Los dos juncos
Había brotado un junco entre las piedras de un torrente; el golpe de
agua, dando en él de lleno, le obligaba a inclinarse hacia abajo,
temblando siempre en el fondo de aquel movible líquido.
Díjole un junco de la orilla:
—¡Vaya una postura para un junco: no haría más la rama de un llorón!
¿No ves qué erguidos estamos aquí todos? ¡Álzate y honra a la clase con
tu dignidad!
—¡Qué fácil es, compañero —dijo el junco caído—, mantenerse recto y
firme donde nadie nos combate! Venga acá y sufra el peso de la cascada, y
verá que harto hago con sostenerme cabeza abajo y sin dejar mis raíces
en la peña.
Desde que me contaron este diálogo sencillo, antes de criticar a un
hombre que se arrastra por el mundo, pregunto si ha nacido en la orilla o
en medio del torrente.
Todos artistas
—Muy bien, compañero —dijo un cabestro alzando la cabeza, cuando
concluyó de cantar el cuclillo—. No hay pájaro que te iguale, o no
entiendo de música.
Picose del elogio el ruiseñor y cantó su mejor melodía para confundir al ignorante.
—¡Bah, Bah! —exclamó el cabestro—. ¿Quién comprende lo que cantas? Es
largo y pesado: lo que canta el cuclillo es breve, claro y fácil.
—¿Y por qué nos llamas compañeros al cuclillo y a mí? —repuso indignado el ruiseñor—. ¿Cantas también?
—No, soy instrumentista.
—¿Tú, cabestro?
—Sí, también practico el arte musical. Ahora vas a verlo.
Y moviendo la cabeza el buey, tocó el cencerro.
La ostra y la lagartija
—¡Abre! ¡Abre la puerta! Que me has pillado el rabo y me lo cortas —decía una lagartija sujeta entre las conchas de una ostra.
—¿Y quién te mandó entrar en mi casa? Ahora no abro; espérate, que voy a echar un sueño.
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