Textos más vistos de José Fernández Bremón etiquetados como Cuento disponibles | pág. 6

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autor: José Fernández Bremón etiqueta: Cuento textos disponibles


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El Nacimiento de la Pulga

José Fernández Bremón


Cuento


En los primeros tiempos, cuando toda la materia fue poco a poco condensándose y tomando forma, dijo Dios al Genio de la Tierra:

—Ha llegado el momento de poblar de vivientes tu planeta: convoca a los espíritus creados para habitarla y que elijan cuerpo y manera de vivir a su gusto. Y hágase.

El Genio bajó a la Tierra para obedecer sin discutir; pero muy desconsolado, y pensando que aquel decreto iba a arruinar el planeta que se le había confiado, decía con tristeza:

—¿Habré cometido alguna falta en la distribución de montañas y llanuras, climas y paisajes, y curso y reglamento de las aguas? ¿Estarán mal calculados los movimientos de la atmósfera? ¿Parecerán mezquinos los árboles que yo creía tan gallardos, y las variedades que imaginaba tan complicadas e ingeniosas de los minerales y las plantas? Bajo el temor de haber desagradado, ahora me parece ruda y bárbara mi obra. ¡Qué pálidos, escasos y pobres son los colores que ha combinado con las vibraciones de la luz, y qué mal dispuestas me parecen las leyes del sonido, de la gravedad y del calor! Los contornos de las montañas y la forma de los continentes no tienen armonía y son extravagantes.

Y un pensamiento aún más terrible le hizo afligirse hasta el extremo.

—¿Habré revelado por torpeza el gran secreto del crear, que se me ordenó poner de manifiesto claramente, pero de modo que resultase oculto por su misma claridad? Grave ha sido mi error cuando se me manda entregar la Tierra a esos espíritus inquietos e innumerables, para que la estropeen con sus malos instintos, brutalidad, torpeza, orgullo y condiciones destructoras y malignas. Es verdad que no todos son malos, y los hay inofensivos y agradables... ¿Qué resultará?


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Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Pájaro Ciego

José Fernández Bremón


Cuento


A Emilio Luis Ferrari

I

Todos los pajarillos habían volado menos uno: el padre visitaba alguna vez el nido por costumbre, que el matrimonio, indisoluble entre las tórtolas, no obliga, criados los hijos, a otras muchas aves. Sólo la madre persistía en el nido con el más fuerte de los polluelos, a quien no habían retirado su ternura, porque el instinto le advertía que no podía abandonarle: aquel vistoso pajarillo estaba ciego.

La buena madre hubiera deseado desentumecer el cuerpo después de la inacción de la nidada, pero no se atrevía a abandonar a aquel hijo desgraciado expuesto a todos los peligros. Nunca lo perdía de vista al separarse para traerle la comida o murmurar con las vecinas pitorreando entre las ramas. ¡Y cuántas tentaciones ofrecía aquella primavera en los celajes del horizonte, en los nacientes y sabrosos granos de las espigas verdes y las henchidas gusaneras criadas por un invierno de nieves y humedales; en la alegría universal que producía la abundancia, convidando a todos los vivientes a las diversiones y al hartazgo; en lo tupido de las hojas y la altura de las hierbas, la gordura de los pájaros y los gorjeos de las otras madres, orgullosas de sus crías y gozando de su recobrada libertad!

A veces, una bandada que cruzaba rozándola decía alegremente:

—¡Ven a divertirte!

Y la pajarilla ahuecaba las alas para seguir a la comparsa bulliciosa; pero al ver a su hijuelo saltar tímidamente por unas ramas que le había enseñado a medir, y ver aún en el suelo el cascarón que le sirvió de cuna y por donde asomó su piquito sonrosado, plegaba sus alas otra vez, y contemplando aquel cuerpecillo delicado, y su sedoso plumón y sus patitas trasparentes, parecíale que toda la primavera con sus brotes y sus flores y su cielo azul era menos hermosa que aquel hijo imperfecto.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Pantalón Negro

José Fernández Bremón


Cuento


Soñé que el baile se daba en mi obsequio y los convidados debían haber llegado casi todos, según la hora, y por la animación que se notaba desde la calle: yo caminaba de puntillas para no mancharme el calzado, y ya estaba cerca de la puerta, cuando caí en un barrizal: levanteme con precipitación, y de un salto me refugié en el portal, y vi mi pantalón negro convertido en gris. La escalera de mármol estaba cubierta de una alfombra clara e iluminada a todo gas: dos filas de lacayos con peluca hacían los honores a los convidados y al verme chorreando barro, retrocedí.

Era tarde: habían parado algunos coches de los cuales salían varias damas con sus trajes de baile. ¿Qué hacer? Me deslicé por un pasillo lateral, pero todas sus revueltas iban a dar en una puerta iluminada. Asomeme con precaución y vi una pieza de baño... Entré, cerré la puerta y me puse a lavar los pantalones, que recobraron su color negro en un instante. Cuando los estaba colgando para que se secasen oí la voz de la dueña de la casa que decía a sus amigas:

—Éste es mi cuarto de baño.

Sólo tuve tiempo de zambullirme en el baño y aguantar en su fondo la respiración. Entraron las señoras y vieron mi sombrero que flotaba sobre el agua.

—¡Un ahogado! Hay un ahogado en el baño —dijeron dando gritos—: ¡Luces! ¡Luces!

Hice un remolino con el agua y empecé a arrojarla sobre las señoras, que huyeron espantadas. Me eché al hombro los pantalones: trepé a la ventana y me tiré por ella, cayendo sobre un arbolillo del jardín. La sombra me ocultaba: pero los convidados paseaban por debajo muy cerca de mí.

—¡Apartarse, señoras, que van a encender! —decían algunos caballeros.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Período de Reposo

José Fernández Bremón


Cuento


Hacia el año 3.140.985.675.412.489 de la creación, el terreno que hoy llaman moderno los geólogos hallábase cubierto por tres capas diferentes, depositadas sobre la corteza del globo por los seres orgánicos pertenecientes a otras tantas edades, y que habían ayudado a formar, ya los agentes químicos, ya las fuerzas mecánicas, ya esos insectos microscópicos a cuya laboriosidad se deben muchas islas y montañas. París, Londres y Madrid yacían sepultados bajo tierra, y el pico de la más alta pirámide servía de guardacantón a los muchachos. En cambio, los sacudimientos interiores del planeta, quebrando por algunos lados la parte sólida de la Tierra, habían hecho salir a la superficie, no sólo rocas graníticas de las que hoy considera la ciencia pertenecientes al terreno primitivo, sino verdaderas montañas de un metal desconocido y compuesto al parecer de la fusión y mezcla de infinitas materias metálicas, completamente nuevas.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Romance del Astrólogo

José Fernández Bremón


Cuento


El crimen se cometió en un buhardillón de la calle de Toledo en 1680; pero no constan los nombres de los reos en el catálogo de ajusticiados, que sigue a la interesante Memoria histórica de la Real Archicofradía de la Caridad y Paz, escrita por don Mariano de la Loma y Noriega, por empezar la lista el 29 de agosto de 1687. El asesinado fue un infeliz astrólogo, y el primer sentenciado con motivo de aquel crimen un tal Tiburcio, rico tabernero de la calle de Toledo, que fue ahorcado en el sitio de costumbre, es decir, en la plaza Mayor, y encubado después, porque resultó que el astrólogo había sido clérigo. El castigo del encubamiento consistía en depositar el cuerpo en un tonel y arrojarlo al Manzanares; pero los Hermanos de la Caridad y los de la Paz, cofradías distintas en aquel tiempo, tenían cuerdas prevenidas, extraían del agua el tonel, depositaban el cadáver en un ataúd y lo llevaban a enterrar a la parroquia de San Ginés si era reo de horca, o a la de San Miguel, en la plazuela de este nombre, si era reo de garrote. Los vendedores de la plazuela de San Miguel no saben acaso que despachan sus mercancías cerca de un antiguo cementerio de ajusticiados, ni las devotas que atraviesan el atrio de San Ginés sospechan que pisan las tumbas de los ahorcados en los siglos anteriores y principios de este siglo.

I

Roque el carnicero, en la taberna de Tiburcio, el mismo día en que éste había sido ajusticiado, procuraba consolar a la viuda.


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Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Sueño del Borracho

José Fernández Bremón


Cuento


Cuando Pedro cayó rendido por el vino, vio que el mundo estaba más alegre que de ordinario y que le decía su amigo el tabernero:

—Despierta, que te han nombrado capitán general de todas las botellas de Madrid, y vas a pasarles revista. Ponte el uniforme.

Se puso sus zapatos de corcho, polainas de cuero, casaca verde botella y un casco plateado como el de los tapones del champaña. Desenvainó su sacacorchos, montó en un pellejo y marchó al Prado al frente de su escolta.

¡Cómo brillaban al sol los vidrios de los cascos, el estaño de los golletes y los colores de los líquidos, y con qué orgullo lucían innumerables botellas las etiquetas de sus fábricas! ¡Qué bien formadas estaban en orden de parada, que tenía su cabeza en el Hipódromo y su terminación desconocida! Los vinos generosos y añejos formaban el Estado Mayor, y marchaban en la escolta como agregados extranjeros, llamando la atención el rin, que alzaba su largo cuello con orgullo; el ginebra, envuelto en su gabán gris, que le llegaba a los talones; los vinos de Italia, vestidos a la ligera con lindas esterillas y los de Burdeos con fundas de paja puntiagudas. ¡Cuántos y qué variados uniformes en la escolta!

Era la artillería en aquel ejército el aguardiente, y lo había de todos los calibres. Los ingenieros habían llegado de Jerez, y los vinos de pasto constituían las armas generales. El vino de Pepsina y todos los que se venden en botica eran la brigada sanitaria; y la de obreras era la cerveza que así servía de refresco en el aparador como de bebida en la taberna.

El general montado en su pellejo galopaba orgulloso ante aquellas interminables hileras de botellas, relucientes las de la última quinta, las veteranas empolvadas, y que todas, al chispear heridas por el sol, parecía que le guiñaban los ojos con cariño. A su paso sonaban las charangas de vasos y de copas.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Toreo y la Grandeza

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Cree usted que está bien un grande de España toreando?

—Según y conforme. Si es buen torero lucirá y será muy aplaudido; si es malo...

—Prescindo del mérito y me refiero al hecho de torear.

—El toreo fue un ejercicio aristocrático, hasta que vino a España un rey que no entendía de toros, y los nobles se alejaron de la plaza por complacerle. Entonces el pueblo se apoderó del redondel; vinieron luego reyes aficionados a los toros, pero los nobles no sabían ya torear. Quizás por eso no son hoy populares. Dígame usted si el pueblo no adoraría hoy a la nobleza, si en ella se hubiese perpetuado el conocimiento y el arte del toreo.

—Pero ese oficio retribuido quita prestigio al que lo ejerce.

—Bueno; figurémonos que el duque de Medinaceli sale a matar en una fiesta real o de Beneficiencia; ¿deshonrará su casa por hacer lo que hicieron sus antepasados?

—Yo no sé... presenta usted las cosas de un modo que parece que tiene razón, y sin embargo, creo que no la tiene usted. Hoy es un oficio mal considerado; los que lo ejercen sufren los insultos del público.

—¿Cree usted que en las plazas antiguas no se silbaría y gritaría, y que diez o doce mil personas podrían estar en silencio ante los accidentes de la lidia, y el valor o torpeza de los caballeros?

—Pero no cobraban por sufrir esa crítica. Hoy es un oficio pagado.

—¿Y en qué puede haber deshonra para cobrar lo que se trabaja? ¿No cobraban en tierras los antiguos conquistadores sus hazañas? ¿No cobran todos los funcionarios sus servicios?

—Bueno: la desconsideración tendrá por motivo el dedicarse al toreo personas muy humildes.

—Sustitúyalas usted con los títulos más antiguos. ¿Qué podrá decirse de un oficio que ejercieron en España las familias más ilustres, y en el cual las ganancias se conquisten con la punta de la espada?


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

En el Limbo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Caí muerto en la calle, pero seguí viviendo mucho tiempo. Puedo atestiguar, porque lo he pasado, que así como hay en el feto una vida que no es vida, hay una muerte que no es muerte en el cadáver; que la naturaleza procede con sabia lentitud, así al formar como al destruir los organismos. Tenía conciencia de estar muerto, y aquel nuevo estado me parecía natural y no definitivo. Un bienestar físico había sucedido a las molestias corporales que, aun en plena salud, produce la gimnasia de la vida. Parecíame haber habitado hasta entonces en una fábrica atestada de máquinas, oficinas y operarios, y encontrarme en el mismo edificio, desalquilado y silencioso, pero tranquilo. Nunca había gozado con tal plenitud el descanso material, y sólo entonces comprendí que el vivir era un trabajo, y tal vez un castigo, y que el trabajar en vida, más bien que esfuerzo y pena, es una distracción que ayuda a olvidar el gran trabajo de vivir. Mis ideas se hicieron en parte más claras y en otro concepto más confusas: apenas me daba ya cuenta de lo que fueron las sensaciones corporales, como el hambre y los dolores de los miembros; y en cambio lo moral y espiritual se compenetraba tanto en mi sustancia, que tomaba para mí una especie de consistencia material.

Poco a poco cesé de oír y ver; me encontré aislado: ¿dónde?, no lo sé. ¿Residía aún en el cadáver? ¿Estaba en el sepulcro, o en el espacio? Sólo puedo decir que estaba conmigo mismo, reconcentrado en la contemplación de mis merecimientos y mis culpas. Se me había dejado solo para hacer mi examen de conciencia, aprisionado en el bien y el mal que había hecho al vivir.

Y cuando me quejaba entre mí, un acusador invisible respondía:

—Tú lo quisiste: sólo sobreviven al hombre sus obras: tenías a tu alcance el mal y el bien; y como al cesar la vida sólo queda al espíritu lo puramente espiritual, cada cual se fabrica su paraíso y su purgatorio.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Exposición de Cabezas

José Fernández Bremón


Cuento


Era un viejecillo ochentón don Caralampio; su cuerpo estaba en continua vibración; y no podíamos figurárnoslo en estado de reposo, habiéndolo visto siempre parpadeando con rapidez y como tiritando; su voz era temblona; su barba, sus quijadas y sus manos temblaban sin cesar. Estábamos en el café, cerca de la vidriera, cuando le vimos llegar con paso trémulo.

—¡Mozo! —dijimos—. La cafetera y el servicio; que ya está aquí don Caralampio.

Y este aviso sirvió para que el viejo no tuviera que esperar; tomó la taza con ansia en sus manos temblorosas, no sin que chocase un rato en el platillo, se la llevó a los labios, y soltó una carcajada.

—¿Podemos saber la causa de ese regocijo? —preguntó mi amigo Pérez.

—Es un efecto del café —respondió alegremente.

—Nosotros lo hemos tomado, y no estamos tan contentos.

—Ustedes tomarán café con leche; una golosina.

—Ninguno de los dos.

—O con azúcar.

—No, sino amargo.

—Pues entonces, lo prueban nada más; para sentir la lucidez de este elixir maravilloso, hay que entregarse a él sin condiciones; tomar cincuenta tazas diarias, por lo menos, como yo.

—¿Y no ha muerto usted de una irritación?

—Sin el café no existiría hace ya tiempo. Este agradable temblorcillo que me mantiene en constante agitación es el espíritu retozón y expansivo del café, con que sustituí el mío propio, cuando mi alma se alejó de mi cuerpo, hará diez años. Soy un cadáver que vibra a fuerza de café. Guárdenme ustedes el secreto o me enterrarán mis herederos.

Pérez y yo nos miramos sorprendidos; porque la palidez y demacración de don Caralampio hacían aquella broma verosímil.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Hombres y Animales

José Fernández Bremón


Cuento


Prólogo

La condesa Jorgina es alta, bella y majestuosa; infunde respeto su presencia, y pocos resisten su irónica mirada si les dirige sus impertinentes de oro y concha. Sus bailes son funciones reales; la política no tiene secretos para ella, y llena de hechuras suyas los altos puestos del Estado.

Como mi buhardilla domina su palacio puedo ver en él por los huecos de los cortinajes algo de sus fiestas: ya una pareja de rigodón haciendo cortesías no sé a quién; ya un caballero que baila solo con mucha gravedad, o una cola de vestido que ondea por la alfombra y no me deja ver el cuerpo de su dueña. Corta es la perspectiva que disfruto; pero hay quien ve del mundo menos todavía.

¡Qué alucinación sufrí una noche desde mi alto observatorio! Parecíame que los convidados, aunque en traje de etiqueta, no tenían cabezas de persona; que un oso daba el brazo a una pantera; que un asno conversaba con un hipopótamo y un toro, asomados al balcón, y los criados que cruzaban con bandejas lucían sobre sus blancos cuellos cabezas de chorlito.

Alzando la vista al cielo estrellado, lo maravilloso resultaba verosímil; pero la luz eléctrica a lo lejos, y al lado la vibración del viento en los cables del teléfono, no permitían, tan adelantado el siglo, pensar en brujerías. Me restregué los ojos por si se había enturbiado la visión... y me persistían las imágenes. ¿Quién puede dormir en nuestro tiempo sin desvanecer con una explicación natural lo incomprensible?

—¡Bah! —dije soltando la carcajada y cerrando la vidriera—. Eso es un baile de cabezas.

Proceso de Pedro Múerdago

(Relación formada con recortes de periódico)


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

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