Textos más populares este mes de José Fernández Bremón publicados por Edu Robsy | pág. 6

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autor: José Fernández Bremón editor: Edu Robsy


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Un Crimen en el Cielo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Colás el zapatero era viudo, pobre y estaba próximo a ser viejo: no es de extrañar que viviera solitario en su buhardilla, comiendo mal, cavilando mucho, saliendo a cazar muy de tarde en tarde por único ejercicio, y buscando sus recreos en los recuerdos, mientras machacaba la suela, punzaba con la lezna o untaba con la pez, o en alguna que otra ilusión que cruzaba por su frente: que las ilusiones con sus alas de oro entran también en las buhardillas y acarician a los pobres y a los viejos.

Había velado Colás hasta las altas horas de las noche para acabar un zapatito de señora, el cual iba adquiriendo entre sus manos forma tan delicada y elegante, que cada vez lo manejaba con más consideración y más cuidado. Cuando acabó de dar a su obra la última mano, la contempló con admiración; era perfecta.

Había empezado a examinar en ella la puntada, la suavidad del contrafuerte, la tirantez e igualdad de la plantilla y su adaptación justa a la horma: era crítica de zapatero. Después admiró la elegancia de la hechura, la morbidez y gracia de sus líneas; la admiraba como artista.

—No se puede hacer mejor —exclamó lleno de orgullo—, más diré: no se puede hacer otro igual: este zapatito no tiene par posible y ha de quedar descabalado.

Hasta entonces, en cada obra terminada sólo había considerado Colás la ganancia que le debía producir: en aquel momento experimentaba una emoción espiritual: la satisfacción del arquitecto al concluir una hermosa catedral, la sentía Colás contemplando su obra prima, como si hubiese puesto toda su inteligencia y todo su sentimiento en la confección de aquel zapato.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Las Travesuras del Viento

José Fernández Bremón


Cuento


¡Con qué ímpetu baja el viento por las pendientes del Guadarrama! ¡Ay de las primeras flores que se atrevan a blanquear en los almendros, si el aire, helado en los ventisqueros de la sierra, silba por las angosturas de los puertos, varea las ramas de los árboles y forcejea con las torres! En marzo acaba nuestro invierno y empieza la primavera. En aquella estación rueda el viento sin obstáculo por los áridos campos; no detienen su marcha las murallas de hojas, patina por el hielo y reina en el espacio; pero en la primavera tiene que contenerse para no destruir los nidos, ni deshojar las flores, y hasta los muchachos le obligan a jugar con sus cometas; es un gigante precisado a andar de puntillas y hablar bajo, para no interrumpir la gestación de las criaturas débiles y el tejido de los órganos delicados. Fluctuando entre dos estaciones, nunca es tan caprichoso el viento como en marzo. Ya con su aliento suave anima a nacer a los seres primerizos; ya cuando las semillas asoman por la tierra con timidez sus orejitas verdes para oír si silba el viento, sale bramando por los aires y se revuelca por los suelos, formando torbellinos.

I

Por entre los campos labrados va llorando una muchacha muy bonita, siguiendo a la carrera y con la vista un plieguecillo de papel que sube hacia las nubes; una ráfaga de viento le ha arrebatado, antes de leerla, una carta de su novio.

Andrés se había embarcado para América, seis meses hacía, en busca de fortuna, y aquella primera carta, esperada con tristeza y sobresaltos tanto tiempo, no sólo debía contener los desahogos de un corazón apasionado, sino la expresión de sus esperanzas. ¿Dónde estaba Andrés? ¿Qué le diría en esa carta que iba desapareciendo de su vista?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Vista de los Ciegos

José Fernández Bremón


Cuento


En una habitación casi desamueblada, dos pordioseros de edad madura y ambos ciegos comían unas tajadas de bacalao y un pan grande, partido en dos pedazos desiguales. Aunque no necesitaban luz para cenar, la de un farol de gas, penetrando por una claraboya, hubiera permitido ver a otro cualquiera dos camas raquíticas tendidas en el suelo; la una compuesta de colchón, manta y almohada, y la otra sencilla, de un triste jergón: una guitarra colgada de un clavo y seis robustos báculos al lado de la cama principal, y el desamparo de la otra: el diferente tamaño y aun calidad de las raciones que engullían dejaban comprender que si a primera vista parecía reinar allí la igualdad de la miseria, la actitud altiva y humilde de uno y otro ciego demostraba que eran dos pobres de distinta posición.

Golpearon a la puerta y dijo el ciego que comía el bacalao con más espinas:

—¿Abro, mi amo?

—¿Abrir, dices? ¿Acaso tienes la llave? ¿Sabes quién llama y a qué viene?

—Los golpes redoblan.

—¡Calla!

—¡Tiburcio! ¡Tiburcio! —repetían desde fuera.

Sin duda Tiburcio conocía la voz, porque se dirigió a la puerta y dijo:

—¿Quién es?

—¿No conoces a tu amigo Roque?

—Oigo su voz; pero ¿vienes solo?

—Solo y muy solo; la nieve cubre el suelo y no me atrevo a ir hasta mi casa. ¿Quieres prestarme tu lazarillo? Pronto volverá, que vivo cerca.

Tiburcio se determinó a abrir a medias la puerta, dando paso a otro ciego que llevaba vihuela, báculo y zurrón.

—Entra —le dijo—, que hace frío.

—¿Para qué? —respondió Roque—. Me basta con que él salga.

—Entra, o cierro.

—Como quieras.

—¿No te sigue nadie, Roque?

Y Tiburcio, después de palpar a su amigo, sondeó el espacio con su palo, y cerró la puerta con llave.

—¡Cómo! ¿Cierras con llave y cerrojo?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Pata de Avispa

José Fernández Bremón


Cuento


I

Una caña, arrastrada por el agua, se había atravesado formando un puente entre las dos orillas de un arroyo. Las hormigas, horadando los nudos, habían colocado sus almacenes en el hueco de la caña, y abierto agujeros en los dos extremos y la parte superior, interceptando el paso a los insectos. ¡Ay del que se aventuraba a pasar por aquel puente! Éste, bien sujeto por sus dos cabos a la tierra, era una fortaleza y un camino militar a prueba de pájaro, pues apenas se cimbreaba al posarse en él alguna paloma u otro monstruo alado de aquel peso. Tenía, además, una fama trágica, contándose de mata en mata y de hoyo en hoyo, en todas las cercanías, historias lastimeras de gusanos cautivados y orugas arrojadas al caudaloso arroyo, que formaba saltos de agua y remolinos entre guijarros gigantescos del tamaño de una rata. Las hormigas eran respetadas, pero también aborrecidas por acaparadoras, egoístas, ladronas, crueles y opulentas.

Solían las abejas y las avispas posarse sobre el puente cuando bajaban a beber al arroyo; aquéllas, con brevedad, como insectos formales y ocupados. Las otras, con pesadez, como holgazanas y sin obligaciones, que pasaban el día luciendo su talle esbelto y sus chillones trajes amarillos, con cintas negras, y levantando ampollas con el aguijón envenenado de sus lenguas.

Un día se trabaron de palabras una hormiga y una avispa, porque se burló la segunda del traje sencillo y obscuro de aquélla, diciéndole:

—¿Se puede saber por quién estáis de luto?

—Estamos ??? ??? ??? ???.

—¿Qué ??? ??? ???

—Porque no nos avergüenzan los instrumentos del trabajo. Por eso tenemos una casa bien provista.

—¿Llamáis casa al hueco de una caña? Estáis viviendo en el mango de una escoba.

—Calla, amarillenta; que parece que tienes ictericia.

—¡Calla, embetunada! Que pareces nacida en un montón de cisco.

—Cursi.

—¡Ladrona!


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Desacato

José Fernández Bremón


Cuento


I

Entrando en el Retiro por la plaza de la Independencia, me senté poco antes del anochecer en un banco de piedra, para ver el desfile de las gentes; a mi lado estaba un viejo con los anteojos tan obscuros como los que se usan en los eclipses.

Los primeros que se retiraron del paseo fueron los niños con sus ayas, nodrizas y niñeras, vestidos de marineros o en pernetas los varones, y ellas con anchos sombreros y toneletes o capotas de paja y trajes largos como unas mujercitas; iban saltando y corriendo, cayendo y levantándose, riendo o echando lagrimones. Era la generación del siglo próximo, bulliciosa e inconsciente del papel que desempeñará en el mundo dentro de veinte años, cuando en vez de saltar en la comba, salten por encima de la moral y de las leyes, y en vez de jugar al escondite, jueguen a la Bolsa y se jueguen la cabeza.

Pasaron luego las personas graves que huyen de la humedad y el reumatismo; las niñas y viudas casaderas, y las casadas aspirantes a viudez; los solitarios meditabundos, los jardineros y los guardas.

La luz iba faltando; las caras se desvanecían y se apagaban los colores de los trajes; después sólo pasaban bultos cenicientos, luego sombras, después oí pisadas, pero nada se veía. Un murciélago me dio un abanicazo con sus alas como para despedirme del Retiro, y empezó la sinfonía de la noche.

—El espectáculo de hoy se ha acabado —dije levantándome—, buenas noches.

—Ahora es cuando empieza el espectáculo —respondió el viejo, lanzándome dos miradas luminosas que me parecieron las de un gato.

—No entiendo, caballero.

—¿Cree usted que todo lo que ocurre en este mundo no deja vaciados, sombras, ecos y reflejos que vibran y se reproducen en el infinito?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Jaula del Mundo

José Fernández Bremón


Cuento


Dijo la ortiga al clavel:

—Apártate, que tu olor es tan fuerte que marea.

—Ya quisiera apartarme de ti —respondió el clavel—, que tus pinchos me desgarran.

—¡Que yo pincho!

—¡Que yo mareo!

—Haya paz, vecinos —dijo un árbol ventrudo y corpulento—, hay que tener paciencia: habéis nacido el uno al lado del otro y debéis tolerar vuestros defectos y ayudaros en vez de destruiros. Tú, sobre todo, clavel, debes dar ejemplo de prudencia, porque no puedes negar lo fuerte de tu olor, que llega hasta las más altas de mis ramas; y aunque no me parece desagradable, puede molestar a la ortiga que está a tu lado.

—¿Y los pinchos de mi vecina no son nada? —replicó el clavel con acritud.

—Ésos no los veo.

—Pues yo los siento; y no puedes juzgar lo que desconoces.

—No exageres.

Y el árbol, en razonado discurso, demostró al clavel que siendo sus hojas en forma de puás, él debía ser el que pinchara, y no viéndose de cerca las espinas de la ortiga, tenía que ser insignificante la molestia que debían producir. En vano replicó el clavel que la misma sutileza y pequeñez de esos aguijones los hacía más penetrantes. Todas las plantas cercanas convinieron en que el clavel no tenía razón, por no estar demostrado lo principal: que tuviera pinchos la ortiga.

—Sí los tiene —dijo el césped.

—¿Qué sabes tú? ¡Arrapiezo! —respondió el árbol con majestad.

—Lo sé, porque cuando el viento tumba a la ortiga me los clava.

Las plantas murmuraron de indignación ante aquella falta de respeto.

—Vosotras juzgaréis, ¿qué digo?, habéis juzgado ya —repuso el árbol— entre la opinión de un árbol copudo y de mi talla, y el testimonio de una simple hierbecilla que se arrastra por el suelo.

—¡Sí! ¡Sí! —repitieron en coro los arbustos y las plantas.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Bocetos

José Fernández Bremón


Cuentos, colección


La prima de dos mártires

Publio y su esposa Celsa, ciudadanos de Roma, aunque cristianos y piadosos, no tenían las virtudes y el carácter que en el siglo IV de la Iglesia conducían al desierto o al martirio. Admiraban a los correligionarios que repartían a los pobres sus haciendas para practicar la pobreza voluntaria, y no se consideraban con abnegación para imitarlos; socorrían en secreto a los perseguidos, y practicaban del mismo modo los sencillos ritos de la Iglesia primitiva, y les asombraba y espantaba aquel valor contagioso de las doncellas, los niños y los ancianos, que confesaban en público sus creencias en aquellos tiempos en que costaba el declararse cristianos sufrir una verdadera pasión y morir crucificados o a saetazos, ser lanzados al fuego o perecer en el circo desgarrados por los tigres.

Algo disculpaba la tibieza relativa de Publio y Celsa: el amor de padres: ¡era tan hermosa y cándida Virginia, su hija única! Pero no menos jóvenes y hermosas habían sido sus primas Julia y Marciana, y fueron arrojadas al Tíber, dentro de un saco lleno de culebras, por no hacer sacrificios a la diosa Juno. Publio y Celsa recordaban con terror aquel episodio sublime y doloroso, y el valor indomable de aquellas niñas delicadas, que con sus respuestas irritaron a los jueces, y con su resignación y belleza hicieron llorar a los verdugos. ¿Qué sería de los padres de Virginia si un día llamaran a sus puertas los satélites de Diocleciano para conducir a la presencia del emperador aquella niña de dieciséis años, de ojos tristes y cara angelical, acostumbrada al recogimiento de la casa de sus padres? Aquella idea les sobrecogía y angustiaba. Vivían en una época de terror y crueldades. Además, su sobresalto tenía fundamento.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Fábulas en Prosa II

José Fernández Bremón


Cuentos, colección


El avispero y la colmena

Anidaron las avispas en un corcho de colmena, y revoloteaban sin cesar alrededor, y entraban y salían y defendían su casa como hacen las abejas.

—¿Qué os parece nuestra casa? —dijo una avispa a una abeja vecina.

—Es de igual construcción y tamaño que la nuestra; pero ¿tenéis muchos panales, cera y miel?

—¿Qué son cera y miel?

—Son la riqueza que elaboramos con nuestro trabajo.

—No; nuestra casa está vacía...

—¿Y para eso tenéis tanta casa? Yo creo que os bastaría un agujero.

Entre el pueblo que produce y el que imita sin producir, hay la diferencia que entre el avispero y la colmena.

La bala y el blanco

—Sí, sois perversas y dañinas por instinto, y me detestáis y gozáis en magullarme —dijo a la bala el blanco dolorido, alzando de mala gana la bandera que indicaba el acierto y buena puntería del tirador.

—¿Qué sería de ti —repuso la aplastada bala con voz triste— si tuviéramos la mala intención que nos atribuyes? ¿No sabes que en las batallas pasamos la mayor parte entre los ejércitos sin hacer ningún daño, resistiéndonos a matar? ¿No ves que nos dirigen contra ti y hacemos todo lo posible por no darte? Sin nuestra naturaleza pacífica ¿quedarían muchos hombres? ¿No estarías tú deshecho?

Y silbaban entretanto muchas balas sin dar nunca en el blanco, pero a cada momento caían ramas heridas, saltaban del suelo piedras rotas y se desconchaban las paredes. Cesó por fin el ejercicio de fuego, sin que el blanco alzara la bandera por segunda vez.

—¿Te convences de tu injusticia? —le dijo la bala magullada—. Mira cuánto destrozo en todas partes y qué intacto te dejan los disparos. Siempre se han de quejar los que menos daños sufren. A nadie respetamos tanto las balas como al blanco.


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9 págs. / 16 minutos / 7 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Cerezo

José Fernández Bremón


Cuento


—Cuando Pedro era un chiquillo, le dijo su abuelo: «Hoy que es tu santo, planta un árbol en la huerta, y cuando seas mayor, te dará fruto y sombra y será una propiedad». Perico, que era un chico obediente, plantó un cerezo, y lo regaba y cuidaba con esmero, pero era un desgraciado.

—¿Se secó el árbol?

—Al contrario, prosperó como ninguno; y dio cerezas tan ricas, que el padre del muchacho hizo con ellas un regalo al alcalde: al año siguiente Perico no las pudo probar porque cayó soldado: cuando volvió a su pueblo, después de rodar por el mundo muchos años, era casi un viejo, y nunca pudo evitar que los muchachos se le comieran la fruta antes de estar madura.

»Quiso un año defenderla, y los mozos del lugar le dieron tal paliza, que quedó baldado para siempre: los mozos que le baldaron, todos llevaban varas del cerezo que plantó.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Paraíso de los Animales

José Fernández Bremón


Cuento


I

—Todas las criaturas reciben impresiones de lo sobrenatural, más o menos empequeñecidas, según su sensibilidad y facultades. Hasta las ostras que rociamos de limón tienen su ideal, su aspiración, o si quiere usted su Paraíso. Cuando yo era chinche, me paseaba en sueños sobre la inmensa espalda de un gigante dormido, y le sacaba a caños la sangre con una trompa de elefante.

—¿Dice usted que ha sido chinche? —exclamé, mirando a don Heliodoro con lástima y recelo.

—Y he sido cabra, pájaro y lagarto... No cavile usted. Los antiguos encantadores tenían el poder de transformar en animales a las personas; la ciencia humana había perdido aquel secreto y hoy lo ha recobrado y nos puede embrutecer de un modo científico.

Yo callaba y seguía mirando a mi amigo con asombro: éste lo notó.


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4 págs. / 8 minutos / 9 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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