —dijo un demonio colorado.

—Es verdad; pero ¿quién de ellas será capaz de matar a su madre?

—¿No has reparado en una que se arrastra por los suelos?

—Es verdad: propongamos el asesinato a la culebra.

—¿Qué le ofreceremos?

—Aquello de que carezca.

Satanás voló a la Tierra, dio un silbido, y todas las culebras del mundo salieron de sus antros arrastrándose y eschucharon al demonio.

—¿Queréis tener piernas como los hombres o como los cuadrúpedos?

—¡Sí, sí! —silbaron a un tiempo todos los reptiles—. Queremos andar y no arrastrarnos.

—Pues cójase cada cual a la cola de una amiga, y rodead la Tierra y oprimidla hasta que cruja y se deshaga.

Trescientos millones de culebras, formando una cadena, rodearon a la Tierra dándole siete vueltas y apretándola a la vez con todos sus anillos. La Tierra, que estaba tierna todavía, se retorció de dolor y empezó a llenarse de grietas por las cuales se despeñaron las aguas, y a formar jorobas en las que se refugiaron los vivientes.

Gabriel apareció y dijo a los reptiles:

—No os soltéis y apretad firme.


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1 pág. / 2 minutos / 14 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Bruja del Mar

José Fernández Bremón


Cuento


I

—¡Qué terrible es el mar! —dije verdaderamente conmovido por el estruendo del oleaje—. Oigo a la vez en esas aguas revueltas, ruido de cascadas, golpear de puertas, disparo de cañones y gemidos de personas.

—¡Silencio! —respondió en voz baja Braulio, uno de los pescadores más valientes de la costa de Cantabria—. Es que se queja la bruja del mar. Vámonos pronto, o te dejo solo.

Entonces le seguí, no sin trabajo, entre las rocas, por lo deprisa que caminaba; ya en casa, hizo cerrar todas las ventanas, hasta las del piso superior, que le tenía yo alquiladas, sin responder a las pregunta que le hice acerca de la bruja, sino en estos términos:

—De día hablaremos; de día, solamente; es hora de dormir y de rezar.

Atranqué la puerta de mi cuarto, y la curiosidad me determinó a abrir, sin ruido, la ventana, pero una fuerza exterior, como la de un brazo tembloroso que pugnase por entrar, me hizo desistir. Cerré con miedo. ¿De qué? De lo que más pone a prueba el valor: de lo desconocido. Tuve vergüenza, pero sólo me atreví a mirar por el opaco vidrio que había en la parte superior de la hoja de madera, por no abrir el pestillo. No me cabía duda; a lo lejos, sobre una peña muy alta, que remataba por los lados en dos picos, vi moverse una sombra humana que caminaba lentamente, y aun me figuré que las olas bramaban con más furia cuando se detenía, como si aumentase su agitación con sus conjuros. Y aquella noche sentí un malestar que no había experimentado desde los terrores nocturnos de la infancia. Que no hay sugestión como la ejercida por las preocupaciones y el miedo de los otros.

II

—Aquí me pareció ver la sombra —dije a Braulio a la mañana siguiente, que era calmosa, clara y alegre—. Reconozco el sitio por estas dos peñas estrechas, que de noche parecen dos cuernos gigantescos.


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4 págs. / 7 minutos / 5 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Buenaventura

José Fernández Bremón


Cuento


I

Todo lo que ha ganado Madrid en limpieza, comodidades y extensión en el último medio siglo lo ha perdido en carácter. Ya no se ven por las calles de Alcalá, Segovia y Toledo ni las sillas de posta, ni las galeras, ni los pintorescos calesines, ni los variados trajes que distinguían al catalán del andaluz y al maragato del manchego; nadie recuerda al buñolero que vendía su mercancía enristrada en una caña; ni al pobre de San Bernardino, mecha en mano, ofreciendo fuego a los fumadores y recogiendo la limosna en un cepillo de hoja de lata; ni apenas hay idea del arroyo, o sea el declive central o lecho para que corriesen las aguas pluviales por en medio de las calles; ni del ruido de los chaparrones cuando caían de todos los tejados gruesos caños de agua que retumbaban en la bóveda del paraguas; ni de la sucia servidumbre que convertía los portales en desahogo de los transeúntes; ni de las mulas que llevaban pendientes de unos garfios la carne descuartizada para distribuirla en las tablajerías. Entonces los serenos tenían que hacer prueba de su voz para obtener su plaza y cantar las horas de la noche, cruzar con la escalera al hombro y la cesta en lo alto de ella, con los paños de limpiar y la alcuza del aceite. Entonces hacían la compra de las casas los aguadores, que vestían montera y traje corto, y quisiéramos para los políticos más probos su fama de honradez, que compartían con los mozos de aduana, conocidos por su robustez, su chapa y su sombrero de anchas alas. Era la época de las trabillas, y la milicia nacional, el telégrafo de torre, la ronda de capa, las jaranas y el Diccionario de Madoz. En donde está hoy el palacio del marqués de Linares había un edificio mezquino y redondo dedicado a pósito de trigo; lo que hoy es barrio de Salamanca era una sucesión de campos de cebada; la Puerta del Sol era más que plaza una encrucijada de calles de forma irregular.


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5 págs. / 8 minutos / 7 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Cena de un Poeta

José Fernández Bremón


Cuento


Cuando Arturo concluyó su última redondilla tenía mucha hambre, pero no había en su chiribitil sino algunos tomos de poesías, y el Diccionario de la lengua roído por los ratones; para colmo de dolor se elevaban de todas las cocinas de la vecindad vapores apetitosos. Era la noche de Navidad. Arturo, que hasta entonces sólo había pedido inspiración a las Musas, suplicó rendidamente a las nueve hermanas que le diesen de comer.

—Ya sabéis —dijo mentalmente para conmoverlas— que no tengo más familia que vosotras.

Después, como tenía fe en la poesía, se asomó a su elevada ventana y esperó, fijando la vista en la chimenea más cercana para ver si distinguía algo entre las columnas de humo, pues sabido es que el humo es el correo con que se comunican los de abajo y los de arriba.

¡Oh sorpresa! A pesar de la actividad que reinaba en todos los fogones, que atestiguaban excitantes olorcillos, y el escandaloso estruendo de los fritos, y las graves cadencias de las cacerolas, la chimenea no humeaba. Pero había una razón: estaba cubierta por una especie de globo metálico que terminaba en un tubo retorcido, que se extendía en espiral cayendo después entre las tejas. ¿Quién interceptaba aquel humo? Arturo calculó la dirección y longitud del canal de hierro, y no tuvo la menor duda de que los gases eran conducidos a la habitación inmediata, la única guardilla vividera que había al lado de la suya, residencia de un profesor jubilado, cuya obesidad contrastaba con la pobreza en que vivía.

El poeta se indignó de aquel abuso no previsto por las leyes; cortar los humos a una casa, encarcelar lo más libre de la naturaleza, quitar a un habitante de la guardilla lo único que pasa por delante de su ventana era un atentado, y resolvió pedir cuenta a su vecino.

—¿Quién? —dijo éste desde su cuarto al sentir que llamaban a su puerta.


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2 págs. / 4 minutos / 21 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Sombra de Cervantes

José Fernández Bremón


Cuento


I

Paseaba melancólicamente junto al solar extenso y rodeado de tablones a que ha quedado reducido el histórico palacio de Medinaceli, cuando un hombre de aspecto grave salía de la cerca, saltando la empalizada como un ladrón, con un bulto en la mano. Sin duda se asustó al verme, creyéndose sorprendido, porque, perdiendo el equilibrio, dio consigo en tierra, lanzando al caer un gemido. Acudí a socorrerle, y cuál sería mi asombro al reconocer en aquel supuesto merodeador nada menos que a mi amigo el sabio anticuario don Lesmes de los Fósiles, gran investigador de historias viejas, a quien hube de dar la mano y ayudar a levantarse.

—¿Se ha hecho usted daño? —le dije.

—¿Qué importa un porrazo más o menos? —respondió—, si he perdido el fruto de la trasnochada. ¡Sí! —añadió alzando del suelo un aparato parecido a los cazamariposas de los chicos—. ¡Se me ha escapado!

—¿Quién?

—El venerable fray Tomás de la Virgen. Tres noches hace que le estaba acechando, y le había ya cazado.

—¿Pero usted caza frailes?

—Cazo sombras.

—Permita usted que me asombre.

—No lo extraño, porque no está usted en el secreto, y debo revelárselo para que no me tome por un ladrón nocturno. Todos los eruditos poseemos una red de cazar sombras, como esta que usted ve, y salimos a las altas horas de la noche a caza de personajes de otros tiempos para interrogarlos.

—¿Y se dejan atrapar?

—¿Qué han de hacer? Ven tan poco que casi andan a tientas y huyendo de la luz.

—Y ustedes ¿cómo las ven en la obscuridad?

—Tenemos acostumbrada la vista a las tinieblas.

—Buena broma me da usted, don Lesmes.


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8 págs. / 15 minutos / 7 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Vista de los Ciegos

José Fernández Bremón


Cuento


En una habitación casi desamueblada, dos pordioseros de edad madura y ambos ciegos comían unas tajadas de bacalao y un pan grande, partido en dos pedazos desiguales. Aunque no necesitaban luz para cenar, la de un farol de gas, penetrando por una claraboya, hubiera permitido ver a otro cualquiera dos camas raquíticas tendidas en el suelo; la una compuesta de colchón, manta y almohada, y la otra sencilla, de un triste jergón: una guitarra colgada de un clavo y seis robustos báculos al lado de la cama principal, y el desamparo de la otra: el diferente tamaño y aun calidad de las raciones que engullían dejaban comprender que si a primera vista parecía reinar allí la igualdad de la miseria, la actitud altiva y humilde de uno y otro ciego demostraba que eran dos pobres de distinta posición.

Golpearon a la puerta y dijo el ciego que comía el bacalao con más espinas:

—¿Abro, mi amo?

—¿Abrir, dices? ¿Acaso tienes la llave? ¿Sabes quién llama y a qué viene?

—Los golpes redoblan.

—¡Calla!

—¡Tiburcio! ¡Tiburcio! —repetían desde fuera.

Sin duda Tiburcio conocía la voz, porque se dirigió a la puerta y dijo:

—¿Quién es?

—¿No conoces a tu amigo Roque?

—Oigo su voz; pero ¿vienes solo?

—Solo y muy solo; la nieve cubre el suelo y no me atrevo a ir hasta mi casa. ¿Quieres prestarme tu lazarillo? Pronto volverá, que vivo cerca.

Tiburcio se determinó a abrir a medias la puerta, dando paso a otro ciego que llevaba vihuela, báculo y zurrón.

—Entra —le dijo—, que hace frío.

—¿Para qué? —respondió Roque—. Me basta con que él salga.

—Entra, o cierro.

—Como quieras.

—¿No te sigue nadie, Roque?

Y Tiburcio, después de palpar a su amigo, sondeó el espacio con su palo, y cerró la puerta con llave.

—¡Cómo! ¿Cierras con llave y cerrojo?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Las Lágrimas de Momo

José Fernández Bremón


Cuento


Júpiter se aburría en el cielo desde que no bajaba a la tierra por no dar celos a Juno. En vano procuraba Momo divertirle haciendo muecas y extravagantes contorsiones: el dios de la risa, humillado y entristecido, hizo pedazos el aro de cascabeles, y se retiró a una apartada viña de los Campos Elíseos, donde se pasaba las horas muertas comiendo pámpanos y echando lagrimones.

Entristeciose el Empíreo con la ausencia del payaso de los dioses. La misma Noche, que antes tenía la apariencia de una viuda enlutada, quedó más lúgubre y más triste, aumentándose las sombras en su rostro. En vano cantaban, bailaban y recitaban versos las nueve Musas para regocijar el Olimpo. Sólo parecían satisfechas de aquella tristeza general la vengativa Némesis, la destructora Parca, las Furias y Medusa, que se pasaba a contrapelo las manos por la cabeza para que se agitasen y silbaran sus trenzas de serpientes.

Plutón y Proserpina abreviaban sus visitas para regresar a los Infiernos, que estaban más alegres que el Olimpo: allí al menos los recibía el Cancerbero ladrando de alegría con todas sus bocas. Las Horas daban vuelta a su devanadera bostezando. Venus no llamaba a los amorcillos para que le atusaran su cabello dorado, y en sus mejillas descuidadas nacía espesa barba.

Se llamó a Hércules para que hiciese juegos malabares con estrellas; a Proteo para que, cambiando de formas, divirtiese a los dioses, y a Mercurio para hacer suertes de escamoteo mercantil: la linda Hebe, que alegraba la vista cuando se adelantaba con la copa de néctar en la mano, resbaló por el cielo rompiendo su copa en la cabeza de una harpía que atronó con sus alaridos el Olimpo.


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Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Las Travesuras del Viento

José Fernández Bremón


Cuento


¡Con qué ímpetu baja el viento por las pendientes del Guadarrama! ¡Ay de las primeras flores que se atrevan a blanquear en los almendros, si el aire, helado en los ventisqueros de la sierra, silba por las angosturas de los puertos, varea las ramas de los árboles y forcejea con las torres! En marzo acaba nuestro invierno y empieza la primavera. En aquella estación rueda el viento sin obstáculo por los áridos campos; no detienen su marcha las murallas de hojas, patina por el hielo y reina en el espacio; pero en la primavera tiene que contenerse para no destruir los nidos, ni deshojar las flores, y hasta los muchachos le obligan a jugar con sus cometas; es un gigante precisado a andar de puntillas y hablar bajo, para no interrumpir la gestación de las criaturas débiles y el tejido de los órganos delicados. Fluctuando entre dos estaciones, nunca es tan caprichoso el viento como en marzo. Ya con su aliento suave anima a nacer a los seres primerizos; ya cuando las semillas asoman por la tierra con timidez sus orejitas verdes para oír si silba el viento, sale bramando por los aires y se revuelca por los suelos, formando torbellinos.

I

Por entre los campos labrados va llorando una muchacha muy bonita, siguiendo a la carrera y con la vista un plieguecillo de papel que sube hacia las nubes; una ráfaga de viento le ha arrebatado, antes de leerla, una carta de su novio.

Andrés se había embarcado para América, seis meses hacía, en busca de fortuna, y aquella primera carta, esperada con tristeza y sobresaltos tanto tiempo, no sólo debía contener los desahogos de un corazón apasionado, sino la expresión de sus esperanzas. ¿Dónde estaba Andrés? ¿Qué le diría en esa carta que iba desapareciendo de su vista?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Los Bolsillos de los Muertos

José Fernández Bremón


Cuento


Pedro Chapa había sido conserje de un cementerio, y estaba rico: vivía retirado y habíamos adquirido mucha confianza. Todas las noches tomábamos juntos el café, y gustaba de narrarme, entre sorbo y sorbo, y taza tras taza, algunos episodios de su vida sepulcral, que así llamaba al período de tiempo que pasó siendo vecino de los muertos.

—Aquí inter nos —le pregunté una noche—, ¿ha violado usted muchas sepulturas?

Chapa respondió sonriéndose:

—Una sepultura es como una carta cerrada; pocos curiosos resisten a la tentación de abrir algunas, y soy algo curioso.

—La verdad es —le dije aparentando pocos escrúpulos para animarlo— que de nada aprovechan a los muertos las alhajillas con que les adornan.

—Está usted equivocado; ya no hay esa costumbre: puedo asegurarle a usted que en todos los cadáveres que he registrado no he hallado más alhaja que aquel reloj, olvidado sin duda en el bolsillo de un chaleco por no tener cadena.

Y Pedro descolgó de la relojera una saboneta de oro.

—Está parada —dije examinándola—; ¿por qué no le da usted cuerda?

—Es inútil: no anda.

—Llévela usted a un relojero.

—Sepa usted que este reloj ha recorrido las mejores relojerías de Madrid: todos los artífices me han dicho: «La máquina es muy buena: todas las piezas están completas y sin lesión, y sin embargo, el mecanismo no funciona. No sabemos en qué consiste».

—No he visto mayor anomalía...

—Yo sé en qué consiste: este reloj no está parado, sino muerto, y marca su última hora.

—¿Cree usted que esos objetos mueren?

—A todas las máquinas les llega su última enfermedad, que no tiene compostura. En fin, no pudiendo componer el reloj, lo colgué de este clavo, y aquí yace —dijo Chapa colocándolo en su sitio.


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5 págs. / 10 minutos / 15 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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