El día en que enterraron a mi padre, sólo tuve un consuelo en medio
de mi desgracia: la satisfacción de la conciencia por haber pagado todas
sus deudas con los enseres de la casa cuando salí de ella para siempre.
Falto completamente de recursos, visité a todos mis parientes y amigos,
y estas visitas me tranquilizaron, pues resultó que todos ellos vivían
casi de milagro, y siendo esto evidente, calculé que la Providencia no
haría conmigo una excepción.
Contribuía a darme confianza la seguridad que inspiraba mi porvenir a
todos mis paisanos. Convenían unánimes en que no podía ni debía
continuar viviendo en aquel pueblo.
—Aquí no hay recursos, ni empleos, ni manera de salir adelante —decía el uno.
—El pueblo está lleno de gente y no cabemos todos —añadía otro.
—Sólo puedes hacer carrera en Madrid —exclamaba aquél.
—¡Y qué fortunas se consiguen! —decía una tía lejana.
Sólo manifestó algunas dudas la tímida Clotilde, sobrina del cura,
con la cual había cambiado muchas veces miradas cariñosas; pero su voz
fue ahogada por una protesta general.
—Los jóvenes deben volar —dijo un vecino; y todos convinieron con él menos Clotilde, que no quería que volase.
En un arranque de generosidad, echaron un guante en favor mío, y
aquella misma tarde fui empujado por parientes y amigos hacia el
pescante de la diligencia, mientras yo lloraba de gratitud entre
aquellas gentes filantrópicas, que apresuraban al mayoral temiendo que
la tardanza retardase mi carrera. El recaudador de los fondos me puso
seis duros en la mano, exclamando con acento solemne:
—Todo esto es para ti.
La rubia y encarnada Clotilde, entre avergonzada y llorosa, colocó a
mis pies un abultado cesto, diciéndome con acento conmovido: «Toma la
merienda». Procuró después sonreírse para quitar importancia a su
regalo, pero las lágrimas borraron la sonrisa... y partió la diligencia.
Leer / Descargar texto 'El Protector'