Para brujas, la tía Lechuzona: desde el riñón de Castilla hacía mal
de ojo a una criatura de París, por el telégrafo sin hilos; si entraba
en la botica, resucitaba las moscas de cantárida hechas polvo; por las
noches pelaba la pava con un escarabajo, y se comunicaba por la soga del
pozo con los seres subterráneos, y por el humo de la chimenea, siempre
activa, subía y bajaba a los nubarrones más obscuros. En Botánica, podía
dar lecciones a Linneo, el que empadronó las plantas, porque la bruja
conocía las propiedades de los perfumes, de los jugos, y hasta de las
buenas o malas sombras que proyectan.
¿Su edad? Estaba en blanco, como la de los títulos que, de puro
viejo, no tienen fecha en la Guía; había visto pasar el carro de Tespis,
y fue la araña que tapó con su tela la caverna donde se refugió Mahoma,
perseguido; su piel era tan fuerte, que no se podía pinchar con el
puñal ni rayar con el diamante, y había mudado los colmillos treinta
veces.
Era poderosa. Las gallinas de la vecindad ponían de tapadillo los
huevos en su cesta; el viento arrojaba en su jardín la mejor fruta de
los huertos inmediatos; las hormigas trasladaban grano a grano a la
despensa de la bruja lo mejor de las cosechas, y un buitre le llevaba
todas las mañanas una ración de carne cruda: sabía cuanto pasaba en la
vecindad, porque todos los gatos del pueblo, animales entremetidos y
curiosos, iban a confesarse con ella, y por ellos supo que la señora
Mónica le había llamado bruja sinvergüenza.
—Y aunque una lo sea —decía para sí—, no debe aguantar que nadie se lo diga.
Y llena de coraje, salió al patio, llegó al brocal del pozo, aplicó la soga a los labios y dijo con energía:
—¡Cuernecín!
—¡Quién llama?
—Soy tu madre.
—No subo por el pozo, que está el agua muy fría.
—Ven, que he preparado una fogata, para que te des en las llamas un baño de placer.
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