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autor: José Fernández Bremón etiqueta: Cuento textos disponibles


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Besos y Bofetones

José Fernández Bremón


Cuento


Era noche de beneficio, y el teatro Español estaba lleno: en esas funciones se atiende, más que a la escena, a la concurrencia de palcos y butacas, y los diálogos de amor que se fingen en las tablas no interesan tanto como los que se cruzan en voz baja: eran muchos los distraídos que apenas se fijaban en la escena amorosa que representaban la dama y el galán. De pronto, el sonido de un beso, seguido de un bofetón, ambos a plena cara, hizo fijar todos los ojos en el escenario, donde la dama, puesta de pie y roja de vergüenza, miraba, indignada, al actor, que, no menos furioso y con la mano en el carrillo, que se hinchaba por momentos, lanzaba a su compañera miradas iracundas.

Como era muy conocida la comedia, comprendió el público al instante que aquello no estaba escrito en el papel, y que se había cometido una indignidad y había recibido su castigo: el galán habría dado un beso a la dama, sin respeto a su estado de casada y a la selecta concurrencia, recibiendo su merecida corrección.

El público todo, levantándose de los asientos, aplaudió calurosamente a la actriz, dirigiendo al ofensor palabras injuriosas. Una y otro saludaban y hacían señas incomprensibles, que no calmaron los ánimos, hasta que el actor, acobardado y rechazado, salió del escenario.

El telón seguía descorrido y la representación interrumpida; nadie sabía qué hacer, cuando el mismo empresario, para terminar el conflicto, se presentó en las tablas, reclamó silencio y lo obtuvo tan profundo... que todos pudieron oír el sonido de otro beso y de otro bofetón en una fila de butacas.

—¡Canalla! —dijo una voz femenina.

—¡Señora! ¡Si fuera usted hombre...!; pero, ¿tiene usted marido? ¿Tiene usted hermanos?

—¡Vámonos, mamá! —decía, llorando y tapándose la cara con el pañuelo, una señorita.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 11 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Amar Volando

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


—¿Dónde dejaste aquel que te requebraba hace un momento? —dijo la oruga a la mosca.

—¿Quién?, ¿mi marido?

—¿Pues no eras soltera hace un rato?

—Es verdad; pero me he casado y soy libre otra vez.

—Luego ¿no le querías?

—Le he querido mucho; pero todo acaba tan pronto..., ya soy viuda.

—¿Ha muerto él?

—Entre nosotros el matrimonio es un abrazo; nuestra luna de miel pasa en un vuelo, y separarse un momento es enviudar. Si le veo esta tarde quizás no le conozca.

Hay muchas personas que aman de ese modo. ¿No es cierto, Magdalena?


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 8 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Mundo y Familia

José Fernández Bremón


Cuento


I

—Papá —dijo una arañita flaca y zancuda a otra araña, que había sido gorda, a juzgar por la anchura del abdomen, ya desinflado y lacio, como bolsa sin dinero—, hace mucho tiempo que no se come aquí: ni un mosquito siquiera pasa por este rincón; mi madre salió a buscar comida fiada y no vuelve; deme usted su bendición, que voy a correr el mundo.

—Espera, hijo, siquiera una noche.

—No espero, papá, el hambre incita al crimen y anoche tuve malos pensamientos.

—Ya lo reparé, hijo mío. Haciendo que dormía, observé que me mirabas con apetito. Por fortuna, pudiste reprimirte; yo aguardaba con la boca abierta que me dieras un motivo para desayunarme con tu cuerpo. Vete, pues, y recibe con mis ocho patas las ocho bendiciones que se dan al viajero. Acércate, hijo mío.

—Bendígame usted de lejos.

—Cómo, criatura, ¿te irás sin abrazarme?

—Ya lo creo: aquí reina el hambre y somos comestibles.

—Adiós, pues: no te olvides de enviarme noticias tuyas con la primera mosca que encuentres.

La arañita no escuchó más, y descolgándose del techo con un hilo, en pocas zancadas salió por la ventana. Allí se detuvo asombrada, porque nunca sospechó que el mundo fuera tan grande ni hubiera en él tantos vivientes. Poco después se hallaba en un tejado donde un gusano pacífico tomaba el sol tranquilamente. Examinole con atención, y viendo que no tenía dientes ni defensas, le dijo agarrándole por el pescuezo:

—Date preso en nombre de la ley.

Es la fórmula antigua que usan las arañas cuando estrangulan a su víctima. En vano quiso desasirse el infeliz gusano estirando y encogiendo sus anillos: la arañita le chupó todo su jugo, hasta que, creyendo reventar de puro harta, le soltó.

—Puedes retirarte —le dijo—, quedas en libertad.

El gusano no le pudo dar las gracias: estaba seco.


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 6 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Mata de Pelo

José Fernández Bremón


Cuento


I

El labrador y su mujer dormitaban en dos escaños, y la madre de ésta, vieja de ochenta años, a quien llamaban la abuela Prisca, hilaba en un rincón.

—Madre —dijo la labradora a la anciana—, ya es hora de recogerse; mi marido y yo la llevaremos a la cama.

—Sí —respondió la vieja con voz cascada—, que mañana es domingo y debéis aprovechar esta noche de descanso. ¡Ay, mis huesos!... llevadme con cuidado... Pobre de mí, baldada de medio cuerpo; ya sólo sirvo de estorbo en este mundo.

El labrador y su mujer consolaron a la abuela Prisca, dejándola acostada en su cuarto, el mejor de la casa, y le besaron la mano con respeto, que eran cristianos viejos, y la abuela era la más anciana del hogar de Lozoyuela. Después se asomaron de puntillas a la habitación de su hija Tomasita, pimpollo de dieciséis años, y se retiraron despacio y sonriendo, al ver a su hija tan hermosa y tan dormida; luego se recogieron a su vez.

Pero Tomasita no dormía; saltó en silencio de la cama; esperó a que roncaran sus padres, y convencida de que no se sentía ruido en el cuarto de su abuela, desatrancó con mucho tiento la puerta de la calle, la cerró con cuidado, y golpeó con los nudillos en la ventana de una casa vecina. Poco después entraba en una especie de choza, donde una vieja, poco menor que su abuelita, pero sana y hombruna, con un candil en la mano, dijo a la chica alegremente:

—Bien, Masita, veo que quieres ir al baile.

—No, señá Trébedes; tengo mucho miedo.

—¿Acaso irás sola? ¿No te llevo a la grupa de mi escoba? ¿Crees que nos faltará acompañamiento?

—Es que he oído contar cosas muy feas de esa fiesta; dicen que hay un macho cabrío y danzan muchas viejas andrajosas.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 7 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Fuente de Apolo

José Fernández Bremón


Cuento


Primera época

Era el Prado de Madrid, por el año 1855, el mejor paseo de la villa, por las tardes en invierno y por las noches en verano: una barandilla de hierro, parecida a la del estanque del Retiro, separaba el paseo de carruajes del llamado «París», faja estrecha donde el hormiguero elegante lucía con monótona uniformidad la última moda, y las señoras paseaban los abultados miriñaques.

En la parte ancha y central del salón, enarenada y lisa, dominaban la chiquillería, las nodrizas y niñeras a los melancólicos y algunas parejitas modestas que huían de la luz; y era grande el estruendo de los muchachos con sus juegos, gritos, lloros y canciones: si en un lado se oía:


Cucú, cantaba la rana,
cucú, debajo del agua...,


más lejos, cantaban otras niñas:


De los inquisidores
tengo licencia, sí,
para bailar el baile
que le llaman el chis:
el chis con el chis, chis...,


o esta disparatada seguidilla chamberga:

>Juanillo;
mira si corre el río;
si corre,
tira un canto a la torre;
si mana,
tira de la campana;
si toca,
es señal que está loca, etc., etc.,


mientras gritaban los muchachos:

—¡Atorigao! ¡Marro parao!

—¡Acoto la china! ¿Quién me la honra?

—Yo soy justicia.

—Yo ladrón.

Cansadas del «Sanseredí» y del «Alalimón, que se ha roto la fuente», por parecerles juegos de menores, dos niñas como de doce años salieron de un corro, y con el atrevimiento de la inocencia se pusieron a seguir a dos muchachos, que no pasarían de los catorce y paseaban gravemente fumando cigarrillos de salvia. Enlazadas por la cintura, rozándose las alas de los sombreros de paja para hablarse muy quedito, decía la más linda de aquellas mujercitas de falda corta, pelo suelto y pantalones largos fruncidos junto al ribete de puntilla:


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 16 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Buena Dicha

José Fernández Bremón


Cuento


I

—¡Vamos! —decía el sacristán de las Descalzas Reales a los pobres que pedían a la puerta—, que voy a cerrar. Idos enfrente, a San Martín; es la hora de la sopa. Hoy ha sido buen día, ¿no es verdad? Ha repartido entre vosotros un real de a ocho la dama de los chapines con virillas de oro.

—¡A la sopa! —dijo un lego benito saliendo de la iglesia de las Descalzas—. Ya van a repartirla en mi convento.

Los pobres atravesaron corriendo la plazuela, parándose en la puerta de San Martín mientras el sacristán decía al lego:

—Qué bien huele vuestra ropa, hermano.

—Ya lo creo; desde que entró en Madrid la peste, sólo me lavo con agua de rosa y hojas de violeta, y nunca abandono este saquito lleno de sándalo y azafrán, almizcle y estoraque. Pero ya di los escapularios de parte de mi abad a sus hijas de confesión, sor María de Austria y sor Margarita de la Cruz, la hija y nieta de Carlos V. Qué monjas: la una ha sido emperatriz, la otra no ha querido ser reina de España, casándose con su tío don Felipe II, que Dios nos conserve; es verdad que el rey está algo estropeado...

—Escondeos, que vuestro abad sale de San Martín, no os vea aquí hablando.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 8 visitas.

Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Heredero Universal

José Fernández Bremón


Cuento


La tierra, los tejados y los árboles estaban blancos. Había nevado toda la mañana. El horizonte, cubierto por oscuro nubarrón, aumentaba la tristeza de aquel día. Hombres, edificios y árboles, todo me parecía sepultado bajo la nieve. No se veía un pájaro en los aires, ni viviente alguno por la calle.

—Todo ha muerto —me dijo una voz lúgubre—: tú nada más existes en la tierra. Estás solo: solo para siempre. Goza de todo: eres el único dueño: el heredero universal.

Salí de casa y a nadie encontré en mi camino: Madrid estaba muerto: no se oía ruido alguno de gentes, animales, carruajes, maquinarias ni campanas de reloj.

Entré en un palacio desierto: los coches estaban abandonados e inmóviles para siempre: atravesé los salones llenos de muebles lujosos: abrí cajones, llenos de joyas y dinero: registré guardarropas abundantes como roperías y una biblioteca que hubiera hecho feliz a un sabio: ¡cómo brillaba la cristalería en los escaparates del comedor, qué columnas tan pintorescas formaban los platos apilados y qué combinaciones tan caprichosas la loza fina y los centros de mesa! Admiré en las alcobas las ricas colgaduras de los lechos y la finura de las telas. En los apagados hornillos de la cocina podía hacerse un auto de fe. La despensa era un almacén de ultramarinos y las botellas de la bodega parecían un ejército en parada.

Aquel cúmulo de riquezas no era nada. Todas las casas de Madrid y su contenido me pertenecían: mis cuadros eran las galerías del Museo: San Francisco el Grande uno de mis oratorios: el trono era uno de mis asientos y mi librería la Biblioteca Nacional, podía jugar a las aleluyas con billetes de banco y quemar en mis chimeneas muebles góticos.


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 9 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

En el Limbo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Caí muerto en la calle, pero seguí viviendo mucho tiempo. Puedo atestiguar, porque lo he pasado, que así como hay en el feto una vida que no es vida, hay una muerte que no es muerte en el cadáver; que la naturaleza procede con sabia lentitud, así al formar como al destruir los organismos. Tenía conciencia de estar muerto, y aquel nuevo estado me parecía natural y no definitivo. Un bienestar físico había sucedido a las molestias corporales que, aun en plena salud, produce la gimnasia de la vida. Parecíame haber habitado hasta entonces en una fábrica atestada de máquinas, oficinas y operarios, y encontrarme en el mismo edificio, desalquilado y silencioso, pero tranquilo. Nunca había gozado con tal plenitud el descanso material, y sólo entonces comprendí que el vivir era un trabajo, y tal vez un castigo, y que el trabajar en vida, más bien que esfuerzo y pena, es una distracción que ayuda a olvidar el gran trabajo de vivir. Mis ideas se hicieron en parte más claras y en otro concepto más confusas: apenas me daba ya cuenta de lo que fueron las sensaciones corporales, como el hambre y los dolores de los miembros; y en cambio lo moral y espiritual se compenetraba tanto en mi sustancia, que tomaba para mí una especie de consistencia material.

Poco a poco cesé de oír y ver; me encontré aislado: ¿dónde?, no lo sé. ¿Residía aún en el cadáver? ¿Estaba en el sepulcro, o en el espacio? Sólo puedo decir que estaba conmigo mismo, reconcentrado en la contemplación de mis merecimientos y mis culpas. Se me había dejado solo para hacer mi examen de conciencia, aprisionado en el bien y el mal que había hecho al vivir.

Y cuando me quejaba entre mí, un acusador invisible respondía:

—Tú lo quisiste: sólo sobreviven al hombre sus obras: tenías a tu alcance el mal y el bien; y como al cesar la vida sólo queda al espíritu lo puramente espiritual, cada cual se fabrica su paraíso y su purgatorio.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 7 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Último Mono

José Fernández Bremón


Cuento


Recuerdos de un viaje a Oriente, tomados del álbum de un tourista. Conversación con el doctor Osford.


—¿Cree usted —dije al doctor mientras tomábamos el té en su casa— que el medio en que se vive modifica el organismo?

—A la vista tenemos un ejemplo: desde que en el siglo pasado se estableció aquí el doctor que fundó esta casa, quiso hacer un experimento que se ha seguido por la tradición de la familia. Compró a un titiritero dos orangutanes amaestrados, macho y hembra, que servían a la mesa, comían como personas y hacían otras muchas habilidades; los puso en una alcoba, los sentaba a su mesa, los castigaba cuando se dejaban llevar de sus instintos, y se propuso educarlos como personas, mandando a sus descendientes que hiciesen lo propio con las crías de los monos, anotando en un registro las vicisitudes del experimento.

—¿Y se conservan esos apuntes?

—Yo he escrito sus últimas páginas, que son interesantes: es un archivo de observaciones que se disputarán algún día los archiveros principales del mundo.

—¿Y han continuado hasta hoy las generaciones de los orangutanes?

—Aún subsiste uno, y se conservan en el museo que luego enseñaré a usted las descendencias momificadas de todas las crías sucesivas. Verá usted allí las modificaciones del tipo primitivo, merced a la cultura que los monos recibieron, progresando siempre en la vida de familia que hicieron todos a fuerza de constancia.

—¿Puede darme usted algunos datos?


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Sueño del Borracho

José Fernández Bremón


Cuento


Cuando Pedro cayó rendido por el vino, vio que el mundo estaba más alegre que de ordinario y que le decía su amigo el tabernero:

—Despierta, que te han nombrado capitán general de todas las botellas de Madrid, y vas a pasarles revista. Ponte el uniforme.

Se puso sus zapatos de corcho, polainas de cuero, casaca verde botella y un casco plateado como el de los tapones del champaña. Desenvainó su sacacorchos, montó en un pellejo y marchó al Prado al frente de su escolta.

¡Cómo brillaban al sol los vidrios de los cascos, el estaño de los golletes y los colores de los líquidos, y con qué orgullo lucían innumerables botellas las etiquetas de sus fábricas! ¡Qué bien formadas estaban en orden de parada, que tenía su cabeza en el Hipódromo y su terminación desconocida! Los vinos generosos y añejos formaban el Estado Mayor, y marchaban en la escolta como agregados extranjeros, llamando la atención el rin, que alzaba su largo cuello con orgullo; el ginebra, envuelto en su gabán gris, que le llegaba a los talones; los vinos de Italia, vestidos a la ligera con lindas esterillas y los de Burdeos con fundas de paja puntiagudas. ¡Cuántos y qué variados uniformes en la escolta!

Era la artillería en aquel ejército el aguardiente, y lo había de todos los calibres. Los ingenieros habían llegado de Jerez, y los vinos de pasto constituían las armas generales. El vino de Pepsina y todos los que se venden en botica eran la brigada sanitaria; y la de obreras era la cerveza que así servía de refresco en el aparador como de bebida en la taberna.

El general montado en su pellejo galopaba orgulloso ante aquellas interminables hileras de botellas, relucientes las de la última quinta, las veteranas empolvadas, y que todas, al chispear heridas por el sol, parecía que le guiñaban los ojos con cariño. A su paso sonaban las charangas de vasos y de copas.


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 9 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

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